Actualizado: 15/04/2024 23:17
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Literarura

El escritor invisible

Con El eunuco de mármol y otros cuentos, Roger Salas se confirma como un considerable narrador que aún aguarda la atención crítica que merece

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En su leído blog, el escritor peruano Iván Thays publicó semanas atrás un elogioso comentario acerca de la primera novela de un compatriota suyo. Un libro invisible, apunta, que existe, que está publicado, pero que es invisible porque ha pasado inadvertido para los críticos. Me gusta esa etiqueta ideada por Thays, y con su permiso la voy a tomar en préstamo para hablar sobre un autor invisible.

Me refiero, sin embargo, a alguien sumamente conocido, y no solo por quienes, como él, somos cubanos. Desde 1985 es el crítico de danza del diario español El País, considerado entre los diez mejores del mundo. Pero más allá del prestigio del órgano de prensa donde sus artículos aparecen con regularidad, es un crítico estupendo. Y soy parco al calificarlo: a juicio de Guillermo Cabrera Infante, se trata del “más importante y respetado del idioma”. Asimismo trabajos suyos se han publicado en revistas especializadas de otros países, así como en la Enciclopedia Treccani de las Artes. Pero aparte de su labor crítica, Roger Salas (Holguín, 1950), la persona a la cual me refiero, es autor de tres libros de narrativa. Tres títulos que, al igual que la novela del peruano a quien se refirió Iván Thays, hasta ahora no han conseguido la visibilidad que merecen.

Cuando emigró de Cuba en 1982, Roger Salas sacó parte de la abundante obra literaria que tenía inédita. Sin embargo, demoró bastante en lograr editar su primer libro. Fue la colección de cuentos Ahora que me voy (Leyendas cubanas de ayer y de hoy) (Libros del Alma, Madrid, 1998, 160 páginas). Dio a conocer después la novela Florinda y los boleros de cristal (Ediciones de la Tempestad, Barcelona, 2002, 242 páginas), cuyo manuscrito “tuvo que dividirse en dos sospechosos paquetes sin rotular y así peregrinó por aire y mar”, hasta que finalmente su autor pudo reunir aquellas páginas en Madrid. Su publicación estuvo avalada nada menos que por Guillermo Cabrera Infante, quien en el prólogo comentó: “Por una vez se puede decir que se trata de un libro único pero ahora es de veras único: variado, poderoso y sombrío”. Tras casi una década de silencio editorial y como si quisiese apostar por aquello de que a la tercera va la vencida, Roger Salas presentó a fines del año pasado El eunuco de mármol y otros cuentos (Editorial La Hoja del Monte, Valdemorillo, 2011, 212 páginas).

Hasta hoy para mí sigue siendo un enigma por qué el estreno como escritor de Roger Salas apenas tuvo repercusión mediática. Ahora que me voy es un primer libro con valores literarios muy satisfactorios, a los cuales se suma algo tan poco usual hoy como es el placer de la lectura. Los trece cuentos o leyendas, como prefiere denominarlos su autor, acumulan registros que van de la carcajada al patetismo y el llanto. Pasan de lo divino al sexo en sus modalidades y variantes más truculentas. Transcurren en su mayoría en el vértigo solar de la Isla, aunque unos pocos se ubican en escenarios lejanos. Por sus páginas desfila un variopinto elenco de personajes: presidentes, mariquitas, curas, solteronas, bailarines, chulos, policías, poetas y condesas antillanas. Pero por encima de ello, todos están escritos con idéntica soltura narrativa y con un gozoso sentido de la amenidad y la acción.

Eso se hace evidente tan pronto se comienza a leer el libro. Lo abre “El ara tricolor”, donde se cuenta la historia de la construcción del Capitolio Nacional, aunque no la oficial, por supuesto. En ese texto, comentó Cabrera Infante, Salas “se muestra maestro en una sátira que alcanza hasta los grupos escultóricos del edificio desde una narración descacharrante de sus estatuas”. En efecto, es un texto deliciosamente hilarante, y que constituye solo el preludio del festín que viene después. El humor domina también en “La condenación de las palabras”, “Primer destino de Olvidín Topacio”, “Anónimo cubano”, “Helados de pasión (El cordero, la lluvia y el hombre desnudo)”, “Anónimo habanero. La esquina de las Marías”, aunque en cada uno adquiere gradaciones y matices diferentes.

“Anónimo habanero” es una especie de manual de usos y costumbres del submundo gay capitalino, en una época que puede corresponder a los años 70. Tiene uno de los inicios más jocosos, insólitos e impúdicos que yo recuerdo haber leído: “Con una habilidad desconocida El Judío me tumbó en la colchoneta mojada, sujetó mis muñecas e inmovilizó mis tobillos con un lazo de sus pantorrillas. Era como tener un camión Pegaso encima —por el peso y por el olor—; empezó a moverse en una danza africana de dos tiempos hasta que con la punta del nabo encontró el ojo de mi culo dejándolo ciego, relleno y algo maltrecho. Entonces pude por fin decir esa frase de «y mi vida fue otra a partir de aquel momento», sobre todo porque le perdí miedo al asunto. De golpe me convertí de falócrata teórico a puta de parque”. En ese cuento, su autor incorpora un costumbrismo tamizado y sobre todo emplea una prosa de controlado y riguroso desmadre, que a mí me hace recordar al novelista español Eduardo Mendicutti. Es este un aspecto que está presente a lo largo de todo el libro. Incluso cuando recrea el habla popular, Salas cuida la expresividad en el estilo, pues es consciente de que el lenguaje es el verdadero y más auténtico territorio de un escritor.

El humor desvergonzado, aunque plasmado con estilo y creatividad en el plano lingüístico, pasa a tener un regusto amargo en “Primer destino de Olvidín Topacio”. Aquí estamos ante el relato en primera persona de una loca fea, calva y bastante madura, quien tras conocer en Cuba el socialismo real, viene a dar a la dura realidad del capitalismo real en España. Inicialmente, la vida se le pinta color de rosa en el paraíso de las mariquitas, los bares, las esquinas, el Parque del Retiro. Es apadrinada por un travesti que se aprovecha de su desconocimiento de aquel mundo y la hunde a su lado “con el cariño mortal de una mantis”. Trabaja luego atendiendo a un marqués que hallaba en la degradación un efecto gratificante, un verdadero orgasmo (“Sin culpa no tiene gracia, no sirve, no sube. No puedo participar si no sé de antemano que hago algo malo, muy malo”.).

Vuelve de nuevo al cerrado universo de los travestis madrileños y hace las veces de mucama, ayudante, vestuarista, lavandera. Luego prueba fortuna en Andalucía. Allí se une a un “empresario” que termina moliéndola a golpes. Hace amistad con un austríaco adinerado, que la mantiene. Pero la mala reputación del señor (le gusta tener sexo con niños mientras es penetrado con una verga de hule) hace que la loca pierda su empleo en una casa de baños. Al final, le toca regresar a Madrid. Lo hace con el último dinero que le dio el austríaco, antes de que a este le diera una embolia, y con un carnet de identidad perteneciente a otra persona. “Ya me había servido muchas veces y para mí era cosa olvidada los arreglos legales de mi permanencia en cualquier país”. Como declaró Salas cuando se publicó Ahora que me voy, “el libro tiene una parte de risa, pero es de mucho llorar, se endurece progresivamente”. Ese cuento así lo confirma.

Ni fresa ni chocolate

Por razones de espacio, no me puedo referir en detalles a cada de una de las trece narraciones. Sin embargo, no quiero dejar de dedicar algún espacio a “Helados de pasión”. En septiembre de 2007 le dediqué un trabajo que se publicó en este mismo diario, así que me limitaré a resumir algunas de las ideas que allí expuse. Salas establece un vínculo cordial y juguetón con el cuento de Senel Paz “El lobo, el bosque y el hombre nuevo” (en cambio, sobre Fresa y chocolate, el filme al que dio origen, tiene una muy mala opinión). En “Helados de pasión”, su autor propone precisamente el contrastar una historia ya conocida, al enfocarla desde otra perspectiva, desde otro punto de vista. Es a partir de esa premisa, como se pueden apreciar mejor los valores del cuento. No se trata, como un crítico apuntó de pasada, de una parodia del texto de Paz. Eso reduciría la narración a una simple imitación burlesca, algo de lo cual está muy lejos.

Varios son los cambios y transgresiones que Salas introduce. Por ejemplo, el anónimo narrador pronto se da cuenta de que Abel, el joven con quien establece una complicada danza de deseo y seducción, lo espiaba; que la grabadora con la cual se apareció un día con el pretexto de conservar su voz era en realidad un ardid para obtener una prueba oral de sus chistes, improperios y críticas ácidas a la revolución. Todo lloroso, Abel le confiesa que le han pedido que lo vigile. El narrador sabe cómo opera un Estado policial y totalitario y se muestra comprensivo: “Y lo harás; eres uno de ellos, Abel, pero, espero, por tu bien, que un día te olviden… y te dejen vivir”.

En cualquier caso, le expresa, una relación entre ellos sería imposible por otra poderosa razón: “La gran verdad es que tú y yo somos iguales. Nos gusta lo mismo. Ahora, hoy, aquí, hay una estúpida diferencia: yo soy fea y tú no. Pero el tiempo nos igualará (…) ¿Te acuerdas aquella vez que en el Museo de Artes Decorativas te enseñé esas dos sillas chippendale idénticas y te dije: ‘Mira, la de la izquierda es falsa, ¡falsa!, y la de la derecha es una joya original, pero hoy ya son iguales’. ¡Iguales! Pues eso mismo: somos dos cabronas locas chippendale”. En este y otros aspectos, Salas arremete con toda su artillería pesada contra Fresa y chocolate, que desde la primera escena (un añadido ausente en el cuento de Paz) y hasta el final de la película no deja de insistir machaconamente en la pureza heterosexual del joven revolucionario.

Pero en los textos que integran Ahora que me voy se abordan también otras temáticas. En algunos cuentos se narran historias que forman parte de las mitologías domésticas de la patria chica del autor. “La condenación de las palabras” se refiere al curioso y particular destino de una familia holguinera, los Paniagua-Del Rosal, cuyos miembros acumulaban durante generaciones una lista de desgracias que tenían las palabras como hilo conductor. “El tren de Cacocum” es un texto pautado por la evocación y la nostalgia: “Todavía no es la hora del primer tren-correo, pero ya cantan los gallos en las barracas de Fuamo, y su perro negro agita la cadena en el zaguán. Luego empezarán a cruzar veloces los vagones de melaza, los de ganado, y ya por la tarde cruzará el expreso hacia la capital, se detendrá unos minutos y los niños venderán naranjas y turrones de coco a las manos ansiosas de las ventanillas. Al oscurecer, en sentido contrario, vendrá el nocturno de Santiago, lento, fatigado, como si supiera ya que tendrá que atravesar las montañas”.

“Fechas patrias” y “La soñadora sin consecuencias” tienen como protagonistas a dos condesas. La de la primera de esas narraciones reside en Venecia, y el 20 de mayo de 1980 sorprende al narrador al pedirle que entonen el himno nacional cubano, cuando ambos se hallan en el café Florián. Tras escuchar a la orquesta interpretar la famosa pieza de Perucho Figueredo a ritmo valseado, le confiesa a su interlocutor que ha iniciado las gestiones para ir a morir en La Habana. Y le pregunta: “¿Sabe usted, tiene alguna idea de a quién debo escribir para que se interese? Apenas me quedan sobres rotulados, los reservo para esto desde hace mucho”. La condesa del segundo cuento vive obsesionada con algo que ni siquiera el dinero puede remediar: es fea. Se ha sometido a varias operaciones para tratar de rectificar lo que considera la venganza por excelencia de la naturaleza; pero solo ha conseguido no ser ya ella.

En su primer libro, Salas incorpora también su versión de una conocida historia que aparece en el Nuevo Testamento, “Sed de Herodías (Un auto bíblico bajo el sol antillano)”. En ese cuento, Juan el Bautista es un mulato lavado, “es decir, su piel era de color melaza”, que está en la cárcel falsamente acusado de delitos políticos. En este caso, la venganza de Herodías que da pie al asesinato de Juan el Bautista, se debe al deseo que despierta en ella la visión turbadora de aquel santo desnudo, que rechaza sus lascivas caricias. Voy a referirme, por último, a “Ira de Próculo”, el cuento más desolador y triste de toda la colección. Su personaje principal es un hombre nacido en una familia acomodada, que en su juventud ensayó toda suerte de actitudes rebeldes, iconoclastas y anarquistas para liberarse de esa losa. Tras esos fallidos ensayos y con un prematuro cansancio para su edad, se rindió. Asumió entonces una defensiva indiferencia por los hechos y las personas, y su existencia se convirtió en un pequeño infierno, en una trampa incomprensible. De haberlo conocido, seguramente Augusto Monterroso y Bárbara Jacobs lo habrían incluido en su Antología del cuento triste.

Una imaginación más fantástica y desenfrenada

Pese a que Ahora que me voy daba cuenta del buen manejo narrativo del autor, de su habilidad para conducir las tramas, registrar lenguajes y construir personajes, inexplicablemente pasó inadvertido para colegas y críticos. Lo mismo ocurrió con su novela Florinda y los boleros de cristal, de la cual no me ocupo en este trabajo por razones de espacio. Al final del texto que le sirve de prólogo, Cabrera Infante apuntó sobre esa obra: “Ojalá que encuentre los lectores que se merece. Si no, como dijo Hemingway, todos los lectores que encuentre serán merecidos”. Me pregunto si ese deseo se cumplirá, por fin, con el tercer libro de Salas, que salió de la imprenta hace pocos meses.

El eunuco de mármol… reúne once narraciones. Ocho son inéditas y las otras tres provienen de la anterior colección. Cada una va precedida por una nota, en la que Salas revela fuentes, circunstancias y lugares en donde fueron escritas, referencias culturales y literarias que manejan, personas a las cuales están dedicadas. Cuando lo presentó en Madrid, el autor confesó que desde niño soñó con publicar un libro con ilustraciones. Ese sueño se ha visto cumplido ahora, pues siete artistas plásticos crearon dibujos y cuadros que acompañan cada uno de los cuentos.

Entre estos textos y los de la colección anterior, se advierten diferencias notorias. Si en aquellos los escenarios eran predominantemente cubanos, unos cuantos de estos tienen lugar en Italia, e incluso hay uno cuya acción transcurre, en buena parte, en las selvas de Angola, durante la guerra en la que tomaron parte soldados cubanos. Asimismo la imaginación del autor es mucho más fantástica y desenfrenada, lo cual se plasma en historias tan estrambóticas como las narradas en “El eunuco de mármol”, “Destino y palabras” y “El viaje a Roma Sanguinosa”. También se nota un cambio en el plano estilístico, que es ahora más barroco y está cargado de referencias musicales, pictóricas y arquitectónicas (unas reales, otras inventadas, algunas trasladadas de sitio), así como de términos italianos.

El primer cuento, que además da título al libro, es un buen anticipo de lo que el lector hallará después. Tiene como personajes a tres monjas que están bajo las órdenes de un oscuro diácono a quien le gustaban los olores, “especialmente los que se añejan en un sobaco, en la entrepierna, en la raja del culo o entre los dedos de los pies”. La llegada a la iglesia donde viven de un joven moro de belleza turbadora, cambió todo de una manera profunda, aunque solo expresada bajo el palio rumoroso de las oraciones. El crujido del catre hasta altas horas de la noche fue para las tres mujeres la primera evidencia de por qué el cura no volvió a tocarlas. El intruso terminó despedazado, puesto a cocinar y dado de comer a los vagabundos que diariamente acudían a la iglesia. Entre estos se corrió la voz de que ahora el condumio era más sustancioso y energético. En cuanto a las monjas, ni tuvieron remordimientos, ni hablaron de pecado. En su obcecado razonar pensaron que el joven mártir había sido útil, pues sirvió para “alimentar a los que, desgraciados como él mismo, habían escogido un camino equivocado”.

Al igual que en ese cuento, hay otros en los que Salas muestra su antipatía por los sacerdotes. Ese anticlericalismo adquiere pleno protagonismo en “El viaje a Roma Sanguinosa”, cuya trama se ubica en un futuro hipotético. Las guerras y las migraciones han provocado una resurrección de la Iglesia y llevó a las multitudes a “la ceguera de las liturgias, los credos y las más extravagantes devociones”. En ese contexto, “las presiones políticas y conciliares eran enormes; las luchas fratricidas entre órdenes, encarnizadas; las conspiraciones tras los retablos, escandalosas”. Fray Maurilio de Las Espinas, un iluminado indígena del altiplano boliviano, a quien el Opus Dei (“ya entonces dueños de todos los bancos cristianos, de los satélites globales y de las televisiones”) considera un intruso sudaca a medio evangelizar, aspira a ser beatificado.

Ha fundado una orden y asigna a cuatro de sus jóvenes sacerdotes la misión de convencer a las comisiones y congregaciones que deben aprobarlo. Sin embargo, los métodos que estos emplean, y nunca mejor dicho, no son muy católicos que digamos: “Y los curas se desnudaron velozmente, colocándose sin requerimiento alguno en la misma pose del gran lienzo, pero con un notable grado de excitación, rozándose. Después todo sucedió muy rápido. Los dos curas jóvenes ahogaron al decrépito pintor con una almohada costrosa. Después le mearon encima y le escupieron varias veces; follaron frente a él sin pensar que un muerto les veía. Cosme incluso se corrió sobre su frente ajada y muerta y le metió el cabo de un largo pincel por una oreja cuando creía que ya estaba cadáver, pero al llegar al cerebro el palo, las piernas del cura bailaron como las de un pelele goyesco”.

Amplio abanico temático

Muy distinto a los textos antes mencionados es “Cita en la Casa de Espejos”. Pertenece a esos cuentos tristes que Salas sabe escribir con similar talento. Como expresa el narrador al inicio, se trata de una de esas historias que no se pueden dejar de contar, “pues intuyes que por detrás está vibrando algo auténtico y si no real, por lo menos verdadero”. Sus protagonistas son dos jóvenes que se conocen en La Habana, a comienzos de los años 70. Uno era un guajiro bonito y espigado que pertenecía al Ballet Nacional de Cuba. El otro, un chico vasco que siempre se mostró elusivo. Dos personas que “nunca pudieron sentirse entre ellos ni compañeros ni camaradas en su amor clandestino y mucho menos en sus respectivos entornos, donde ser maricón era ya una condena”.

Por su temática, el cuento más insólito del libro es “Vodka & Ron”, que de acuerdo a su autor, al inicio se llamaba “Noche cubana”. Y señalo lo de insólito, porque difícilmente podría uno suponer que Salas pudiera escribir una narración que, en buena parte, se desarrolla en una trinchera donde coinciden varios soldados angolanos, un ruso y un mulato cubano. En ese paisaje bélico, los dos últimos establecen una relación que continúa cuando ambos resultan heridos y son trasladados en el mismo barco hacia La Habana. Ya en la Isla, el vínculo amistoso se extiende a sus esposas, y desemboca en una madeja de mentiras y engaños mutuos. La cita de Apocalypse Now Redux que aparece al inicio, no es casual. En su escritura, Salas ha incorporado elementos cinematográficos. Así, el texto está dividido en diez escenas y en el mismo hallamos fragmentos redactados a la manera del guión para una película: “Oscuro. Pero antes de este fundido a negro, a Boris le dio tiempo aún a decir una frase (en ruso) que nadie entendió ni respondió:// —¿Tú sabes por qué estamos aquí?”. (Esta última frase, por cierto, adquiere un significado adicional, al aparecer repetida en distintas situaciones a lo largo del relato.)

El eunuco de mármol… despliega, en fin, un abanico temático mucho más amplio de lo que este trabajo alcanza a ejemplificar. Completan el libro “Vendaval en el puente del diablo”, “El esturión de plata” y “El violín del diablo”, además de “El ara tricolor”, “La condenación de las palabras” e “Ira de Próculo”, que anteriormente habían aparecido en Ahora que me voy. Salas demuestra de nuevo su innata capacidad para inventar y contar historias, su esfuerzo estilístico, su cuidado por el lenguaje y su agilidad narrativa. El libro, en conjunto, es sumamente atractivo, aunque como casi siempre suele ocurrir en las colecciones de este tipo, algunos cuentos son mejores y poseen más enjundia. Eso sí, de ninguno se puede decir que sea descartable, pues todos están bien narrados y se ajustan con bastante precisión a las reglas básicas de la narrativa breve.

Conviene hacer, no obstante, un aviso para navegantes. A su autor le importa un comino la corrección política, y eso puede no agradarle a aquellos que la acatan y aplican. En una entrada en su blog dedicada a reseñar la presentación de El eunuco de mármol…, el escritor español Juan Cruz recomendó su lectura con esta advertencia: “La repetición de situaciones de sexo inmisericorde puede resultar hiriente, incluso aburrida, según los condicionamientos del lector”. En realidad, no pienso que esas situaciones sean tantas, pero en esto intervienen los criterios y gustos personales. Lo que seguramente ha de molestar a algunos es que quienes las protagonizan son personas del mismo sexo. Y sobre todo, que esas escenas estén descritas con tanta desinhibición y desenfado.

Asimismo para otros los cuentos de Salas han de resultar políticamente incorrectos por incluir personajes y estereotipos que, dentro del propio mundo homosexual, no son bien aceptados. Me refiero a lo que se conoce como mariquita o “loca”, que de acuerdo a una opinión, ignoro si muy generalizada, daña el respeto de esa comunidad. Eso por no hablar de aquellos que se rasgarán las vestiduras y pondrán el grito en el cielo por el tratamiento que reciben los representantes del clero. Con todo esto quiero decir que la narrativa de Roger Salas no es apta para todos los gustos y demanda lectores cómplices. Pero quienes lo sean, en Ahora que me voy y El eunuco de mármol y otros cuentos tendrán garantizado un banquete.