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Actualizado: 19/05/2024 23:18

Opinión

¿Corrupción pública o corrupción revolucionaria?

El lenguaje de las revoluciones: La Habana enmascara la crisis con el eufemismo 'período especial' y la gente al ladrón con el de 'luchador'.

Por fin el Estado reconoce que el país está corrompido. No mediante la combinación de publicidad, aplicación de las normas del derecho y represión, como hacen los Estados modernos. Lo reconoce a través del silencio de los medios y la mezcla discrecional del derecho, la represión, la falta de institucionalidad de las políticas públicas y el regaño amenazante de los primeros magistrados.

Esta es una conducta típica de los Estados premodernos camino de la desintegración, que no combaten los males que generan a través de su discusión abierta —lo que redundaría en la liberación interior de la sociedad y en el adecentamiento de las conductas—, sino que esconden lo más que pueden la cara fea de la moneda e intentan mostrar sólo su lado hermoso. ¿Pero hay monedas de una sola cara?

No. Mucho menos en las revoluciones. Las revoluciones son algo infantiles. Pretenden la totalidad: "todo se debe a mí", dicen ellas, pero no admiten la parte mala de esa totalidad. La delincuencia, el robo, la indecencia y la discriminación son todos hijos del pasado. La educación, la salud y la cultura son las únicas que reconoce como hijas legítimas, aunque ambas series de hijos hayan nacido juntas y tengan por tanto la misma edad.

¿La corrupción nace con la revolución? Desde luego que no. Del mismo modo que la salud y la cultura no nacen con ella. Lo que sucede es que después de 1959 adquieren una nueva potencialidad, un nuevo carácter y un nuevo rostro.

Por eso habría que preguntarse si debemos hablar de corrupción pública o de corrupción revolucionaria.

La corrupción de todo y de todos

Con lo que está sucediendo, se está frente a la corrupción revolucionaria. ¿Por qué? Primero, como las revoluciones mismas, la corrupción es masiva, es de pueblo, no es una minoría reminiscente de las viejas clases destronadas que se niegan a abandonar sus prácticas de antaño. Habita en nuestras casas.

Segundo, atraviesa a todos los sectores, en la cúpula, en el medio y en la base, y no distingue cultos de iletrados ni militantes de religiosos, viejos de jóvenes, ni héroes de antihéroes. Como toda revolución, abraza por tanto a la totalidad de los habitantes.

Tercero, se manifiesta hasta allí donde suponemos que la corrupción no puede penetrar. La corrupción pública, la corrupción tradicional, implica básicamente a los sectores que ofrecen bienes directos: mercancías y presupuestos. La corrupción revolucionaria corrompe hasta al almacenero de una remota escuela que se roba las hojas destinadas para los profesores y estudiantes.

Fíjense que en la corrupción tradicional puede desaparecer el presupuesto, metálicamente hablando, destinado a la educación; en la revolucionaria, el presupuesto desaparece en especie, gradualmente y al detalle. En ella, todos, la totalidad, se tocan o se mojan, como se dice en Cuba.

La participación total del fenómeno, en cuarto lugar, exige, al igual que el lenguaje propio de las revoluciones, la eufemización compartida de las situaciones y las conductas. Período Especial es un eufemismo, en el mismo sentido y con la misma naturaleza que el sustantivo luchador. El primero enmascara la crisis y el segundo al ladrón.

Si el Estado obliga a todo el pueblo a llamarle así al cambio histórico y estructural que sufrimos después de 1989, el pueblo ha venido obligando al Estado a considerar a los ladrones como luchadores que se buscan la vida como pueden y a como dé lugar. Razón que explica porque el gobierno combate la corrupción en determinados momentos y la tolera en otros.

Como luchador, el ladrón es visto con lástima por un Estado que sabe que la cosa está difícil y que es necesario hacerse de la vista gorda. Fuera de cierto orden o según dicta la coyuntura, el ladrón es golpeado y visto como un corrupto.

La lógica de la supervivencia

Quinto: de la misma manera que la revolución, la corrupción sigue la lógica de la supervivencia. No me refiero únicamente a la supervivencia que nace en la precariedad de los recursos —la honradez y la pobreza pueden generar también decencia y buena administración—; sino sobre todo a la estrategia de los sobrevivientes, en que vale todo: el engaño, la simulación, el actuar fuera de los límites éticos y las salidas constantes del guión con el fin de prevalecer.

Ambos, el corrupto y el revolucionario, aplican las mismas técnicas para obtener sus objetivos: no hay muchas diferencias entre aquella nefasta empresa que en Cuba conocimos por las siglas de MC y las cuentas ocultas que nutren las ganancias del sempiterno espíritu empresarial de los cubanos, o las necesidades de reproducción de nuestros hogares. Con las debidas justificaciones, a veces sin mala conciencia, todos mentimos, con la mentira lógica del guerrillero que se confunde con el marabú del matorral.

Sexto, y derivada de sus necesidades de supervivencia, la revolución y la corrupción intercambian complicidades. A casi medio siglo de revolución, con una mafia incrustada en todo el cuerpo social y económico, nadie debe engañarse con los golpes de pecho anticorrupción que están sonando.

Una joven abogada denuncia la corrupción en su empresa y resulta aplastada, expulsada de su trabajo, amenazada por haber tenido la valentía de no dejarse comprar y de combatir, según los medios retóricos que le enseñaron, lo que a todas luces es un mal. Su mérito parece ser haberse ofrecido en holocausto para que ahora se nos pretenda confundir con el "ataja al ladrón" que clama el poder.

Porque, y aquí entramos en el séptimo círculo de este proceso de ósmosis, la corrupción tiene como una de sus fuentes la discrecionalidad en el uso y distribución de los recursos de la sociedad. La sociedad moderna sólo tolera, y no muy bien, dos tipos de desigualdades: las que nacen del esfuerzo y las que provienen de los prístinos tiempos de la tradición.

La revolución cubana deslegitimó la segunda con el fin de ensalzar la primera, para luego reinstalar la desigualdad de la tradición a través de los privilegios revolucionarios, y destruir la desigualdad del esfuerzo matando la iniciativa de los ciudadanos. Estos reacomodan la cosa mediante la perversión de sus potencialidades en la corrupción, frente a un Estado que se prodiga en otorgar privilegios —una manera de corromper— por las lealtades.

Semejante discrecionalidad, en un país por demás improductivo, ha hecho de la corrupción nuestra segunda naturaleza.

Por último, la destrucción y deslegitimación de las instituciones escritas caracteriza la corrupción en Cuba: una conducta aprendida en la escuela de la revolución.

La corrupción arregla los papeles cuando es necesario y los desaparece, ante la fuerza mayor de la ganancia o del peligro, allí donde la revolución actúa, frente a ella, de manera similar. Ahora no han valido la administración, las instancias del Partido Comunista, mucho menos los sindicatos —que son las instituciones en las que se reconocen legítimamente los revolucionarios—, para resolver el problema de la corrupción.

Como siempre, la revolución sorprende con su técnica guerrillera, de las montañas, y despliega un ejército de bisoños que sólo lograrán posponer y refinar la corrupción. Un legado que, junto a la intolerancia, nos deja la Cuba de siempre: revolucionaria o no.

© cubaencuentro

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