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Obra, Carlos Espinosa, Recuerdos

Carlitos Espinosa, el buzo impenitente

Regresó a España y se dedicó en cuerpo y alma a su pasión cubana, que compartía con el cine europeo y la cultura rusa

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El tocayo —como nos llamábamos el uno al otro— se ha ido sin molestar; coherente con su estilo de intentar pasar desapercibido para no perder tiempo, evitar polémicas estériles y consagrarse al buceo inteligente de la República cubana, el teatro, el cine y la literatura de cualquier lado, siempre que lo conmovieran y fueran útiles.

Carlitos Espinosa encontró una manera de decir propia, que combinaba el rigor y la honestidad intelectual con la delicadeza de no herir ni ofender, porque antes de incordiar, prefería obviar la reseña, aunque permaneciera anclado a la butaca del cine hasta el The end, en el teatro hasta que bajara el telón y no cerraba el libro hasta que no llegaba a la última página.

Creo que lo conocí en su cuarto de derrota de la portería que llevaba con eficacia y pulcritud en aquel Madrid de los primeros noventa; cuando empezó la arribazón de los damnificados por el Período especial en tiempos de paz y la tiranía —siempre oportunista— desató una ola de arqueología cultural interesada para lavarse la cara y suavizar quinquenios grises, parametrados y tantos atropellos que, como las penas que matan, se agolparon sobre el alma cubana.

Juntos —con Pío E. Serrano y en una furgoneta— mudamos el almacén de Verbum a unos de los sótanos de la calle Eguilaz, bajo una lluvia que mojaba, pero no empapaba y en el almuerzo me contó que combinaba su trabajo de portero con otro de camarero en una pizzería cercana; sin dejar de pensar una Cuba diferente y pergeñar un catálogo trascendente, rico y plural. Ya era un investigador reconocido, incluso en España, pero de su madre había aprendido el hábito del trabajo disciplinado y constante.

Nunca se quejaba y convertía cada visita en una pequeña fiesta de Coca Cola y patatas fritas, hasta que un día me anunció que marchaba a Estados Unidos para estudiar y seguir indagando en La cura que quisimos, partida que celebramos en una fonda de la calle Cardenal Cisneros, donde disfrutó de una merluza y un flan casero y regamos la despedida con cava.

Al menos una vez, creo recordar que volvió de vacaciones y me contó sus quebrantos con el frío de New Jersey y su pasión por las completas de un supermercado de dominicanos, que le quedaba al cantío de un gallo de su primera casa estadounidense; en cuanto pudo, bajó a Miami y matriculó un doctorado en su universidad internacional, a la que acudía en guagua y se extasiaba con la biblioteca cubana, donde repescó y descubrió hitos y joyas que reafirmaron su compromiso con la Cuba que no pudo ser.

No contento con dos exilios, emprendió el tercero en Misisipi, donde aprendió a manejar, se compró su único carro y aguardó el tiempo necesario para juntar pensiones española y estadounidense, regresar a España y dedicarse en cuerpo y alma a su pasión cubana, que compartía con el cine europeo y la cultura rusa y de sus antiguos satélites; a la vuelta de sus cortos viajes a Leningrado, Tallin, Georgia o Azerbaiyán, quedábamos a almorzar y él se ponía a chacharearme sus descubrimientos.

En una de esas comidas, que usé para entrevistarlo, a lo que se negaba con vehemencia, pero pude sobornarlo con una mousse de guanábana por duplicado, pues pedí a Rafael, del restaurante Havana Blues, que le pusiera otra ración para llevar, me aseguró:

“Cuando acometo la redacción de un libro propio o una compilación de textos ajenos, no me guío por gustos personales o afinidades intelectuales, sino por la utilidad que ese proyecto pueda tener (…) Concibo mi labor investigativa como un servicio público, si cabe llamarlo así, y en ese sentido trato de que no intervengan factores subjetivos, como son las simpatías y las fobias. Alguien puede preguntar por qué no he hecho con figuras como Nicolás Guillén o Alejo Carpentier lo mismo que he hecho con Lezama Lima, Manet, Mañach, Baquero o Novás Calvo. Sencillamente porque son escritores de los que no queda nada inédito por publicar”.

Tuve la ocurrencia de comentarle que Sergio Carbó, en calidad de secretario de la Junta Revolucionaria y representando al partido ABC, había firmado el ascenso de Batista a coronel y ese dato nos llevó a un intercambio sobre la prensa cubana de la primera mitad del siglo pasado.

Durante la entrevista-almuerzo, me reveló que sus problemas con el castrismo comenzaron cuando cursaba el octavo grado y lo excluyeron un año del sistema educativo y resumió su avatar con una frase muy suya: En Cuba no se cansaron de demostrarme que era una persona non grata.

A partir de aquella comida, comenzó a bucear en la prensa cubana republicana y de ahí salieron sus miradas a Lino Novás Calvo, Enrique José Varona, Jorge Mañach, Ramón Vasconcelos y Rolando Masferrer; aunque de estos dos últimos, su prematura muerte impidió que avanzara en la investigación; pospuesta hasta su siguiente viaje a La Habana, donde conocería a Newton Briones Montoto y a Gustavo Robreño Dolz, pero primero murió Newton y ahora Carlitos.

El martes 2 de julio, fue la última vez que hablamos sobre un texto mío para CUBAENCUENTRO y me aseguró que se sentía bastante bien, pero su voz no tenía el vigor ni el timbre que empleaba cuando me llamaba para comentarme sus encontronazos con las compañías de gas y teléfono o su dolor por la ruina de Cuba.

La neuropatía en ambas piernas y de la que se trató en la sanidad pública y privada españolas, lo sumió en una melancolía agridulce y —en nuestra última comida en Aranjuez, su cuarto exilio— apenas sonrió y a los postres, que pidió uno de chocolate que lo fascinaba, me soltó:

Esta enfermedad es una desgracia porque me ha venido cuando más estaba investigando y descubriendo cosas de Cuba que importan y hay días que no tengo ganas ni de levantarme, pero me pongo los tenis y voy al gimnasio, vuelvo a casa y me pongo a trabajar. Quizá un día me llames y no conteste al teléfono…

Como no le hice el swing que esperaba a su quebranto, me limité a recordarle que debía someterse a una prueba genética pendiente y recordé las veces que no cogía el móvil, y reaccionó, sacudiendo su torso y calándose la gorra: Tú crees que merece la pena vivir así…


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