Carlos Espinosa, Recuerdos, Literatura
Obligada lectura
Lo que siempre más me impresionó y admiré de Carlos, de Carlitos, fue su entrega a los múltiples proyectos que se traía entre manos, proyectos en los que trabajaba en solitario, sin ningún tipo de apoyo institucional o expectativa de remuneración
No llegué a conocerlo lo suficiente para decirle “Carlitos”. De hecho, si la falible memoria no me falla esta vez, nunca nos vimos. Y no obstante fuimos amigos a lo largo de treinta años, una de esas amistades a distancia que a veces son las más necesarias.
La primera vez que hablamos yo estaba en mi casa en North Carolina, igual que ahora, sentado en este mismo butacón. Corrían los años 90. Alguien le había dado mi teléfono y me llamó para pedirme algunos datos sobre escritores cubanos del exilio, esos peregrinos en comarca ajena a los que dedicó uno de sus libros más significativos. Por esa época Carlos vivía en Miami y se ganaba la vida mal que bien mientras terminaba el doctorado en Filología Hispánica en Florida International University. A esa conversación siguieron muchas otras, primero por teléfono y desde su desplazamiento a España, por email.
Recuerdo su alegría, o más bien su alivio, cuando pudo jubilarse de su cátedra en Mississippi State University, un lugar enajenante para él, como para cualquiera que haya nacido en el más profundo sur (el nuestro). Recuerdo también su ansiedad, recién instalado en Aranjuez, cuando el cheque de la pensión norteamericana no acababa de llegar. Por fin llegó, después de exasperantes trámites para desenredar la madeja burocrática.
Lo que siempre más me impresionó y admiré de Carlos, de Carlitos, fue su entrega a los múltiples proyectos que se traía entre manos, proyectos en los que trabajaba en solitario, sin ningún tipo de apoyo institucional o expectativa de remuneración. Me lo imaginaba en su casa de Aranjuez rodeado de fotocopias, hurgando aquí y allá en la web, para preparar las antologías de ensayos de Ichaso o Varona. Sin tener razón para serlo, fue muy generoso al comentar mis libros.
La última vez que nos comunicamos, hace varios meses, fue a propósito de uno de esos proyectos, una secuela de El peregrino en comarca ajena sobre escritores cubanoamericanos cuyo título iba a ser “Dreaming in Cuban / Vivir en inglés”. Revisé y le comenté el archivo con la bibliografía, pero, por desidia y distracción, no leí el que contenía el borrador, que todavía duerme en algún rincón de mi desordenado ordenador. Cuando me llegó la noticia de su muerte, que no esperaba, después de asimilar la nefasta sorpresa, lo primero que pensé fue: “coño, y todavía le debo la lectura de su libro”. Ahora que ya no está, la retrasada lectura se ha vuelto obligación.
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