Actualizado: 22/04/2024 20:20
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Marcel Proust pasea en barca por la bahía de La Habana

Acerca de las ediciones cubanas y los apasionados lectores y valedores que entre nosotros ha tenido el famoso novelista francés

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¿Cómo conocieron los lectores cubanos la obra magna de Marcel Proust? Pues como el resto de los lectores de Hispanoamérica, a través de la edición argentina de Santiago Rueda. Aún no había fallecido el escritor francés, cuando Por el camino de Swann ya estaba accesible en español. Se publicó en 1920, y su traducción se debió al poeta español Pedro Salinas. También hizo lo mismo con A la sombra de las muchachas en flor, que vio la luz en 1922. Empezó a trabajar en El mundo de Guermantes, pero la abandonó sin terminarla. Esa labor fue concluida por José María Quiroga Pla, yerno y secretario de Miguel de Unamuno, además de buen amigo de Salinas. Al mismo tiempo, esas traducciones aparecieron en España, bajo el sello de Espasa Calpe, cuyos libros se distribuían en Cuba y en general en los países de habla hispana. Hablo de esos primeros volúmenes, pues la colección completa de En busca del tiempo perdido no pudo editarse en España hasta 1952. Primero, debido al estallido de la guerra civil y después, a causa de la política homofóbica del régimen de Franco.

Para poder continuar con la publicación de la saga de Proust, Santiago Rueda contrató al argentino Marcelo Menasché. Este tradujo los cuatro volúmenes restantes (Sodoma y Gomorra, La prisionera, Albertina ha desaparecido y El tiempo recobrado), que aparecieron entre 1945 y 1946. Sus versiones tuvieron buena aceptación en Argentina, pero en España y el resto de América fueron consideradas inferiores a las de Salinas y Quiroga Pla. Sin embargo, lo cierto es que gracias a Santiago Rueda durante varios años Proust llegó a todos los países de habla hispana. De hecho, los siete volúmenes se reeditaron hasta los años 80 y aún se puede encontrar en las librerías de ocasión. Menos conocido es que en su catálogo también figuran otros títulos de Proust: El caso Limoine (1946), Los placeres y los días (1947) y Crónicas (1947).

En 1952, Plaza & Janés reunió en dos volúmenes toda la obra, vertida al español por Fernando Gutiérrez. El hecho de que esa traducción nunca se mencione hace dudar de su calidad. El esfuerzo más importante en cuanto a actualizar las traducciones de la obra narrativa de Proust lo realizó Alianza Editorial. Fue fundada en 1966 y comenzó su andadura con la colección El Libro de Bolsillo. Uno de los primeros títulos fue Por el camino de Swann, en la traducción de Salinas, que inició la salida de la saga completa. La novedad fue que a partir del tomo cuatro se incorporaron nuevas traducciones hechas por Consuelo Berges. Suyas son también las de otros dos libros de Proust, Jean Santeuil y Los placeres y los días. Parodias y misceláneas, que Alianza Editorial incorporó a su catálogo. Fueron esas las traducciones de En busca del tiempo perdido que circularon en España e Hispanoamérica hasta inicios de este siglo, cuando empezaron a publicarse las nuevas versiones de la argentina Estela Canto y los españoles Mauro Armiño y Carlos Manzano.

Y a propósito de la edición de En busca del tiempo perdido de Alianza, hay una anécdota verídica que unos cuantos podrán confirmar. A fines de los años 60 se distribuyó en Cuba, a donde llegó como parte de la que posiblemente fue la última compra de libros hecha en el extranjero. Una parte de los ejemplares se distribuyó en bibliotecas públicas de todo el país (yo recuerdo haber visto la colección en la de Bayamo). Los restantes se pusieron a la venta en una librería del Ministerio de Educación que se hallaba en la calle Neptuno, en La Habana. Pero en la colección no figuraba el cuarto tomo, que corresponde a Sodoma y Gomorra. Quien aplicó esa tonta censura es evidente que no había leído la obra y sencillamente se guió por el título. De haberlo hecho, se habría dado cuenta de que el afeminado y aristocrático Barón de Charlus aparece en otros volúmenes. En cambio, llegó sin problemas a las bibliotecas la monumental biografía de Proust escrita por George D. Painter, editada por Lumen en 1967. Cosas de la censura, que tiene razones que la razón no comprende.

Pero además de aquellos cubanos que conocieron a Proust a través de las ediciones de Santiago Rueda y Espasa Calpe, y que por supuesto son los más, también hubo otros que pudieron leerlo en su idioma original. Uno de ellos fue Alejo Carpentier, quien residía en Francia desde 1928 (en “La cinematografía de avanzada”, crónica aparecida en noviembre de ese año en la revista Carteles, hallamos la que probablemente es su primera referencia a Proust). Carpentier es el autor cubano que más ha hecho pública su admiración por el novelista francés. Solo en Letra y Solfa. Literatura. Autores (Editorial Letras Cubanas, 1997) se pueden leer ocho artículos que dio a conocer en el diario venezolano El Nacional, entre 1951 y 1957.

De todos esos textos, quiero llamar la atención sobre dos: “Un venezolano amigo de Proust” y “Proust escribe a los Hahn”. En ellos Carpentier habla sobre Reynaldo Hahn (1874-1947), compositor de ópera venezolano naturalizado francés, a quien él conoció en los años 30. Se había mudado a París con su familia cuando tenía tres años. Desde joven se destacó como pianista y llegó a ser uno de los mejores críticos de música de su época. En 1894, en el salón de Madeleine Lemaire, Hahn conoció a Proust, de quien fue su primer amante. Viajaron juntos y colaboraron en varios proyectos. Uno de ellos fue Retratos de pintores (1896), compuesto por poemas de Proust y acompañamiento de piano.

En una reseña de la Poesía completa de Proust, que apareció publicada el año pasado en el diario español El País, Roger Salas apunta que Hahn fue “esencial en la vida de Proust y gran amor de su vida”. La relación con él “evolucionó de la pasión y un dramático sentido de los celos, a una sólida amistad que duró hasta la muerte del escritor. La intimidad y la complicidad entre ellos llegó lejos, más allá de los juegos verbales, apodos y sobrenombres que se encuentran frecuentemente en los poemas. Juntos vivieron momentos cumbres de su tiempo, como las temporadas de los Ballets Rusos de Serguei Diaghilev en París, y su posición les permitió alternar con figuras como Picasso, Stravinski, Nijinski o el propio Diaghilev”.

Carpentier y Pogolotti, dos proustianos apasionados

Un dato interesante es que Retratos de pintores estaba dedicado al poeta José María de Heredia. No me refiero al creador del “Himno del desterrado”, sino a su primo. Aunque nació en una plantación de café cerca de Santiago de Cuba, a los nueve años fue enviado a París por su familia, para que continuase los estudios. Años después se vinculó al movimiento parnasiano, del cual fue uno de los principales representantes. Es famoso sobre todo por la colección de sonetos Los trofeos. En 1893 adoptó la nacionalidad de su país de residencia, lo cual le permitió convertirse en el primer miembro de origen hispano de la Academia Francesa. Heredia además fue buen amigo de Proust.

Retomo lo que apunté antes, acerca de la admiración que Carpentier sentía por la obra de Proust. Entre las muchas ocasiones en que lo expresó, escojo una que aparece en la larga entrevista que le hizo Ramón Chao en el libro Palabra en el tiempo de Alejo Carpentier. Al ser interrogado sobre el tema del escritor como testigo de su época, el autor de Los pasos perdidos contestó: “Hay casos en que el testimonio se invierte, acabando el escritor por decir lo que en modo alguno se proponía en un principio. El caso de Proust es al respecto particularmente elocuente. Este joven aristócrata, enamorado de la alta sociedad de París, de sus salones, de sus modas, de sus frivolidades, quiso pintar un mundo que se había abierto ante sus ojos adolescentes como los castillos de un cuento de hadas. Pero a la postre, cantó el réquiem de lo que tanto amaba: En busca del tiempo perdido es, en fin de cuentas, el alegato más implacable que pudo pronunciarse sobre una época y una casta. ¿Había iniciado Proust la elaboración de su gigantesca novela con ese propósito? Lo dudo. Pero su genio de analista —de testigo— fue más fuerte que el afecto que le inspiraban muchos de sus modelos”.

Proustiano apasionado, Carpentier además incluyó numerosas referencias intertextuales a la obra de Proust en sus novelas. En La consagración de la primavera, la tía de Enrique tiene una aversión natural a En busca del tiempo perdido. Confiesa que ha leído los primeros volúmenes, pero no fue capaz de ir más allá del conocido episodio de la magdalena: “¡Y cómo jode este hombre con la magdalena esa!”. En contraste con ella, Enrique y Vera tienen una obvia afinidad por el escritor francés. Al regresar a La Habana, Enrique recuerda con nostalgia la librería donde descubrió su obra: “Andando un poco más me hallaba ante la librería del francés Morhlon, donde había tratado conocimiento, años atrás, con Swann, Saint-Loup, Albertine y Charles”. Asimismo en El recurso del método el Primer Magistrado llama por teléfono a Reynaldo Hahn: “Acaso sería oportuno llamar a Reynaldo Hahn, su amable y ameno «paisano» de Puerto Cabello. El compositor acudió al teléfono, hablándole en su grato español de acento venezolano, singularizado —era hábito que él mismo no acertaba a explicarse— por unos giros de marcada inflexión rioplatense”.

Graziella Pogolotti también pertenece al grupo de los happy few que leyeron a Proust en su idioma original. Nacida en París, aunque creció en La Habana, a lo largo de los años ha demostrado que además de leerlo de manera regular, conoce muy bien su obra. Interesado en saber un poco más al respecto, le escribí a través del correo electrónico. Tuvo la gentileza de contestarme con un breve mensaje, que a continuación copio: “Leí a Proust por primera vez a los veinte años. Luego lo trabajé reiteradamente con mis alumnos. Estaba incluido en el programa de la Escuela de Letras. He regresado a él por puro placer”.

A propósito de las clases impartidas por ella en la Universidad de La Habana, en una entrevista Nara Araújo expresó un testimonio que quiero citar: “Graziella ha sido uno de mis paradigmas. Entró en mi vida en los años 60 cuando fue mi profesora de Civilización Francesa en la Universidad. (…) Atesoro notas de clase de sus cursos sobre Marcel Proust y sobre el teatro clásico francés. El pensamiento de Graziella, de claridad meridiana, brilla en foros donde a veces se imponen el caos y la autosuficiencia”.

Entre los excelentes prólogos para ediciones cubanas de autores franceses que Graziella Pogolotti ha escrito (recuerdo los de La cartuja de Parma, de Stendhal, Las ilusiones perdidas, de Balzac, y los Cuentos de Guy de Maupassant), figura el que redactó para Por el camino de Swann (Editorial Arte y Literatura, 1987). En esas páginas al referirse a la estética de Proust, señala: “Para Stendhal la novela había sido espejo colocado a orillas de un camino. La clave, sin embargo, se encontraba en el modo de colocar ese espejo, vale decir, en lo que llamaríamos el punto de vista adoptado. Prescinde, por tanto, del retrato o cuerpo entero y señala con precisión los elementos esenciales para la comprensión del comportamiento del personaje (…) Para Proust el detalle sitúa en otro plano. Atañe a lo que más tarde se llamaría la condición humana. No se trata de ofrecer una tajada de vida, sino de reconstruir una imagen válida de la vida, a través de la operación de rescate efectuada por la memoria”. Un dato más que ilustra la devoción proustiana de Graziella Pogolotti se puede hallar en sus memorias, Dinosauria soy. El título del capítulo con el cual se abre el libro es “Giaveno no es Combray”. El segundo nombre corresponde al del lugar imaginario donde el narrador del ciclo narrativo de Proust pasaba las vacaciones con su familia.

Asimismo en algunos trabajos sobre otros temas y figuras se ha referido a Proust. Por ejemplo, en un ensayo sobre el pintor cubano Wifredo Lam, recogido en la antología Sobre Wifredo Lam (Letras Cubanas, 1986), se puede leer: “Fue Marcel Proust el primero en advertir la importancia de la memoria en el proceso de creación. Jerarquizó en términos absolutos el célebre mecanismo de asociación que hace resurgir un universo del pastelillo disuelto en un sorbo de té. Aquél no era más que el punto de partida de una paciente búsqueda consciente en el recuerdo, acuciosamente anotada en millares de papeles, verificada en conversaciones con amigos y conocidos. Como parte de la conciencia humana, el recuerdo se nutre de las vivencias y, a la vez, las condiciona. Está presente en la mirada con que descubrimos las cosas nuevas, en la selección que establecemos ante el abigarrado mundo que nos rodea. Y el ya maduro Proust que emprende la hazaña de recobrar el tiempo perdido cuenta en esa exploración a través de su memoria con la prolija lectura del esteticista Ruskin, con el disfrute de las cartas de madame de Sevigné, con su ambivalente relación —tan similar a la de Swann— con la clase que describe. Al final de la aventura, trágico inventario de ilusiones perdidas, aquellos que portaban una aureola prestigiada por el arte medioeval han quedado reducidos a máscaras de sí mismos”.

El tercer valedor que ha tenido Proust en Cuba fue Virgilio Piñera. No he podido hallar ningún dato que pruebe si lo leyó por primera vez su obra en francés o bien traducido al español. Bien pudo hacerlo en la versión original, pues desde joven sabía ese idioma. Así lo demuestran varias traducciones suyas fechadas en los años 40, que encontré en su papelería cuando yo preparaba Virgilio Piñera en persona. En el testimonio que me dio para ese libro, su hermana Luisa cuenta que en 1925 ellos dos leyeron un comentario sobre En busca del tiempo perdido aparecido en la revista Chic. “Nos apasionamos con aquel novelista francés de quien se hablaba en términos elogiosos; pero no pudimos conseguir entonces sus obras (…) Gracias a aquel hallazgo de Chic, tanto Virgilio como yo nos convertimos en admiradores de Proust. Su descubrimiento fue decisivo para los dos, y desde entonces el inmenso Marcel llenó nuestros días, nuestra vida toda”.

Una admiración que era casi fervor

Como muchos han de recordar, Piñera vivió entre 1946 y 1958 en Argentina. Llegó el mismo año en que se pusieron a la venta los dos últimos volúmenes de la edición de Santiago Rueda de la cosmología narrativa de Proust. Cito una vez más a Luisa, según la cual su hermano le envió desde allá algunas de esas traducciones. Uno de los mejores amigos que Piñera tuvo en Buenos Aires fue José Bianco, quien al igual que otros de los escritores vinculados a la revista Sur, era un gran admirador de Proust. No lo era, en cambio, Jorge Luis Borges. Las pocas veces que se refirió a él fue para criticar su obra. Por ejemplo, en su prólogo a La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, se lee: “Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones: a los que, sin saberlo, nos resignamos como a lo insípido y ocioso de cada día”. Vuelvo a Bianco, quien dedicó a Proust varios textos (el primero data de los años 30), y además establece una implícita relación intertextual con él en su excelente novela La pérdida del reino.

De la etapa en que Piñera vivió en Argentina, hay un dato curioso relacionado con Proust. El escritor polaco Witold Gombrowicz fue otro de los amigos que él tuvo allí. Ambos editaron, juntos aunque no revueltos, una publicación a la cual llamaron Victrola. En realidad, era lo que hoy se conoce como una plaquette. La de Gombrowicz llevaba como subtítulo Revista de la Resistencia; la de Piñera, Revista de la Insistencia. En esta última apareció un breve texto: “A fin de evitar malentendidos pongo en conocimiento del público que yo no soy yo. Yo, hace tiempo que dejé de ser yo para ser Marcel Proust (siempre me encantó Proust). Si alguno de mis enemigos se empeñase en afirmar que soy yo, no le den crédito alguno, pues ya saben ustedes quién soy yo. Muchísimas gracias”.

Una persona que conoció y tuvo una estrecha amistad con Piñera, ha accedido generosamente a aportar sobre este tema su testimonio, y proporciona valiosas informaciones que poseen el valor adicional de ser de primera mano. Hablo del escritor Abilio Estévez, quien a través del correo electrónico me hizo llegar este texto:

“Como tantas otras cosas, debo a Virgilio Piñera la primera lectura de Proust. En el Preuniversitario habíamos estudiado el «efecto magdalena», entre las técnicas narrativas del siglo XX. Y, por supuesto, sólo se hablaba de cómo surgían los recuerdos al mojar una magdalena en una taza de té y algo vago llamado «memoria afectiva».

“Desde el mismo momento en que conocí a Virgilio Piñera, conocí la admiración del cubano por el francés. Una admiración que era casi fervor, sorprendente, por lo demás, en un hombre que siempre parecía estar de vuelta de todas las cosas. «El más grande novelista de todos los tiempos», decía con ese punto de burlona seriedad que imprimía a las afirmaciones rotundas, inteligente maniobra que le permitía ser concluyente e inexacto a la vez. Fue él quien me dijo que no podía esperar más y que tenía que comenzar de inmediato la lectura de Proust. Yo tendría 22 años, y, en mi exigua biblioteca de entonces, tenía una edición de La vida de Jean Santeuil, de Santiago Rueda Editor que había comprado por dos o tres pesos (en cualquier caso, muy poco dinero) en la librería Canelo, aquel lugar mágico de la calle Reina, donde muchos solíamos pasar las tardes.

“Cuando me sentí en condiciones de entrar en el vasto mundo de Swan, de Albertine, del barón de Charlus, de Saint Loup, de los Guermantes, en ese mundo extraordinariamente construido con todos las categorías, grandezas y nimiedades de un mundo verdadero, el problema era: ¿dónde encontrar una versión en español? Entre los pocos libros que atesoraba, Virgilio tenía por supuesto los siete tomos de la edición de la N.R.F. de Gallimard de 1954-1956, convenientemente encuadernadas con tapas duras y negras. Yo no podía leer en francés. Mucho menos a Proust. Como en tantas ocasiones, la solución estaba en las bibliotecas amigas. Virgilio fue a casa de Abelardo Estorino, a quien yo aún no conocía, y quien tenía los dos tomos de Aguilar con la traducción de Consuelo Berges y Fernando Gutiérrez. Como Virgilio a nadie revelaba mi existencia, debió improvisar que quería el libro para comprobar la calidad de la traducción.

“En el fondo, la mentira se convirtió en verdad. Enfrascado y atrapado yo en la enormidad de la narración, nos sentábamos en las mañanas de su apartamento de N y 27, armado Virgilio con la edición francesa y yo con la española. Yo leía en voz alta la traducción y a partir de ahí comenzábamos a discutir la traducción. O mejor dicho, la comenzaba a discutir él, a proponer interpretaciones, sutilezas, a descubrir juegos de palabras. No fue algo que hicimos únicamente con Proust. También con El hombre rebelde de Camus, con La joven parca de Valéry, con las cartas de Madame de Sevigné. Sin embargo, sí fue algo que hicimos más intensamente con Proust.

“También me hablaba de la biografía de George Painter y del libro de Celeste Albaret, del que había escuchado comentarios, y que acababa de salir en Francia (1973) bajo el sello de la editorial Robert Laffont.

“Fue así que comencé a leer una obra sobre la que vuelvo siempre una y otra vez. No fue sólo descubrir a Proust. Fue descubrirlo gracias al ímpetu de Virgilio Piñera, quien solía recalcar: «Entre Marcel Proust y yo puede haber las distancias que tú quieras, pero a los dos nos iguala la pasión con que nos sentamos a escribir». Una frase que muestra, más que cualquier otra, una irrenunciable fe en la literatura”.

Finalmente, es de rigor que dedique unas líneas a las ediciones cubanas de las obras de Proust. La primera fue Un amor de Swann (Editorial Nacional de Cuba, 1964). Se trata del segundo de los tres capítulos del volumen con que se inicia la saga. En esas páginas se cuenta el intenso amor que experimenta Charles Swann, un judío rico muy cercano a la aristocracia, por Odette de Crécy, una cocotte de cierta belleza. La portada del libro fue diseñada por Raúl Martínez. La traducción fue revisada por Virgilio Piñera, quien además redactó un prólogo de ocho páginas titulado “Realidad y ficción en las obras de Marcel Proust”. Veintitrés años después de Un amor de Swann, apareció Por el camino de Swann, la edición prologada por Graziella Pogolotti que ya mencioné.

En palacio, es una verdad sabida, las cosas van despacio. Por eso hubo que aguardar hasta comienzos de este siglo para que el ciclo completo viese la luz en Cuba. Los siete volúmenes fueron apareciendo espaciadamente, y pese a tratarse de una de las tentativas intelectuales más intensas de todos los tiempos, apenas tuvieron eco en la prensa. Eso explica, en parte, el hecho de que cuando pedí a algunos amigos los datos sobre esas ediciones tenían poco o ningún conocimiento sobre las mismas. Al fin pude reunir toda la información a través de Luciano Castillo, a quien expreso aquí mi gratitud.

El proyecto de poner al alcance de los lectores cubanos En busca del tiempo perdido se debe a la Editorial Arte y Literatura, que la sacó dentro de su Colección Huracán. Por el camino de Swann salió en 2003. Luego siguieron A la sombra de las muchachas en flor (2004), El mundo de Guermantes (2006), Sodoma y Gomorra (2007), La prisionera (2008), La prisionera (2010) y El tiempo recobrado (2011). Cada volumen contó con introducciones escritas por Jesús David Curbelo, Nara Araújo, Graziella Pogolotti, Mayerín Bello, Ernesto Pérez Chang y Luciano Castillo, quien presentó dos de las novelas. Estas fueron presentadas en distintas ediciones de la Feria del Libro de La Habana. En la 2011 además la Alianza Francesa puso a la venta ejemplares de la adaptación en historietas de A la sombra de las muchachas en flor, realizada por Stéphane Heuet, quien ha hecho lo mismo con el resto de las novelas.

Y no se me ocurre una manera mejor para concluir estos apuntes, que acudir a la poesía. En 1973 Gastón Baquero escribió un poema titulado “Marcel Proust pasea en barca por la bahía de Corinto”, recogido por él en Magias e invenciones (1984). De ese texto, reproduzco los versos finales:

“Un día, allá, desde lo lejos,/ se vio dibujarse una pequeña barca/ en el trashorizonte de la bahía de Corinto./ Venía en ella, remando con fatigada tenacidad de asmático, un hombrecito:/ cubría su cabeza un sombrero de paja,/ un blanco sombrero de paja encintado de rojo./ Desde su confín el hombrecito miraba hacia el corazón/ de la bahía, y descubría a lo muy lejos una sombrilla azul,/ un redondelito aureolado como el sol./ Hacia allí bogaba./ Terco, tenaz, tarareando una cancioncilla,/ el hombrecito de manos enguantadas remaba sin cesar./ Anaximandro comenzó a sonreír./ La barca, inmóvil en medio de la bahía,/ vencía también al tiempo./ Despaciosamente el blanco/ sombrero de paja anunció que el hombre regresaba.// Era noche, poco antes de irse a dormir,/ Marcel Proust gritaba exaltado desde su habitación:/ —Madre, tráigame más papel, traiga todo el papel que pueda./ Voy a comenzar un nuevo capítulo de mi obra./ Voy a titularlo: «A la sombra de las muchachas en flor».