Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Literatura, Novela, Gráfica

Memorias dibujadas

Anna Veltfort ha publicado una novela gráfica en la cual narra su iniciación sentimental, ideológica y sexual. Un libro que también tiene mucho de testimonio de una etapa de la historia reciente de Cuba

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Son ya unos cuantos los testimonios de extranjeros que llegaron a Cuba ilusionados con un proyecto revolucionario que se prometía como un esperanzador y hermoso proyecto (en lo que aquella quimera fue a parar, huelga decirlo). Ahora mismo, en la lista de espera de lecturas de este cronista aguardan turno dos títulos firmados por una argentina y un holandés. Pero entre todos esos libros el de Anna Veltfort (Alemania, 1945) se distingue por su singularidad: Adiós mi Habana (Editorial Verbum, Madrid, 2017, 233 páginas) es una novela gráfica.

De no haberlo empleado ya Leonardo Padura, Veltfort podría haber titulado la suya La novela de mi vida. Lo digo porque lo que narra, con dibujos y textos, es una historia autobiográfica que tiene muchos ingredientes novelescos, aunque todos son dolorosamente verídicos. Llegó a La Habana en 1962, con Lenore, su madre, Nikki, su hermana menor, y Ted, su padre adoptivo. Este era un norteamericano que tomó parte en la Guerra Civil de España como integrante de la Brigada Internacional Abraham Lincoln. Siempre tuvo firmes ideas comunistas y era admirador de la Unión Soviética. Del mismo modo, era enemigo del capitalismo y detestaba a los anarquistas y los liberales. Al triunfar la revolución en Cuba, ofreció su servicio como ingeniero eléctrico y fue aceptado y allá se fue con su familia. Poco después de llegar, empezó a trabajar en la Junta Central de Planificación y se le encomendó la tarea de diseñar la política económica del nuevo gobierno.

Ya desde Estados Unidos, a donde había llegado con su madre de Alemania en 1952, la asistencia a actos políticos en compañía de sus padres despertó en Veltfort el deseo de luchar ella también contra la injusticia. A los catorce años, se unió a un grupo de jóvenes afroamericanos para protestar contra la discriminación racial. Así que, aunque lo hizo por decisiones tomadas por sus padres, llegar a un país en plena efervescencia y en pleno romanticismo revolucionarios debió llenarla de ilusiones y de expectativas. La bienvenida, no obstante, tuvo que desconcertarla un tanto. En un dibujo, los piropos no precisamente discretos y los gestos obscenos de los trabajadores del muelle habanero la hacen preguntarse: “Pero… ¿y por qué esos hombres tienen sus penes en las manos y me miran a mí?”.

Los diez años que pasó en Cuba, de febrero de 1962 al verano de 1972, marcaron su vida y significaron una experiencia de la que no salió indemne. Allí cursó el preuniversitario y después ingresó en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana. Con sus compañeros de estudio y sus profesores, realizó labores en el campo. Asimismo, formó parte de un proyecto de investigación social que la llevó a la Sierra Maestra. Vivió hechos como la Crisis de Octubre, las grandes purgas y depuraciones de la década de los 60, la creación de las UMAP, la ofensiva revolucionaria.

Una vez que se incorporó a la vida cotidiana, empezó a descubrir aspectos de la realidad de los que nunca se hablaba en su casa. En su trato con el cubano de a pie, se enteró de que su mundo era muy diferente al de los técnicos extranjeros. La población no tenía acceso al supermercado donde estos compraban y subsistía con lo que le daban por la libreta de abastecimiento. La música extranjera estaba prohibida. Y un día, un estudiante ejemplar de Lenguas Clásicas que era su profesor de latín desapareció y no se supo más de él durante seis meses. A través de “radio bemba” supo que lo habían enviado a la UMAP, y aunque varios profesores trataron de usar su influencia para que lo liberasen, nada pudieron lograr.

En el plano personal, la revelación más importante que tuvo en esos años fue la de su homosexualidad. Ocurrió en un cine habanero, durante una proyección de Tiempos modernos de Charles Chaplin. Al salir de allí con su amiga, no tenía nombre ni referencia de lo que sentía, pero sí la convicción de que era eso lo que quería y que no podía retroceder. Aquella relación no duró mucho, pues Veltfort se cansó de llevarla bajo el miedo permanente a ser descubierta. Supo después que algunos de sus compañeros y compañeras de estudio también eran “del gremio” y eso la alegró.

Durante su estancia de trabajo en la Sierra Maestra, estableció amistad con Martugenia (Marta Eugenia Rodríguez), una instructora del departamento de Inglés de la Escuela de Letras. La describe como una joven revolucionaria, un espíritu libre con mente veloz y un especial sentido del humor. La amistad se convirtió en una relación amorosa, que duró hasta que Veltfort salió de Cuba. Fue entonces cuando le tocó conocer en carne propia la furia represiva contra los homosexuales que el régimen cubano había desatado. Ella y su pareja fueron blanco de un acoso humillante, a raíz de un incidente con unos típicos ejemplares de macho man. Una noche las dos paseaban por el Malecón, cuando dos hombres que pasaban en un auto las convidaron a irse con ellos. Al ellas negarse, empezaron a increparlas y a llamarlas “tortilleras de mierda”. No satisfechos con los insultos, se bajaron y las golpearon.

Golpear a una mujer es menos grave que ser homosexual

Un carro de la policía llegó poco después. Les dijeron que habían visto el ataque, que detuvieron a los dos individuos y se ofrecieron a llevarlas para que los identificasen. Sin embargo, en la estación les informaron que sus agresores las acusaban de estar cometiendo actos sexuales indecentes. De ser las víctimas, pasaron a ser las acusadas, pues de acuerdo a la justicia revolucionaria golpear a una mujer es un delito menos grave que ser homosexual. Durante casi un año las dos tuvieron que ir varias veces a las vistas del juicio público, pues aquella pesadilla burocrática se fue postergando indefinidamente. Por supuesto, el incidente tuvo para ambas las consecuencias previsibles bajo un régimen que convirtió la persecución de los homosexuales y otros desvíos de su norma en una auténtica cruzada.

En el Epílogo a su novela gráfica, Veltfort escribe: “Me costó años procesar lo que había pasado. ¿Por qué las autoridades cubanas se tomaron el trabajo de retenerme e instalarme en un hotel hasta que Martugenia regresara de Inglaterra aquel verano de 1972? ¿Por qué tanta atención sobre una estudiante extranjera sin importancia y sobre una instructora universitaria cubana?”. No especifica si ha podido hallar respuestas a esas interrogantes. Presumo que no, pues parafraseando a Blaise Pascal los regímenes totalitarios tienen razones que la razón no comprende.

Afortunadamente, todo lo que entonces le hicieron no consiguió llenarla de odio ni de afán de ajustar cuentas. No hacía falta que lo dijese, pues es algo implícito en Adiós mi Habana, pero de todos modos ella lo declara: “Mi amor por Cuba, por mis amigos allá, por la belleza desconsolada de La Habana, nunca vaciló, a pesar del deterioro inconsolable de la ciudad y de la creciente desilusión en los años siguientes”. En esta obra sincera, valiente y conmovedora hay, pues, decepción y amargura, pero no rencor ni resentimiento.

Veltfort apunta que dedicó casi diez años a realizar este proyecto, que le fue sugerido por amigos y conocidos. Estos la animaron a que escribiera un libro sobre sus vivencias en la Cuba de los años 60, aunque lo más probable es que tenían en mente unas memorias al uso. De haberlas escrito, no le habrían tomado tanto tiempo, pues la sencillez con que están narradas esconde un proceso tan riguroso como exhaustivo. Esos cientos de ilustraciones son fruto de un trabajo paciente y meticuloso, que tiene mucho de orfebrería. A diferencia del cine, aquí no hay imágenes generadas por ordenador, sino que cada dibujo está hecho a mano. Su creadora aplicó los conocimientos adquiridos en la Parson’s School of Design, así como la experiencia acumulada en su labor como diseñadora e ilustradora de libros.

Adiós mi Habana denota un especial esmero por lograr una máxima fidelidad de la Cuba de aquellos años. Voy a ilustrar con una anécdota. Justo cuando estaba por comenzar a redactar esta reseña, recibí la visita de un amigo de la Isla de paso por España. Le mostré el libro y al hojearlo, encontró un dibujo a página completa donde aparece el edificio Solimar (Soledad, entre San Lázaro y Ánimas) y lo identificó de inmediato y sin asomo de duda. Esa pasión por la visualidad fidedigna no solo se debe a la buena memoria de Veltfort, sino además a su preocupación por documentarse y buscar en fuentes bibliográficas. Parte del material documental incorporado como atinado complemento (afiches, fotografías, periódicos y revistas, cubiertas de libros) proviene de su archivo personal, pues la autora de Adiós mi Habana es la Connie de ese maravilloso blog que constituye una riquísima mina de información sobre la Cuba de los 60 y los 70.

Pero, aunque Veltfort cuenta su iniciación sentimental, ideológica y sexual, su libro también tiene mucho de testimonio de una etapa de la historia reciente de Cuba. Es decir, logra un atinado balance entre el plano individual y el colectivo. Sus recuerdos están debidamente contextualizados, pues además resulta difícil desligarlos de los hechos sociales y políticos que entonces tenían lugar en la Isla. Asimismo y pensando en los lectores poco o nada familiarizados con ellos, incluye información sobre otros que no la afectaron directamente, pero que ocurrieron en esos años: la noche de las Tres P (prostitutas, proxenetas y pederastas), la visita del poeta norteamericano Allen Ginsberg, la desarticulación del Grupo El Puente, la Conferencia Tricontinental, el juicio contra la llamada microfracción, el caso Padilla, el Congreso Nacional de Educación y Cultura.

En Adiós mi Habana, Veltfort logra un adecuado equilibrio entre imagen y palabra. Pienso que esto se debe a que en este caso no hay un baile a dos, pues dibujante y guionista corresponden a la misma persona, y esta además cuenta una historia autobiográfica. La literatura no fagocita así a lo visual, sino que lo apoya y complementa. La autora emplea además una técnica narrativa que se estructura en dos niveles: los textos de respaldo y los diálogos propiamente dichos. De igual modo, el trabajo plástico no busca prevalecer mediante el aspecto formal, lo cual permite algo tan esencial como lo es el que la fuerza de la historia no se diluya.

Lirismo, amargura, mesura, honestidad, ráfagas de humor para atenuar las duras vivencias que se cuentan: todo eso tiene cabida en estas memorias de estilo transparente y fluido, que proporciona al lector emociones similares a las de una buena novela. Ojalá contásemos con más obras como esta que Anna Veltfort nos ha regalado.