Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Literatura, Librería

Exhumación de la historia

En los Relatos de Kolimá no hay amor al prójimo, ni piedad, ni devoción. Nadie encuentra allí su comunión con Dios ni su libertad

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Cualquier volumen de geografía nos dirá que Kolimá es la zona más remota de Siberia Oriental, entre el Ártico y el mar de Ojotsk. En realidad, es el último círculo de un infierno helado, el Gulag, acrónimo de Glávnoie Upravlenie Lagueréi, Dirección General de los Campos, como nos cuenta Varlam Shalámov en sus Relatos de Kolimá —volumen I, volumen II (La orilla izquierda), y volumen III (El artista de la pala), publicado por la Editorial Minúscula (Barcelona, 2007, 2009 y 2010).

Rusia tiene una larga tradición carcelaria, que ha generado su propia literatura. Pero Apuntes de la Casa Muerta, de Dostoievski, parece una novela romántica en comparación con la realidad que rezuma el libro de Shalámov. La prisión aquí no es un camino de purificación, como anotaba Solzhenitsin, quien escribió en su Archipiélago Gulag: “Tu alma, antes seca, ahora rezuma con el sufrimiento. Aunque no ames al prójimo al estilo cristiano, la devoción se abre camino en tu corazón y comienzas a aprender a amar a los que te rodean”. Y más adelante: “El sentido de la existencia terrena no es la prosperidad (…) sino el desarrollo del alma. Desde este punto de vista, nuestros verdugos recibían el más terrible de los castigos: descendían al nivel de las bestias, se deshumanizaban. Bien podemos afirmar que ellos eran los verdaderos prisioneros del Archipiélago. (…) Nosotros allí encontramos nuestra libertad”.

En los Relatos de Kolimá no hay amor al prójimo, ni piedad, ni devoción. Nadie encuentra allí su comunión con Dios ni su libertad. En estos 101 cuentos (a la espera de que se traduzcan los últimos tres volúmenes), el Gulag es la cloaca donde la humanidad, presos, carceleros y libres, desciende hasta la condición infrahumana de depredadores o víctimas, en papeles mudables según lo indique la supervivencia. “En la insignificante capa muscular que aún quedaba adherida a nuestros huesos, y que aún nos permitía comer, movernos, respirar, e incluso serrar leña o recoger con la pala piedras en la carretilla por los inacabables tablones de madera en las minas de oro, en esta capa muscular sólo cabía el odio, el sentimiento humano más imperecedero, escribe Shalámov.

Estos cuentos no son obras maestras de la literatura. No renuevan el género ni rebasan la narración lineal y directa de los argumentos. Su desoladora fuerza reside en lo que cuenta. Cuento tras cuento, se añaden la nieve perpetua, el hielo, el pavoroso frío —por él sabemos que los condenados debían salir a trabajar dieciséis horas con cualquier temperatura, y que si hay neblina, el termómetro rondará los 40º bajo cero; si al respirar el aire se exhala ruidoso, serán 45º; y si a la respiración ruidosa la acompaña una agitación visible, habrá al menos 50º bajo cero. Los asesinatos por un jersey de lana, por un gesto, por una palabra. Suicidios, automutilaciones. El que se corta la mano con un hacha, los que infectan sus heridas o compran saliva a los tuberculosos —nunca el bacilo de Koch fue mercancía—. Cuenta de las violaciones y el intercambio del cuerpo por un trozo más de pan o un golpe menos. Las delaciones por un pitillo o por un cazo de sopa. O por la pavorosa prerrogativa de ser, por un momento, victimario.

En este entorno putrefacto, los libres se corrompen inmediatamente y los mandantes, zarecillos locales que tarde o temprano serían fusilados, se comportan como señores feudales con potestad sobre la vida y la muerte.

Allí desfilan por docenas los viejos revolucionarios del diecisiete, tras su paso por la Lubianka. Pero también los represaliados del Komintern: Derfel, un comunista francés, y Fritz David, un holandés. Y el joven campesino imita al hampa, la aristocracia de prisión. Según un sistema que reconocerán de inmediato los presos políticos cubanos, en Kolimá los políticos son la escoria en quienes se ensañan carceleros y delincuentes, y a estos se conceden todas las jerarquías: solo son asesinos, violadores y ladrones; no han pecado con las ideas. Por eso muchos intelectuales quedan reducidos a “montadores de novelas” (con el añadido de rascarles los pies o la espalda a los hampones), al estilo de los antiguos bufones, en la corte de los nuevos amos, a cambio de protección y migajas. Eso nos cuenta la terrible historia del periodista que tras su paso por los campos se convierte en un ser irreconocible, un fantasma de sí mismo. La civilización y la cultura se desprenden de los intelectuales como una cáscara y ellos, aterrados, se convierten en guiñapos. O, simplemente, se apagan, como en el cuento dedicado a Ósip Mandelshtam, donde en su agonía, el poeta chupa su último pedazo de pan porque sus dientes, a punto de desprenderse por el escorbuto, no le permiten morderlo, el poeta que morirá dos días antes de la fecha oficial de su muerte. Durante esos dos días sus compañeros conservarán el cadáver para hacerse con su ración de pan.

Porque el pan o su ausencia son en este libro un personaje más: además de los piojos y la pelagra, el hambre cruza todo el libro: la poliavitaminosis, un eufemismo del hambre que será sustituido por RFI, agotamiento físico agudo, conduce a los prisioneros a convertirse en terminales, esos que con 1,80 metros pesan 48 kilos y que los demás miran como a muertos vivientes, sabedores de que ya han cruzado la línea sin retorno. El hambre vitalicia que acompañará, a quienes se salven, el resto de sus vidas.

Y junto al hambre, la percepción de encontrarse en una isla custodiada por el centinela polar de donde es imposible escapar: distancias infinitas de desierto helado que tratarán de franquear infructuosamente las insurrecciones del mayor Pugachov y la del coronel Yanovski, o los comunes que huyen llevándose a algún recluso débil, “las provisiones para el camino”. El canibalismo no es en este inframundo un suceso demasiado raro. O el fugitivo abatido por el cabo Póstnokov. Para no tener que cargarlo, le corta las manos para llevarlas como prueba. Por la noche, el mutilado se levanta y camina hasta un campamento tentando el camino con sus muñones helados. Por eso en el cuaderno del prisionero niño sus dibujos solo incluyen soldados, alambradas, torres de seguridad, árboles negros, perros guardianes y un cielo azul, impasible.

Ni siquiera en aquellos campos presididos por la siniestra leyenda “Honor y gloria al trabajo, ejemplo de entrega y heroísmo”, está ausente el humor. Cuando, tras el chasquido de los cerrojos, los guardias gritaban que “Un paso a la derecha o uno a la izquierda se considerarán fuga”, algún gracioso gritaba: “Y un salto hacia arriba, propaganda ilegal”. O el humor negro, como cuando en Novosibirsk se escapa un reo de un tren, y un soldado encuentra a un campesino en el mercado, rompe sus documentos y lo arrea hacia Siberia en sustitución del huido. El pobre hombre ni siquiera habla ruso.

Como el stlánik, un arbusto que pliega sus ramas y se acuesta para invernar bajo la nieve, y solo resucita con la llegada de la primavera, tras diecisiete años, Varlam Shalámov regresa del infierno. Entonces reflexiona que la torre de vigilancia de los campos es el símbolo arquitectónico de nuestro tiempo. Y va más allá: los rascacielos de Moscú, nos dice, “son las torres (…) que vigilan a los reclusos moscovitas”.

En su Oda a Stalin, “el más grande de los hombres sencillos”, según él, Pablo Neruda afirma: “Stalin alza, limpia, construye, fortifica, preserva, mira, protege, alimenta, pero también castiga. Y esto es cuanto quería deciros, camaradas: hace falta el castigo”. Conocía al castigador y lo aplaudía, siempre que castigara a otros. Por eso este es un libro que todos deberían leer. Es la única forma de prevenir el castigo (dulce eufemismo para un genocidio) y de denunciar a los castigadores.

En un cuento inolvidable de Shalámov, una vieja fosa abierta en la piedra desborda sus cadáveres que ruedan por la ladera del monte como si intentaran evadirse de la muerte. Entonces, el bulldozer americano recibido gracias al Land-Lease, la ayuda a Rusia durante la guerra, abre una enorme fosa y realiza el traslado de miles y miles de cadáveres incorruptos gracias al permafrost. Afloran tal como fueron enterrados: mutilados, marcados de piojos, heridos, baleados, muertos de inanición o de cansancio, con los ojos abiertos aún por el brillo del hambre. Prefigurando las palabras de este libro, los muertos regresan a la superficie. Siempre regresan.


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