Actualizado: 29/04/2024 20:56
cubaencuentro.com cuba encuentro
| Cultura

Literatura

Mirar con ojos nuevos

En su último libro en prosa, Orlando González Esteva descubre en seres y objetos de la realidad cotidiana detalles y aristas que, por la rutina, la costumbre y el uso, habían pasado inadvertidos

Enviar Imprimir

Además de tener publicados seis excelentes poemarios (Mañas de la poesía, 1981; El pájaro tras la flecha, 1988; Fosa común, 1996; Escrito para borrar, 1997; Casa de todos, 2005; La noche y los suyos, 2005; más la antología ¿Qué edad tiene la luz esta mañana?, 2008), Orlando González Esteva cuenta en su bibliografía algunos libros inclasificables, que se resisten a ser etiquetados dentro de los géneros tradicionales. Me refiero concretamente a Elogio del garabato (1994), Mi vida con los delfines (1998) y Amigo enigma: los dibujos de Juan Soriano (2000). Textos que surgieron a partir de que su autor abrió los ojos a la posibilidad de escribir en prosa, aunque sin abandonar la imaginación poética.

A esos títulos se ha venido a sumar Los ojos de Adán (Pre-textos, Valencia, 2012, 224 páginas). Lo integran cincuenta artículos que originalmente vieron la luz entre junio de 2006 y junio de 2008, en la sección Espacios del diario El Nuevo Herald. Redactados como textos independientes, al ser recopilados en libro adquieren una asombrosa unidad. En la escueta Nota que aparece al final, González Esteva expresa acerca de ellos: “Nadie escribe como quiere sino como le es dado hacerlo o sospecha debe hacerlo, y solo acatando esa fatalidad puede hallarse algún sentido y hasta alguna dicha en la escritura.// No quise hacer periodismo; tampoco literatura; menos complacer a pocos o a muchos. Quise ser libre”.

A partir de ese espíritu de libertad, González Esteva escribió unos textos en los que, como adelanta en el que abre el libro y además le da título, nos invita a ver el mundo como debió verlo Adán. Es decir, ávido de asombro, como si lo viera por primera vez. Ese propósito cristaliza en unas páginas en las cuales los objetos y los seres más cotidianos son vistos con una mirada atenta y perspicaz, que los hace aparecer como si fuesen nuevos. En ese sentido, quienes hayan leído Elogio del garabato, encontrarán en Los ojos de Adán mucho del despliegue analógico y la visión pícara y retozona del niño presentes en aquel libro.

¿En qué objetos y seres detiene González Esteva sus ojos? En los zapatos, la gota de agua, la escalera, la hamaca, el ñame, la yuca, la uña enterrada, el espejo, la calvicie, la mariposa, la cucaracha… Como se puede apreciar, el abanico de temas es muy variopinto, aunque advierto que no puede dar una idea, ni siquiera lejana, de cómo son tratados. Basta leer el inicio de cualquiera de esas prosas, para que de inmediato uno se dé cuenta de que en manos de González Esteva no hay asuntos prosaicos o nimios: “Si la relación de una persona con su toalla es ingenua, ¿por qué el baño a puerta cerrada, por qué la tendencia a reclamar como propia una toalla determinada, por qué la reticencia a compartirla, una reticencia que en algunos casos linda con el horror? «Mi toalla», decimos al referirnos a ella, y el posesivo es tan enfático como si al pronunciarlo nos refiriéramos a nuestra pareja”.

A lo largo del libro, hay un risueño sentido del humor que contribuye a quitar solemnidad y grandilocuencia. Eso permite a su autor acercarse, por ejemplo, a temas como la muerte o el paso de los años: “Qué será de los años que terminan. ¿Volverán a salirnos al paso y darnos la impresión de que son años nuevos o caerán en un saco roto y, a través de él, en un agujero del tamaño del tiempo? Uno acaba encariñándose con algunos y temiendo por su destino. Sufro imaginándolos despeñarse por las barrancas del orbe, dando tumbos hacia atrás y recibiendo mordidas de los animales que pueblan el zodíaco”. Se trata siempre de un humor amable, elegante, en el que no tienen cabida el sarcasmo y la mofa hiriente.

Sin embargo, tras ese humor y esa fachada lúdica, el lector hallará revelaciones que, tras el efecto sorpresa y el deslumbramiento inicial, se imponen como verdades evidentes. En su original acercamiento a seres y objetos de la realidad cotidiana, González Esteva descubre en ellos aristas y detalles que, por la rutina, la costumbre y el uso, habían pasado inadvertidos. Asimismo en varios de los textos se trasluce con nitidez la preocupación del autor por el destino de Cuba, lo cual da lugar a reflexiones melancólicas. Así, al escribir sobre lo que significa escoger un nombre critica la excentricidad de los que han proliferado en la Isla en las últimas décadas, y expresa:

“No me extrañaría que esa descomposición de los nombres fuera un reflejo de la que ha sufrido el país: los nombres rotos como espejos de la realidad social y política; los restos de esos nombres mal remendados, los restos del hombre nuevo; las sílabas revueltas, los cuerpos que hoy se apiñan en las barbacoas de La Habana. Ni me extrañaría que la afición a esos trastrueques verbales hubiera contribuido a hacer más sinuoso el laberinto en que se pierde la isla.

“Sin pasar por alto que la excentricidad es una forma de rebeldía, instaría a emprender una campaña a favor de los nombres tradicionales, del santoral de otrora, a ver si por una suerte de magia simpática, enderezando los nombres se endereza el país”.

Iluminaciones y buscapiés del pensamiento

Algunos de los críticos que han comentado Los ojos de Adán coinciden en mencionar a Ramón Gómez de la Serna y sus greguerías. En efecto, en González Esteva también hallamos una estrategia literaria similar a la de humorismo + metáfora = greguería. Al definir esta, Julián Marías señaló que a su propósito lírico añade una envoltura humorística. “Es decir, no se entrega ingenuamente a la metáfora, sino que la pone en paréntesis, la amanera un poco, como diciendo: «esto no es una metáfora»”. El hecho de que González Esteva la emplee resulta muy lógico, pues conviene señalar que la greguería significa un cambio de perspectiva al mirar las cosas, una inclusión de las mismas en un nuevo contexto. Es de ahí que brota esa especial iluminación sobre ellas, eso que precisamente constituye el punto de partida del cual surgieron los textos de Los ojos de Adán.

En el libro que motiva estas líneas abundan los ejemplos de greguerías. Algunas son puras piruetas verbales, aunque el resultado es de un lirismo delicioso y deslumbrante. Otras, por el contrario, son resultado del razonamiento intelectivo, se aproximan a la máxima filosófica y encierran un contenido profundo. Son frases que piden ser extraídas de las páginas de las cuales forman parte, para que pasen a ser lecturas autónomas, revelaciones. Mientras leía Los ojos de Adán, fui tomando nota de esos buscapiés del pensamiento y a continuación copio unos cuantos:

“Tanto le debe el hombre a la gota, que inventó el gotero”.

“Las escaleras más antiguas son acordeones petrificados”.

“Un ciempiés cuyos pies no se pusieran de acuerdo acabaría despatarrado, más gusano que ciempiés”.

“La toalla es el único pañuelo capaz de enjugar las lágrimas que la ducha, inconsolable, derrama sobre nosotros”.

“La flor es una mariposa que en vez de alas echó raíces”.

“Para exhibicionista, la cabeza calva. Si una ilusión acarició desde niña fue la de andar en cueros, y en cueros anda, como si lejos de mostrarlo todo no mostrara nada”.

“Es bueno que las gotas del agua de la ducha tengan una vida breve y desaparezcan sin dejar traza: saben demasiado de nosotros”.

“Un flamboyán florecido es una hoguera ansiosa de iluminarnos”.

“La cucaracha tiene que hacerlo todo de pie, y solo acierta a echarse patas arriba cuando transige a expirar”.

“No existe obra de arte capaz de emular en delicadeza y poder sugestivo a una voluta de humo; ni artista más desinteresado que el fumador”.

“El cabello es nido de ideas, de ahí que los sabios suelan llevarlo, además de largo, en desorden”.

“Es una pena que el relámpago tenga una duración tan escasa, porque algo deja entrever, y lo que se entrevé no está mal: un espacio lleno de luz”.

“Si algo no está en tela de juicio es la discreción de los espejos: ocurra lo que ocurra ante ellos —un robo, un adulterio, una golpiza, un asesinato— no abrirán la boca. Son, en ese sentido, el cómplice ideal”.

Los ojos de Adán debe mucho al estupendo poeta que es González Esteva. Esa afirmación, sin embargo, no debe llevar a la confusión de pensar que estamos ante prosas poemáticas o poesías en prosa. La presencia del poeta se traduce en la mirada atenta e inteligente, en el despliegue imaginativo con que el autor desarrolla sus conjeturas, en la capacidad para crear espacios asombrosos a partir de la realidad cotidiana e inmediata. Pero eso no se convierte en lastre de su prosa, que corre con fluidez y ritmo y que se sustenta en una escritura elegante, exacta, concisa, en la cual no tienen cabida los excesos. Por lo demás, es algo a lo cual estamos acostumbrados los lectores de González Esteva, pues desde sus primeros libros ha demostrado ser un severo vigilante de la pureza y el esplendor del lenguaje.

Este libro que destila conocimiento e inteligencia, me ha traído a la memoria otro que comparte esas cualidades. Me refiero a De las pequeñas cosas, de Antón Arrufat. Igualmente recopila páginas que antes se habían publicado como artículos independientes en una revista. Al igual que los que conforman Los ojos de Adán, no tienen nada que ver la vida efímera de los trabajos periodísticos, sino con el carácter inmortal de la buena literatura. “Busco que el lector vea los cosas de otra manera, saliendo fugazmente de la costumbre”. Esas palabras pudiera haberlas dicho González Esteva respecto a su libro, pero las expresó Arrufat en una entrevista, cuando apareció la edición española del suyo. Esa edición, por cierto, también salió bajo el sello de Pre-textos, un detalle más que hermana estos dos libros hermosos y sugerentes.