Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Literatura, Exilio

Memorias de un poeta cubano

En cierto sentido, las memorias de Octavio Armand son la reserva de una intimidad perdida

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El 23 de junio de 1961 los padres del poeta Octavio Armand cierran por última vez las puertas de su casa. A partir de entonces, su infancia, esa dimensión incalculable, comenzaría a acrecentarse sin descanso durante un exilio que dura ya más de 50 años. Atrás dejaba una gaveta llena de animales: tigres, elefantes, pájaros: dibujos que el niño atesoraba junto a antiguas monedas, piedras y otros minerales. Al leer su libro de memorias El ocho cubano, Efory Atocha Ediciones, Madrid, 2012, se comprenderá que aquel zoológico garabateado e incipiente guarda más relación con los enigmas del calendario que con el reino animal. El profuso bestiario que puebla el libro remite oblicuamente al orden natural, no al histórico; a un tiempo embrionario que permanece fuera de la historia, como si el poeta quisiera deshacer la lógica del tiempo, desconocer la implacable biografía social, y regresar a un tiempo liviano y vegetal en el que domina todavía lo más remoto de nuestra especie. Piedras que al dar la hora espesan el tiempo, animales que toman la siesta y adormecen el tiempo en el paisaje. Lentitud animal, “las horas crustáceas” de aquel pueblo. Amenazado por la eternidad, y como quien está siempre en el paisaje equivocado, el poeta dirá, años más tarde en una entrevista: mi único problema es no haber salido nunca de Guantánamo.

El aura animal de sus memorias sugiere una forma de oponerse al mecanismo histórico que no comprende del todo y que lo ha expulsado. Un giro de la Historia acabó con la intimidad de aquella vieja casa, atravesada por las meditaciones del viento y visitada puntualmente por la última luz de la tarde (…“el silencio y el fresco de la casa” es un recuerdo que dura todavía). Los afanes familiares, el retrato del abuelo, la sombra acumulada en los rincones, habrían de despertar abruptamente ante al sol masculino de la revolución cubana. Un sol que, en más de un sentido, produjo fiebres. Aquel tiempo espeso y animal que empezaba a descomponerse junto a las víctimas de la cruenta dictadura batistiana, aceleraría dramáticamente su reloj al calor del amanecer de la rebelión naciente. Rápidamente, el sacudimiento social se convertiría en compulsión, los llamados de lo comunitario impondrían su legitimidad por sobre el espectro íntimo. La intimidad, sus incitaciones secretas, la fisiología colmada del hogar, habían ganado inmediata obsolescencia. La reconfiguración política llamaba a salir, a la campaña social, a alfabetizar y, si era necesario, a delatar, a no guardar secretos; desnudar la realidad para transformarla. El claroscuro no era el tono mejor llevado, y hasta en poesía se impondría la aparente claridad de lo oral, y los poetas, progresivamente, dejarían de conversar con su otro para conversar con los demás. Décadas más tarde, la literatura cubana que se gestó durante el periodo especial registraría la delación más absoluta: agotadas las utopías y muertos los tabúes, la intimidad se haría completamente explícita, se exhibirían los estragos que sobre el cuerpo produjeron el sadismo económico y la desesperación social que se asomó a la vida cubana a la caída de la Unión Soviética, a través de relatos donde la sexualidad más descarnada y cierta pulsión caníbal ocuparían el centro de las tramas.

En cierto sentido, las memorias de Octavio Armand (Guantánamo, 1946) son una reserva de aquella intimidad perdida. Representan un estrato insalvable de lo cubano, una especie de placa geológica o subconsciente de la cubanidad.

Como si levantara una isla, el poeta pone una piedra recogida al borde del camino sobre la palma de su mano y lleva a Cuba hacia una introspección tan geológica como espiritual. Hace una autopsia de la tierra, siente, “vivas, las espirales de una amonita”. Por la fertilidad de su lenguaje —Armand es uno de los grandes prosistas de la lengua—, hace parecer felices las cicatrices (sus memorias también son el sepelio de la infancia). Junto al exilio, “No es sólo un paisaje lo que se borra: es la configuración de un futuro posible”, nos dice en su formidable gramática retrospectiva. Por ello, la reconstrucción de la memoria es al mismo tiempo el descubrimiento de un idioma cuyo hechizo nos advierte sobre lo que está por ocurrir en el pasado. Lleno de inesperadas analogías y audazmente anacrónico, su lenguaje es una metalurgia; sus metáforas, maravillosas aleaciones, como si fundiera los tipos de la imprenta para recrear la lengua en el despliegue lúdico de su memoria mineral y agrícola.

Escrita sobre una hoja de plátano de la provincia oriental, esta biografía de la isla que son sus memorias parecen los trabajos de un Linneo que se esmerase en el laberinto de un edén tropical, o las aventuras de Esopo perdido en el país de Alicia. Para narrar el pormenorizado soliloquio de las plantas, Armand dobla la flora cubensis a su regocijante español, y vierte las impresiones del monte a las más felices declinaciones. De pie frente a las costas que azotará el ciclón, conoce junto a su padre las voces arcaicas del cielo. En cierto sentido, sus metáforas son datos fósiles. Sus operaciones poéticas, matemáticas del tiempo. Tarda en contar la arena de su memoria lo que Aquiles en alcanzar a la tortuga, porque recordar, en este caso, es una opción del infinito.



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