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El Miguel Hernández no tan conocido

El célebre poeta español ha sido casi ignorado como notable decimista

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Eliminado físicamente por el franquismo en una cárcel de Alicante, antes de cumplir 32 años —tronchando así un talento y un vigor líricos excepcionales en la poesía hispana del siglo XX—, Miguel Hernández (1910-1942) ha sido casi ignorado como notable «poeta-decimista de más aire», parafraseando su mejor pieza teatral, El labrador de más aire (1937), donde se lee mayor cantidad de espinelas, como en Pastor de la muerte (1937), en cuyos tercer y cuarto actos también incluiría.

Justamente, en esta manifestación comparte sus estrofas con las que aparecen en su obra lírica, las que sumadas, en conjunto, no conforman una cifra numerosa, pero por su altísima calidad merecen la necesaria atención. Más, vayamos por partes.

Autodidacto ejemplar, tuvo la oportunidad de ser adoptado y adaptado por un excelente grupo de poetas-mecenas de la Generación del 27, como entre otros Rafael Alberti, Jorge Guillén y Vicente Aleixandre, así como dos no menos grandes latinoamericanos: el chileno Pablo Neruda y el argentino Raúl González Tuñón, colegas con los que tendría y mantendría particular amistad que tanto le favorecería para su asombroso desarrollo intelectual y especialmente poético. Un primer tutor en su natal Valencia había tenido el poeta en su fraterno Ramón Sijé, al que dedicaría una sentida “Elegía” en su tercer poemario El rayo que no cesa (1934-1935). Sería el propio Sijé, quien en el prólogo a Perito en lunas (1933), su primer libro de versos, ya define de algún modo la inminente poética del que sería más tarde el oriolano universal al expresar que «su poesía, con musculatura marina de grumete es, tan sólo, transmutación, milagro y virtud».

Con razón subraya Andrew Debicki que, si bien el poeta se inició «bajo el mismo signo vanguardista y gongorino» propugnado por la Generación del 27, es incluido sin embargo por muchos estudiosos en la del 36: la que le corresponde por edad, ya que los del 27 habían nacido entre diez y quince años antes.

Él traspasa y cruza, como el rayo que no cesa, por el simbolismo, gongorismo, vanguardismo, surrealismo y lo social, sin olvidar su temprana inmersión en la escena y posteriormente en el periodismo durante la guerra republicana. Con ello, «revela una trayectoria inusitada, diferente de la de los más conocidos del 27, pero más complicada y rica que la de los del 36».[1]

Gracias a su afán de conocimientos, unido a un talento impar para la creación poética y a su absorbente lucidez, se impregnaría de todos los estilos que descubriera entre sus tutores del 27, tan bien provistos y que lo acogen, asombrados de la gracia lírica y la intuición del joven rústico.

Él, en consecuencia con sus dones y lo que aprende rápidamente en inusitada hambre de lecturas, devuelve una insólita obra, con la que, tras igualarse a sus más brillantes colegas del 27, sobrepasa, en apenas un haz de exiguos años, algunas de las poéticas de los del 36. De ahí que el propio estudioso afirme que, en tal sentido, Miguel Hernández «trasciende cualquier ubicación dentro del esquema generacional tradicional, a la vez que ejemplifica diversos rasgos importantes de una época muy compleja de la poesía española».[2]

Por ello, además, Debicki concluye su ensayo de esta suerte: «Figura de transición y agente de cambio más que miembro de cualquier generación, Hernández ilustra un pro-ceso central de la literatura española del siglo XX.»[3]

Pero volvamos a su avidez intelectual y especialmente poética, que lo lleva a leer y estudiar en muy breve tiempo los clásicos, los modernos, sus contemporáneos, la prosa y, por supuesto, la dramaturgia, su temprana pasión que, como la poesía, sólo la muerte le haría abandonar.

Así, del metafórico y vanguardista Perito en lunas (1933), pasa velozmente al conceptualismo de Imagen de tu huella (1934) —primera versión de El silbo vulnerado (1934)—; luego, con idénticas celeridad y pasión, a la tragicidad de El rayo que no cesa (1934-1935), para, posteriormente, escribir, acorde con la épica que le reclama la República, el apasionado Viento del pueblo (1937), continuar con su cercano El hombre acecha (l937-1939) y, finalmente, concluir tan deslumbrante creación con su exuberante fresco poético Cancionero y romancero de ausencias (1938-1941) que, escrito en la cárcel, recoge con plena madurez su praxis con lo mejor del verso en nuestra lengua, al tiempo que lega a España y al mundo su magna obra, una de los esenciales que tuvo su patria en el XX.

Se trata, pues, que de los clásicos (Garcilaso, Manrique, Herrera, Góngora y Quevedo, así como de Lope y Calderón, cuyas obras tanto influyen en su intenso teatro), como de su apego y asimilación directa de las poéticas de los del 27 (entre los que descubre a un insólito prosista: el Gómez de la Serna de las agudas greguerías), el poeta extrae, ayudado por su talento singular, la savia de su creación, en un proceso de asombrosa apropiación, que lo ubica, por derecho propio, entre los más altos nombres de la poesía hispánica en la pasada centuria, junto a Antonio Machado, Federico García Lorca y Rafael Alberti.

Ya Perito en lunas, mostraba este proceso en cuanto a los modelos formales, que no temáticos, de Góngora, tal bien ha señalado Serge Salaün. En esa «práctica gozosa de las palabras y de las formas», está el intríngulis, el quid esencial del talento poético de Miguel Hernández. Ello se ampliará, enseguida, en los siete textos de El silbo bien vulnerado y en El rayo que no cesa, donde «refinará el aprendizaje, en particular el de las formas métricas, de la estrofa (el soneto, la décima), de la rima, es decir, todo el aparato arquitectónico rehabilitado por los años 20 y siempre con el mismo ‘júbilo’ [...] y sobre todo con la misma exigencia de tecnicidad y de modernidad».[4]

Décimas en su poesía

Las ciento cuarenta y seis décimas que escribiera el poeta se incluyen en dos secciones de sus Obras Completas en dos volúmenes: Poesía y Teatro (Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1977). En general, no se observa en ellas afán de innovación formal, sí de contenido, algo lógico en quien estaba degustando el placer que le proporcionaba el dilecto hallazgo e inmediato ejercicio escriturario de una de las estrofas preferidas por su amado Lope de Vega, quien, como se sabe, la denominara de una vez y para siempre espinela, en honor a su creador, el rondeño Vicente Espinel.

En dicha edición —primera sección, en «Otros poemas (1933-1934)», tras Perito en lunas— integra tres en “Mar- profundo y superficial” y veintitrés en la sección justamente titulada “Décimas”. En la segunda sección, “Otros poemas (1935-1936)”, tras El rayo que no cesa, integra tres décimas con estrambote agrupadas bajo el título de “Epitafio desmesurado a un poeta: Julio Herrera y Reissig”. Asimismo, en Viento del pueblo (1937), incluye las cuatro de “Rosario, dinamitera”. O sea, apenas un conjunto que suma treinta y tres textos, aunque, como ya apunté, sí escribió otras para las mencionadas obras escénicas, como ya veremos.

Los temas de estas décimas son variados, si bien las que se incluyen tras Perito... parten de la naturaleza, desde “Mar–profundo y superficial”, dividida en tres: “Ondas”, “Espumas y conchas” y “Sales y espumas”, todas de calidad, en particular la primera, “Ondas”, que no me resisto a transcribir:

La medida de tu hondura
tu superficie la marca
con una ambición: la barca,
propensa a la desventura.
Inclusive en tu hermosura,
exclusividades rondas.
Altas alusiones, ondas,
productos de tus vaivenes,
hacen que luzcan rehenes
y libertades escondas.

Con lirismo que le proporcionan los rasgos simbolistas y vanguardistas, el poeta alude al peligro que entraña el mar: “...la barca, / propensa a la desventura”, así como al misterio que siempre emana de sus peligrosas profundidades: “Altas alusiones, ondas, / productos de tus vaivenes, / hacen que luzcan rehenes / y libertades escondas.”

La sección “Décimas” integra temáticas variadas, igualmente en conjunción con la naturaleza, en este caso la flora: Mencionaré varios títulos que servirán de ejemplos: “Primera piel-de almendra”, “Flor-sin nombre”, “Chumbo-del todo”, “Flor-de almendro”, “Rosa-entre páginas”, “Fruto-querido y no”, “Higos-sazón y hojas”, “Horca-de vid”, “Limonero-conmigo al pie”, “Azahares-lunándose”, “Clavel-aún en rehenes” y otros.

Me parece oportuna la transcripción de “Hermosa-con-crecientes”, en la que —como acontece en Imagen de tu huella (l934), primera versión de El silbo vulnerado, también de 1934 y de El rayo que no cesa (1934-1935)— el erotismo deviene sutileza: “No tengas ningún creciente / de hermosura en tu hermosura; / ¡ay!, sé hermosa simplemente, / patria de mi calentura. / No se eleve a más altura / cada instante de tu faz. / Ya que tu hermosura en paz, / sin plenos, me desespera, / déjala a lo raso, haz / que no se colme guerrera.”

En la segunda sección de “Otros poemas (1935-1936)”, están, tal ya apunté, las dedicadas a Julio Herrera y Reissig (1875-1910), en las que sugiere aspectos de la vida y el complejo carácter del lírico uruguayo, inadaptado con el mundo de su época. Por ello, tan bien lo retrata el poeta oriolano:

Nata del polvo y su gente
y nata del cementerio,
verdaderamente serio,
hace verdaderamente.
No sé si en su hirviente frente,
manicomio y calabozo,
aún resplandece algún trozo
del relámpago bermejo
que enloqueció en su entrecejo.
Quiso ser trueno y se quedó en sollozo.

Se incluyen, en Viento del pueblo, las cuatro de “Rosario, dinamitera”, en las que, con ímpetu y gallardía, alude, admirado, a las hazañas de la heroína que perdiera la mano. Son emotivas décimas por el vínculo directo del Poeta (entonces Comisario de Cultura de la 46 División militar) con la lucha en la que enrolara hasta su vida que finalmente perdiera. La belleza y la eficacia casan aquí para ofrecer un breve haz de estrofas de indudable calidad. Ante la osadía no común de la joven voluntaria («sólo yo iba como chica», testimoniaría ella en 1992), el poeta escribe en la tercera: “¡Bien conoció el enemigo / la mano de esta doncella, / que hoy no es mano porque de ella, / que ni un solo dedo agita, / se prendió la dinamita / y la convirtió en estrella!”.

Décimas en su teatro

En sus dos piezas teatrales ya mencionadas incluye décimas. Así, El labrador de más aire, tiene 35 en el primer acto y 32 en el segundo. Y Pastor de la muerte, 14 en el tercero y 19 en el cuarto. Como se sabe, los versos en el teatro están en función de los monólogos (recordar el clásico de La vida es sueño, de Calderón que, llevado a escena en muchos países por grandes actores, en Cuba lo hizo años atrás el gran Vicente Revuelta, en uno de los Festivales Nacionales del Monólogo), diálogos e, incluso, discursos cruzados entre varios personajes. La intención de los poemas, en este caso décimas, debe estar en dependencia de la trama de la obra, a la que apoyarán en sus máximos requerimientos técnico-dramatúrgicos. Si el poeta-decimista no posee el talento imprescindible ni domina la técnica, el resultado no funcionará y el esfuerzo será en vano. Los clásicos dieron el mejor ejemplo en tal sentido, y no sólo Calderón y Lope, a algunas de cuyas obras sí tuvo acceso el Poeta.

Su filiación con el teatro del segundo la demostraría con su conferencia del 27 de agosto de l935: «Lope de Vega en relación con los poetas de hoy», leída en la conmemoración por el tercer centenario de la muerte del gran poeta de Fuenteovejuna, obra que tanto influyera en él, tal se advierte en su apego por «la gente de la tierra» como él, lo que mucho admiraba en el Fénix de los Ingenios. Y así lo confiesa ya al final de su mencionada exposición, al precisar que «siempre estuvo con la gente de la tierra: el labrador, el hortelano...».

Su clara intención educativa con las tablas también la dejaría expuesta en las siguientes palabras: «El poeta es el hombre más expuesto a todas las bajezas y las grandezas, ha de ponerlas en teatro, condenando unas por condenarlas en él y en los demás y exaltando otras para que abunden en los demás y en él con más frecuencia...» Y en estas, igualmente, acentuaría dicha inclinación, añadiendo su preferencia por el cine: «El cinema es la sombra, el sueño de la vida; el teatro, su realidad palpable, voluminosa, grandiosa, radiante».

Sí pudo leer y estudiar a los grandes poetas, lo que no aconteció así con el teatro de su época que, al margen de ser leído, debió haber visionado y, sobre todo, conocido técnicamente. Por supuesto, que tal no pudo hacer el Poeta por su precaria e invariable situación económica y su alejamiento de las pocas ciudades que en los escasos teatros de la época presentaban no siempre valiosas puestas.

Sin embargo, como afirman varios especialistas, su temprana vocación escénica le haría cifrar sus primitivas aspiraciones literarias no en la poesía, sino en el teatro, sin duda bajo el estímulo de las representaciones que disfrutaba de muchacho. Incluso Francisco Javier Díez de Revenga y Mariano de Paco[5] apuntan su temprano interés y filiación con la escena, manifestados antes que por su poética. Lo evidencia su integración, con jóvenes amigos oriolanos, al grupo teatral La Farsa, donde Miguel es actor aficionado en dramones como Juan José, de Joaquín Dicenta y Los semidioses, de Federico Oliver.

Ya por esa época iniciaría sus primeros ensayos dramatúrgicos con La gitana, en cinco actos, finalmente perdida. Además, durante sus primeras lecturas poéticas, se apoyaba en carteles dibujados por Francisco Die, así como empleaba una gestual, aunque expresiva teatralidad, como un moderno juglar, según testimonios de sus contemporáneos, como Carmen Conde. Influye en tal vocación y entusiasmo por la escena haber conocido a García Lorca en la Murcia de 1933, cuando el gran poeta y dramaturgo allí representara obras clásicas con La Barraca.

Parejamente con su poesía por entonces, su dramaturgia se inclina hacia un teatro hiriente y breve: un teatro de guerra, según lo confiesa en su «Nota previa» a Teatro en la guerra (1937), con cuatro obras «de compromiso»: La cola, El hombrecito, El refugiado y Los sentados. Escribe también Pastor de la muerte (1937), donde incluye un decisivo personaje («El Cubano») que retrata a su amigo, el narrador y periodista Pablo de la Torriente Brau, al que dedicara además su formidable “Elegía segunda”, incluida en Viento del pueblo.

Pero sólo sería en 1935 cuando —al parecer influido por los actos en recordación de Lope de Vega en el tercer centenario de su muerte— comienza a escribir su mejor pieza: El labrador de más aire, en la que se aprecia el tema que tanto lo acuciara por haberlo sufrido en carne propia: los problemas de la tierra y de amos y trabajadores, sólo que tamizado, con su invariable talento, por un tono «intimista-amoroso» que suaviza dicho tema mediante eficaces espinelas. De ahí que lo más significativo aquí es que, aunque no posee los suficientes conocimientos técnicos, por su dominio de la décima el Poeta logra crear una pieza convincente que mucho recuerda la pericia y la gracia del verso de su maestro Lope. Veamos una muestra de lo que digo en la respuesta que da Encarnación a Blasa, quien le pregunta: “¿Cómo te ha dado ese amor?”, y responde la joven: “No sé ni el cómo ni el cuándo: / sé que me hallé suspirando / un día a su alrededor./ Sé que le vi en la labor / un día de primavera: / labraba de igual manera / con el arado el barbecho / y con el vigor del pecho / el lienzo de su pechera.”

Coda

Como se habrá podido apreciar, la décima de Miguel Hernández goza del suficiente mérito como para no ser ignorada ni olvidada en las valoraciones de su contundente Poesía. Distribuidas en su obra poética o en función de sus piezas escénicas, sus estructuras poseen la necesaria calidad que sitúa a su autor, sin duda alguna, entre los más valiosos exponentes de esta estrofa de raigambre hispanoamericana, mas ya de aliento universal.



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