Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Literatura

Las perlas de su boca

Lisandro Otero vaticinó que la obra de Guillermo Cabrera Infante se extinguiría con el paso de los años, pues se trata de una acumulación verbosa y deshumanizada que no es verdadera literatura

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Pues hacía ya bastante tiempo que no me dedicaba a rescatar para los lectores las perlas que otros han dicho o escrito. Forman parte de una hipotética antología del disparate, que de compilarse llenaría miles de páginas. Tanta es la capacidad que tenemos los seres humanos para cometer errores y decir tonterías. En muchos casos, esas opiniones han de enrojecer a quienes en su momento las expresaron. En otros, probablemente no sea así y hasta se siguen manteniendo orgullosos de ellas. En descargo de todos, se puede argumentar aquello de que el que tiene boca se equivoca. No han de faltar, sin embargo, los que a ese refrán replicarán con uno igualmente conocido: En boca cerrada no entran moscas.

En lo que se refiere a la crítica literaria, el escritor español Constantino Bértolo ve en los desatinos y extravíos que acechan a ese trabajo ejemplos que confirman sus glorias y sus miserias. Y precisa: “La miseria que supone el no acertar, la gloria que conlleva el atreverse a fallar”. De igual modo, agrega que se pueden encontrar ejemplos “en los que es fácil adivinar el juicio manipulado por la envidia, el juicio enceguecido por una visión del mundo que solo acepta la existencia de un entorno que coincida con el propio, o juicios en los que se ve clara la mano del miedo”. Esas ideas las traigo a cuento a propósito del texto que ahora me dispongo a glosar. Su autor es el escritor cubano Lisandro Otero (La Habana, 1932-2008). Se titula “Un lunes para Cabrera Infante” y originalmente apareció en el diario mexicano Excelsior, el 14 y 15 de agosto de 1983. En octubre de ese año fue reproducido en la revista cubana Prisma y Otero lo recogió después en su libro Disidencias y Coincidencias en Cuba (Editorial José Martí, La Habana, 1984, pp. 104-111).

Ya desde el primer párrafo, Otero, como se dice popularmente, entra a matar: “Cuando en octubre de 1965 Guillermo Cabrera Infante tomó un avión en el aeropuerto de Rancho Boyeros y cuatro horas después, al pasar el point of no return, recordó que jamás volvería a su país, porque ‘regalaba su tierra a la erosión histórica’, sin saberlo estaba entregando a sí mismo a la corrosión de su propio resentimiento y a su extinción perspectiva como escritor”. Era una decisión que Otero no duda había sido tomada mucho tiempo antes por Cabrera Infante, efectuando así “una transición en una breve y tortuosa carrera”.

Otero habla luego del nacimiento del escritor en la loma de Gibara, “donde vivían los desventurados y míseros que, desde sus desmantelado infortunio, veían las casas de los ricos allá abajo, junto al nivel del mar, abanicadas por la brisa”. Menciona a los padres, quienes “integraron las fuerzas revolucionarias en una época difícil y siempre marcharon fundidos con la vanguardia de la clase obrera”. (Digo yo que debería haber leyes que prohibieran que ridiculeces semejantes se publicasen.) Todo lo contrario a su hijo, quien desarrolló “un afán posesivo, un anhelo ambicioso: el síndrome del salto de clase”.

El traslado a la capital marcó el inicio de la adolescencia de Cabrera Infante. También fue, apunta Otero, “el embrión de su iniciación en la cultura, y su fascinación con una óptica distorsionada de La Habana, que le ha dejado una huella indeleble de melancolía en cuanta página escribe”. Afirma que “todas las ceremonias inaugurales de su culto hipertrofiado a la ilustración”, quedaron registradas en La Habana para un infante difunto. Un libro que muestra claramente “el desgarramiento del tránsfuga y la nostalgia del apátrida”.

Crítico irracional, extravagante y arbitrario

Otero se refiere a la labor como crítico de cine que Cabrera Infante pasó a realizar. De acuerdo a él, fue “un crítico irracional, extravagante y arbitrario que, lejos de orientar al público, se esmeraba en lanzar los fuegos artificiales de su egolatría y la iridiscencia hialina de una erudición postiza”. Ese puesto lo había obtenido, afirma Otero, “entonando alabanzas a las narraciones de Antonio Ortega, un exiliado español que primero fue jefe de redacción de la revista Bohemia y luego, director de Carteles”. Gracias a esa actividad, Cabrera Infante “iba logrando las típicas ambiciones del pequeño burgués: hasta un auto convertible, un modelo feo y aporreado, pero era un descapotable; incluso nivel social como cronista farandulero”.

Al pasar al año 59, Otero dedica espacio a Carlos Franqui, con el argumento de que no puede comprenderse a Cabrera Infante sin la conexión con él. De acuerdo a Otero, ¿quién era Franqui? “Un dilettante, un pésimo escritor con ínfulas de crítico de arte, un aficionado a la plástica; nunca logró concretar seriamente ningún empeño creativo, lo cual lo convirtió, además, en un frustrado (…) Pretendía controlar omnímodamente la cultura en la nueva situación social que se estructuraba en Cuba. No logró sus deseos y se vio destinado al periódico Revolución”.

Franqui, prosigue Otero, consiguió situar a su protegido en la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación. Era la unión de viejos compinches que “se unen en su ambicioso proyecto de dominar el establecimiento cultural”. Sin embargo, Cabrera Infante duró poco allí, debido a “su carácter ácido, irritante y hosco”. Pasó entonces a dirigir el magazine Lunes de Revolución, que empezó a circular en abril de 1959, y que nació con “una desmesurada vocación hegemónica”. Acerca de esa publicación, Otero apunta que “se convirtió en el azote de la cultura cubana: todo aquel que no fuese miembro de la restringida maffia, o colaborase con sus pretensiones hegemónicas, era zarandeado y embestido”. Cita a José Lezama Lima y José Ardévol como ejemplos de escritores y artistas que “fueron ofendidos por aquellos falsos jacobinos que pretendían hacer carrera con el extremismo”.

En opinión de Otero, “un análisis somero de Lunes de Revolución nos revela el estropicio que causó esa publicación en los dos año y medio que tuvo de existencia”. Comenta la obra magna que Cabrera Infante pudo haber realizado con un magazine que tenía una tirada de un cuarto de millón de ejemplares, y señala que “lo poco que se hizo es para lamentarse”. En aquel momento en que para nuestro pueblo se abría una etapa de enorme avidez educacional, Lunes de Revolución “pudo haber sido un pujante vehículo pedagógico”, “un agente divulgador que documentara, aleccionara, instruyera”. Pero en lugar de asumir esa tarea, “tal como estaba necesitando nuestro subdesarrollo de entonces”, prefirió ser “la primera publicación que intenta convertirse en dique ante un río desbordado; un magazine que va en contra de la corriente histórica para servir al afán caudillista de Cabrera Infante”.

Otero explica las razones por las cuales Cabrera Infante actuó de ese modo: “Siempre fue un hombre de una escandalosa desinformación sobre problemas económicos e históricos. Mientras se atragantaba leyendo a William Faulkner —a quien plagiaba desembozadamente—, desestimaba el análisis político. Siempre fue hedonista antes que racional: vivía por los sentidos y las emociones antes que por el juicio y el examen; era más intuitivo que deductivo. Marx y Engels solo le servían para hacer chascarrillos y trabalenguas (…) Con este lastre y tan pocas velas, es lógico que navegase con dificultades en un período de intensas conmociones, de serios cambios institucionales, de profundas rupturas y fértiles fundaciones”.

Inocular el desconcierto y el temor

Se refiere asimismo a la reunión celebrada en junio de 1961 en la Biblioteca Nacional José Martí, “cuyo colofón fue un discurso flexible, amplio, generoso” del Innombrable. Antes, sin embargo, al ver que se avecinaba una etapa de institucionalización de la cultura y que se le escapaba “el monopolio omnipotente que pretendió instaurar, Cabrera Infante creó un pequeño incidente para suscitar alarma en el campo de la libertad supuestamente amenazada”. Se trataba de P.M., “un documental intrascendente, que mostraba a cierto lumpen en sus diversiones nocturnas”.

Otero se pregunta por qué Cabrera Infante, desde el editorial del primer número de Lunes de Revolución, no cesó de lanzar enconados dicterios contra la Unión Soviética. Y agrega: “Como también cabría preguntarse por qué pretendió inocular el desconcierto y el temor en la intelectualidad cubana con una valoración vandálica, arrasadora y terrorista de nuestra cultura: por qué introdujo problemáticas, inquietudes y turbulencias en la esfera intelectual, ajenos y distantes a nuestra situación histórico política de aquel instante; por qué en lugar de servir fines de difusión cultural alentó el esnobismo y sustituyó la transculturación por el mimetismo; por qué en lugar de servir una puesta al día de la esclerótica cultura que heredamos del capitalismo, se dedicó al ataque festinado, la tontería exótica, la crítica caprichosa”.

A partir de 1965, año en que Cabrera Infante salió definitivamente de Cuba, comenzó “su promoción como escritor hasta elevarlo a niveles propagandísticos que no se corresponden con la base intelectual que le proporcionan sus libros”. Sus novelas, afirma Otero, “están constituidas por trozos de historietas, narraciones truncas, prosa inconclusa sazonada con ejercicios de pastiche, parodias acrobáticas, laberintos gratuitos, pésima y oscura sintaxis, supercherías gratuitas, alguna que otra agudeza, comadreos de aldea, bromas demasiado escuchadas”. En resumen, expresa, una acumulación verbosa y deshumanizada que no es verdadera literatura.

Tras haber expuesto sus acusaciones, el magistrado Otero considera que el juicio contra Guillermo Cabrera Infante está listo para sentencia. Empuña el mazo, da dos golpes sobre el estrado, ¡pum, pum!, y pasa a emitir su veredicto: “La obra de Cabrera Infante se extinguirá con los años. Todas las modas son perecederas; los únicos libros que perduran son los que se hacen con la verdad del hombre, y de eso hay poco en sus fuegos de artificio. El que toma partido por las buenas digestiones y las pantuflas tibias, las vitrinas deslumbrantes de la sociedad de consumo y el culto del bello objeto; quien evade la confrontación de los conflictos de su tiempo y evita el combate por su solución, termina, invariablemente, desintegrado en el escepticismo. Cabrera Infante no escapará a la anulación por el desarraigo. Ese será el final de su aventura”.