Actualizado: 17/04/2024 23:20
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Literarura

Más allá del nacionalismo histórico y literario

Durante más de medio siglo, la literatura cubana que ha demostrado mayor trascendencia se ha volcado hacia lo urbano, pese a la presión ideológica por destacar lo rural

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Por demasiados años, los cubanos hemos sido cautivos de una visión decimonónica de la historia y una teoría del desarrollo que lleva a pensar que la evolución económica, social y política del país seguía un patrón de avance.

Este determinismo coincide en la Isla y el exilio, aunque con conclusiones opuestas.

La situación imperante en la “república mediatizada” tuvo por fin lógico la revolución, se afirma desde la Isla. Mientras tanto, en Miami se repite que la “república” avanzaba —con más o menos dificultades— por el camino del desarrollo, hasta ser destruida por la llegada de Fidel Castro al poder.

En ambos casos, la ilusión republicana establece la guía. Para alcanzarla, tanto en Miami como en La Habana se justifican los afanes independentistas, sin importar los medios necesarios para lograr la deseada independencia.

Un logro no propuesto de la revolución cubana es haber librado a varias generaciones de profesar una exaltación provinciana de la patria.Se trata de una paradoja dentro del proceso revolucionario, porque si algo se explota ideológicamente en Cuba es este nacionalismo decimonónico, que al final ha quedado como la última justificación de un proyecto zigzagueante. Por rechazo a los postulados revolucionarios, que se mostraron vacíos, hemos aprendido a desconfiar de los patriotas.

El cuestionarse la trayectoria independentista —o al menos el analizar sin prejuicios patrioteros lo ocurrido— lleva a la conclusión de que la justificación final de la Guerra de Independencia fue la corrupción española imperante en la Isla.Esta justificación se hace trizas tras las notables muestras de corrupción que se han sucedido desde la instauración de la república hasta nuestros días, pero siempre queda la revancha de que los corruptos son los hijos del país y no los padres coloniales.

El fracaso de la opción autonomista fue uno de los mayores males ocurridos en Cuba. Solo ahora comienzan —todavía de una forma más o menos tímida— a publicarse trabajos que destaquen este punto de vista.

Bajar del altar a los patriotas, enterrarlos para que la nación cubana avance sin soportar la carga de la mitología independentista, no es la solución de todos los problemas. Pero sí un paso necesario. Es indispensable limpiar de pacatería y determinismo la historia del país.

Esa limpieza siempre enfrenta un escollo difícil de superar en la figura de José Martí. Lo he intentado anteriormente y no temo repetirlo.

Tanto los miembros del exilio como los representantes del régimen de La Habana encuentran en el mito martiano un elemento fundacional que no debe ser cuestionado: Martí constituye (lo ha sido por muchos años) no solo la base sobre la que se levanta el ideal (republicano o revolucionario, según el caso) sino también el canon literario imprescindible.

Un enfoque más objetivo lleva a considerar a Martí como un pilar, pero no es el único dentro del universo cultural cubano.

En la literatura de la Isla no existe una figura similar a Shakespeare, Dante o Cervantes, que permita de forma fácil echar a un lado los rivales. Desde el punto de vista literario, Martí establece un paradigma difícil de imitar, por el valor de su escritura, pero no podemos considerarlo una referencia indiscutible. Si lo analizamos a partir de la narrativa, esta es limitada y menor. Su teatro es pobre y su poesía enfrenta la competencia de Heredia y Casal. Es en los ensayos, críticas, crónicas, artículos, discursos y conferencias —así como en su extraordinario Diario de Campaña— donde alcanza su definición mayor. No se trata de rebajar a Martí, sino de separar la valoración de su obra literaria del peso ideológico. Tampoco la ideología martiana puede ser tomada como una guía a seguir, libre de altibajos.

Si bien el pensamiento martiano y su práctica revolucionaria están marcados por los ideales democráticos, el desinterés y el rechazo al caudillismo, hay en su exaltación al heroísmo, y en su concepción simplista del indígena y el “hombre natural”, una tendencia romántica —del culto al héroe luego convertido en raíz torcida del fascismo— que incluso puede resultar peligrosa, cuando de ella se apropian, como ha ocurrido innumerables veces, demagogos y populistas. El mesianismo martiano y su romanticismo político pueden resultar funestos. Su sobrevaloración del campo frente a la ciudad y el culto a la pobreza son conceptos arcaicos.

La lucidez de su análisis de la Conferencia Monetaria Interamericana de 1890 contrasta con el exceso de metáforas, alegorías y símiles de “Nuestra América” y “Madre América”, en donde se sueña más que se describe una identidad nacional y latinoamericana, alejada de la realidad e imposible de alcanzar.

Es lógico que el Gobierno cubano no solo defienda el culto al héroe y al sacrificio que domina en la obra martiana, sino que desde el principio lo incorporara a su agenda política. Cabe agregar en este sentido que el régimen de La Habana no distorsiona el pensamiento de José Martí, sino desvirtúa o inclina tendenciosamente algunos de sus elementos. La historia de Cuba ha sido víctima del oscurantismo y de escrúpulos excesivos, que en muchos casos obedecen a la conveniencia y el temor.

Literatura y modelos extranjeros

El afán de incorporación de figuras y textos extranjeros por parte de los escritores cubanos a partir de la segunda mitad del siglo pasado, marca una tendencia que, si bien cuenta con algunos antecedentes, no es hasta Guillermo Cabrera Infante y José Lezama Lima que se vuelve modelo a imitar. No es casual —no llegará a serlo— que ambos terminaran convertidos en los representantes de las dos caras del desterrado: el exilio y el insilio.

Ese momento de apropiación es también un deslinde. A partir de entonces la literatura cubana, que con el tiempo ha mostrado mayor trascendencia, se vuelca hacia lo urbano, pese a la presión ideológica por destacar lo rural, la épica revolucionaria en las montañas y las labores agrícolas. Amplía el concepto cosmopolita, hasta incluir el espacio reducido de la habitación a la sala, y termina por desbordar la Isla.

El mejor ejemplo que indica lo contrario —Condenados de Condado, de Norberto Fuentes— no hace más que confirmar la regla: la épica se reduce al cuento y se pierde luego en imitadores menores.

Esta distinción es importante, porque nuestro paradigma literario se destaca por recorrer un camino contrario: tras abandonar la vía compleja de los Versos Libres, José Martí culmina su obra literaria en la mejor recreación de la manigua cubana que conocemos. Su Diario de Campaña contiene al inicio el mejor párrafo jamás escrito en Cuba —“Lola, jolongo, llorando en el balcón. Nos embarcamos”— para dedicar luego sus páginas a la descripción detallada del hombre y la naturaleza de la Isla.

Sin proponérselo, Martí logra eclipsar a nuestra novela ejemplar del siglo XIX, que es por supuesto urbana: convierte a Cecilia Valdés en libro de lectura de enseñanza secundaria, tema de zarzuela, argumento de película mala. Se contempla con respeto condescendiente a Cirilo Villaverde, pero es a Martí a quien se convierte en pedestal no solo político, también literario (y se transforma además en el sitio de veneración a la patria: ara puede ser altar, pero también papagayo).

La transformación que logran Cabrera Infante, Lezama Lima y Alejo Carpentier —el tercero en disputa literaria y política constante con los anteriores— se ve amenazada desde el inicio por motivos extraliterarios: Paradiso apenas se difunde, se lee y comenta al salir publicada, luego se silencia. Tres Tristes Tigres no llega siquiera a las librerías, se convierte en el libro prohibido por excelencia. Carpentier queda entonces como el encargado de brindar la gran obra totalizadora, que logre sintetizar la epopeya revolucionaria en el estilo de la novelística rusa y francesa del siglo XIX, y fracasa en el intento.

Tendrán que pasar años para que los escritores cubanos se recuperen de la oscuridad casi absoluta de la década de 1970, cuyas consecuencias se extendieron más allá de esta fecha, y se intente de nuevo desarrollar una literatura urbana que amplíe el rumbo marcado por Cabrera Infante, Lezama Lima y Carpentier.

Solo que para entonces La Habana habrá cambiado por completo. La nueva ciudad impone otra visión. Imperan ahora los laberintos infernales de Pedro Juan Gutiérrez y Leonardo Padura, las ruinas de Antonio José Ponte y los espectáculos y reconstrucciones para disfrute turístico que ni siquiera han alcanzado un equivalente literario.

Muchos cubanos han podido superar la insularidad. Ninguna ciudad les es extraña, o puede que todas les resulten tan ajenas como La Habana, tan lejanas como cualquier pueblo de provincias en que nacieron.

Hay un grupo numeroso de escritores nacidos en la Isla regados por el mundo, que trascienden los esquemas a los que estábamos acostumbrados hasta hace apenas un par de décadas. Por lo general dominan varios idiomas, han incorporado a sus vidas los hábitos y modos de vida del lugar en que radican e incluso ejercen profesiones al igual que lo hacían en Cuba y que los nacidos en los lugares que los han acogido. No por ello han dejado de ser cubanos, sino que han extendido el concepto. Convertidos en desterrados universales, su vida cotidiana es alemana, española o norteamericana, pero su hogar es cubano. Mi única duda, a veces, es si considerarlos elegidos. O pensar, más sobriamente, que arrastran una maldición.


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