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Literatura, Teatro

Recomponer una memoria fragmentada

En los últimos años, Rosa Ileana Boudet ha dado a conocer cuatro libros de investigación que representan un valioso aporte al estudio del teatro cubano

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En 1961, una joven del barrio habanero de la Víbora comenzó a estudiar en la recién creada Escuela de Instructores de Arte. Para lograr el ingreso, se debe haber valido de alguna artimaña, pues no había cumplido aún los quince años que allí exigían a los alumnos. Como parte de la que iba a ser la primera promoción, allí tomó clases, entre otros profesores, con Rine Leal, Virginia Grutter, Luis Márquez, Félix Pita Rodríguez, Julio Martínez Aparicio. En 1963, en el acto de graduación realizado en el Teatro Mella fue designada para dar lectura al texto que constituía el Compromiso de los egresados.

En 1977, recreó las vivencias de aquella etapa de iniciación en una noveleta titulada Alánimo, alánimo. En la breve nota biográfica de ese libro se lee: “Trabajó como instructora de arte y creó grupos aficionados en los 60”. En efecto, tras concluir los estudios trabajó como instructora hasta 1965. Parte de esa labor la desarrolló en Isla de Pinos, a donde fue enviada junto con otros dos egresados. Al regresar a la capital se incorporó como titiritera en el Teatro de Muñecos de La Habana.

En 1967 volvió a las aulas, esta vez a las de la Escuela de Periodismo de la Universidad de La Habana, en la cual se licenció en el aciago año de 1971. A partir de entonces, sus vínculos con el teatro pasaron a ser desde el campo de la crítica. Sus primeros comentarios vieron la luz, cuando aún era estudiante, en la revista Vida Universitaria y el diario El Mundo, y después en publicaciones como La Gaceta de Cuba, Juventud Rebelde y Cuba Internacional.

Esa actividad la prosiguió en Revolución y Cultura (1972-1978), de la que llegó a ser jefa de redacción, así como en Tablas (1982-1987) y Conjunto (1992-2000), revistas de las cuales fue directora. Asimismo su pasión por el arte escénico se plasmó en el libro Teatro Nuevo: una respuesta (1983). A ese título se sumaron la compilación de la antología Morir del texto (1995), así como los prólogos para las ediciones de Teatro La Yaya (1981), de Flora Lauten, Teatro (1982), de Albio Paz, Aire frío (1990), de Virgilio Piñera, Vagos rumores y otras obras (1997), de Abelardo Estorino, y El velorio de Pura (2001), de Flora Díaz Parrado.

Esa dedicación al teatro, primero como instructora y titiritera luego como crítica, no se ha extinguido ni menguado con el paso del tiempo. Casi medio siglo después, Rosa Ileana Boudet continúa desarrollando una labor que, en más de un sentido, a mí me parece admirable. Desde que en el año 2000 pasó a residir en Estados Unidos, ha proseguido su trabajo, que a partir de esta etapa se ha centrado fundamentalmente en la investigación. Ese esfuerzo ha cristalizado en la publicación de varios libros, a los que me referiré en este trabajo.

El primer título que Boudet dio a conocer tras radicarse en California fue En tercera persona. Crónicas teatrales cubanas: 1986-2002 (Ediciones de GESTOS, Irvine, 2004), cuya salida reseñé en su momento en este mismo periódico. Nada más lógico que iniciar esta nueva etapa de su vida con un balance de la actividad crítica desarrollada por ella en la Isla, a lo largo de más de tres décadas. Como entonces señalé, esos textos revelan la concepción del trabajo del crítico que Boudet tiene y lleva a la práctica.

En primer lugar, en sus artículos no hay espacio para el insulto, los comentarios sarcásticos e hirientes o el empleo de esta labor como ejercicio de poder. Asimismo aunque siempre hace evidente que se trata de su criterio personal, nunca es arrogante ni exhibe su protagonismo. En su esquema valorativo incluye además elementos ligados a su experiencia personal y existencial. No teme así expresar sus emociones como espectadora, convencida de que, tal como sostiene el español José Monleón, un crítico que elimina la emoción es un crítico mutilado, castrado. Es evidente también que escribe desde una actitud de amor y defensa del teatro, lo cual hace que al leer sus textos uno siente que está hablando de algo que siente como suyo. No asume, sin embargo, una postura paternalista, y no vacila al señalar defectos y aspectos no logrados.

El primer fruto de las investigaciones que emprendió en esta última década fue Teatro cubano: relectura cómplice (Ediciones de la Flecha, Santa Mónica, 2010, 390 páginas). En ese libro, como apunta Boudet en la nota introductoria, intenta revisar el teatro cubano de la etapa republicana “como si en un espejo se miraran dos láminas: la escena culta y la popular”. Para periodizar su estudio, propone una cronología diferente, pues opina que “las vigentes son en muchos casos equívocas”. Asimismo señala que debido a que muchos de los textos son de difícil acceso para el lector, asumió “las consecuencias de citar en exceso y dialogar con las obras, así como referirme a los actores y directores que las estrenan, pues el espectáculo es el sentido último de una obra dramática”.

Matiza juicios y opiniones

Aunque a lo largo del libro también se ocupa de teatristas y grupos, Boudet sustenta su análisis en la dramaturgia escrita en esos años y que no siempre subió a los escenarios. Su opción resulta lógica, pues esa es la principal fuente a la cual un investigador puede hoy acudir. Tampoco es que en ese sentido lo tuviera muy fácil: unas cuantas obras están recogidas en libros, pero otras solo vieron la luz en revistas de difícil acceso. Localizar todos esos textos implicó, evidentemente, una búsqueda laboriosa y paciente. Boudet además se preocupó de leer todo ese material, incluso aquellos textos que otros desdeñaron por considerarlos sin importancia o que sencillamente no leyeron. Esto último lo ilustra con un ejemplo. Cuenta que al comienzo de la investigación consultó en la Biblioteca Fernando Ortiz, antigua Sociedad Económica de Amigos del País, el ejemplar de 1919 de la revista Teatro Cubano donde se publicó María, de Ramón Sánchez Varona. Y anota: “Tenía sus pliegues intactos. Nadie lo había leído”.

Esa revisión tan exhaustiva de la dramaturgia de ese período no ha dado lugar a un panorama distinto del que hasta ahora teníamos. Pero sí viene a matizar algunos juicios y opiniones considerados canónicos y contribuye a configurar un panorama un poco más completo. Especialmente lúcidos son, a mi juicio, los capítulos dedicados a autores como José Antonio Ramos, Carlos Felipe, Flora Díaz Parrado, así como al Teatro Alhambra. En ellos Boudet desarrolla un concienzudo estudio e incluye inteligentes y sugestivas reflexiones. Es de destacar el esfuerzo que dedica a defender al autor de El Chino, quien a juicio suyo “conoce como ningún otro la escasa valoración de sus contemporáneos y es todavía víctima de juicios apresurados y superficiales”. Asimismo esa atenta lectura le permite descubrir conexiones y vínculos con autores y obras posteriores. Así, al analizar El ahogao, de Lino Novás Calvo, comenta: “La pieza, compleja y concentrada, con cuatro personajes masculinos y el primer y ¿único? desnudo del teatro cubano antes de 1959, anticipa el narcisismo de los machos de (Abelardo) Estorino en su ritual frente al espejo y la obra corta de diálogo cinematográfico que aparece en los sesenta”.

En el ensayo “Sobre las fuentes y el narrador en la Historia del cine cubano”, recogido en su libro Otras maneras de pensar el cine cubano, Juan Antonio García Borrero defiende la necesidad de emplear fuentes alternativas. “Lo ideal, expresa, sería narrar la historia del cine cubano según el paradigma de Rashomón”. A su manera, Boudet aplica un criterio similar, al ensanchar los límites de lo que suele considerarse bibliografía pasiva o crítica. Consciente de las enormes dificultades que conlleva el tratar de recomponer la memoria fragmentada de nuestra escena republicana, no duda en acudir a los materiales más diversos: memorias de teatristas, testimonios, novelas, epistolarios, crónicas periodísticas, así como a las entrevistas hechas por ella a figuras como Candita Quintana, Raquel Revuelta, Paco Alfonso, Eduardo Robreño.

Si dedicó, como ella afirma, varios años de investigación y relectura para redactar ese libro, era natural y perfectamente lógico que Boudet continuase aquel proyecto con Cuba: viaje al teatro en la Revolución (Ediciones de la Flecha, Santa Mónica, 2012, 304 páginas). Lo digo porque en la etapa que ahora abarca (1960-1989), ella siguió de manera puntual la actividad escénica. A lo largo de esas tres décadas comentó estrenos y festivales, trató personalmente a dramaturgos y teatristas, acompañó procesos de montajes, tomó parte en talleres y eventos teóricos, editó revistas, impartió clases a futuros teatrólogos. Es decir, que en este caso iba a analizar una experiencia que lejos de resultarle ajena, vivió muy de cerca. Eso la lleva a justificar el empleo de la primera persona en su discurso crítico, “porque equivocados, torpes o apasionados, mis escritos y mi labor de promoción acompañaron estos años”.

Esa condición privilegiada de ser testigo de primera mano permite que, en lugar de restringir su análisis al texto dramático, pueda valorar el hecho escénico en su totalidad. Así, al comentar el estreno en 1967 de María Antonia, de Eugenio Hernández Espinosa, apunta: “Hoy es difícil releerla sin recordar el color del vestuario de María Elena Molinet —concebido de acuerdo a la simbología de los orishas— o la imagen de Hilda Oates, la protagonista, de Elsa Gay como Cumachela, la majestuosidad del escenario, la recordada escena del mercado y los cantos y bailes del Conjunto Folklórico Nacional”. Eso hace que a lo largo del libro estudie el teatro como tal, pues se ocupa de los distintos elementos que lo integran y les da el valor que dentro del mismo les corresponde.

El libro realiza un recorrido panorámico por el teatro cubano contemporáneo. Lo inicia con el estreno de Aire frío (1988), de Virgilio Piñera, y lo cierra con la experiencia de La cuarta pared (1988), de Víctor Varela. Organiza ese viaje en veinticinco estaciones o capítulos, en los cuales examina los temas y hechos más significativos. Por ejemplo, dedica espacio a la eclosión dramatúrgica de la década de los 60, en la que se dieron a conocer autores como José R. Brene, Abelardo Estorino, Nicolás Dorr, José Triana, Tomás González, Manuel Reguera Saumell, Héctor Quintero, Matías Montes Huidobro. Asimismo analiza las obras de urgencia y agitación escenificadas en esos años. Otras páginas están dedicadas a los años 70, marcados por la grisura y el dogmatismo y por el surgimiento del llamado Teatro Nuevo. Boudet escogió 1989 como tope cronológico para cerrar el libro, por ser un año en “el que tantos hechos cambiaron el mundo”. Para la escena cubana, fue además el comienzo de un nuevo período, del cual “otros serán sus espectadores y otros sus críticos”.

Valoraciones justas y bien fundamentadas

Boudet logra una complentariedad y un equilibrio entre los elementos testimoniales e informativos y los elementos valorativos y críticos. Asimismo no interpreta el teatro a través de la biografía de sus creadores, pero tampoco rehúye acudir a los datos de esa naturaleza cuando es preciso. A partir de esa dinámica, tan alejada de la plúmbea pesadez del discurso académico, revisa las principales figuras y tendencias, ubicándolas en sus circunstancias temporales e ideológicas, así como en el contexto del arte escénico nacional. De igual modo que dedica amplio espacio a las “cumbres”, no desatiende a otras figuras menores, que si bien carecen de gran relieve contribuyen a documentar la riqueza del período objeto de análisis.

Esa relectura la lleva además a valorar con la objetividad que dan los años a autores sobre los cuales tenía una opinión menos favorable. Dos ejemplos son Héctor Quintero y Antón Arrufat, cuya producción dramatúrgica examina ahora con más justeza. De igual modo, vuelve autocríticamente sobre opiniones expresadas anteriormente por ella. En un trabajo de 1992, al referirse al repertorio anterior a 1959 apuntó que “reproducía las comedias banales de Broadway o intentaba un teatro de arte frente al comercialismo”. Lo reproduce para admitir que hoy sabe que más allá de que la revolución cambió la vida de todos los cubanos, “es una afirmación maniquea”, y que antes del 59 la escena cubana “tiene monumental riqueza y diversidad y no debiera establecerse un corte para su estudio”.

Como es evidente, asumir en solitario un proyecto como este lleva implícitos muchos riesgos. Algo de lo cual la propia Boudet era consciente cuando emprendió su ejecución. Una vez completado, se puede afirmar que ha cumplido sus objetivos con resultados muy satisfactorios. El libro se sustenta en valoraciones justas y bien fundamentadas, y a lo largo de sus páginas hallamos acertadas precisiones, enfoques originales, criterios propios. Como es natural, con algunas de las opiniones expresadas por ella se puede discrepar. Personalmente, uno de mis reparos es la falta de un índice onomástico, imprescindible en una obra de referencia. Asimismo la autora debería unificar la tipografía de los títulos de las obras, pues unos aparecen en cursivas, mientras que otros están entrecomillados, a la antigua usanza. Sin embargo, anoto esos señalamientos sin mengua del franco elogio que en conjunto Cuba: viaje al teatro en la Revolución me merece.

La preocupación por rescatar la memoria de nuestro teatro de las manos del olvido y del efecto destructor del tiempo, también llevó a Boudet a interesarse por la figura de la actriz Luisa Martínez Casado (1860-1925). A partir de la investigación realizada por ella en las fuentes bibliográficas a las que pudo acceder en California y La Habana, así como en una corta estancia en Cienfuegos, y de la consulta de varios archivos digitales de México y España, escribió el libro Luisa Martínez Casado en el paraíso (Ediciones de la Flecha, Santa Mónica, 2011, 294 páginas). Acerca del mismo, la autora redactó unas palabras de las que copio este fragmento:

“Es mi acercamiento biográfico a la vida de la actriz nacida en Cienfuegos desde que muy niña interpreta las obras de su padre, triunfa a los nueve años, alterna con Eloísa Agüero, trabaja con Paulino Delgado y se va a España a estudiar en 1878. ¿Cómo llega a Echegaray que le escribe un personaje sin haberla visto actuar? ¿Cómo se desarrolla su vida en la península y cómo algunos que la vieron la comparan con Sarah Bernhardt? ¿Cómo se podría imaginar su interpretación? ¿Y en México? Sería largo y detallado contarles los pormenores del libro que empieza con un capítulo dedicado a Luisita y termina con su «Último acto». (…) Y aunque me encantaría llenar todos los vacíos, contestarme todas las preguntas, visitar todos los puertos a los que ella llegó en el siglo XIX y los escenarios de tantos países de América y el Caribe, aquí está Luisa, de cuerpo entero, con su consagración al arte y a la interpretación en sus viajes y en sus periplos, en sus momentos cumbres y en sus quebrantos y , sobre todo, en fotografías desconocidas, lo más cercano a verla sobre el escenario y en los juicios, entre otros, del Conde Kostia, Julián del Casal, Olavarría y Ferrari y Gutiérrez Nájera”.

Una extraña entre los suyos

Tarea particularmente difícil era seguir desde su nacimiento la trayectoria de una actriz que murió hace más de ochenta años. Más aún, que desarrolló parte de su actividad profesional en España e Hispanoamérica, a donde la llevaron sus constantes giras. Armar lo que era un verdadero rompecabezas requirió, por tanto, una labor esforzada y paciente, además de una auténtica pesquisa detectivesca. Ha sido gracias a ello que la autora de Luisa Martínez Casado en el paraíso logró ganar ese desafío y materializó un retrato artístico y humano que parecía casi imposible de realizar.

La biografía sigue la vida de Luisa Martínez Casado desde su nacimiento. Da cuenta de su debut en los escenarios a los nueve años, interpretando las obras de su padre, defensor a capa y espada del gobierno colonial. Su descubrimiento en España por el dramaturgo José Echegaray. Su regreso a Cuba, donde se presenta en un Teatro Tacón repleto, pese a su conocida indiferencia ante la situación política que vive la Isla. La creación de su propia compañía, con la cual recorre exitosamente muchos países de habla hispana. Su retiro de la escena y de la vida pública, tras la muerte del esposo al que estuvo unida por más de treinta años. Su fallecimiento, tras una larga y penosa enfermedad, al parecer relacionada con el útero o la matriz.

Después de su muerte, Luisa Martínez Casado cayó en el olvido más absoluto. Como comenta Boudet al final de su libro, “ni siquiera en los teatros de su ciudad natal se registraron sus actuaciones. Hoy todavía se habla de cuando Caruso y Ana Pávlova actuaron en el Terry pero no hay una mención o una inscripción para la Martínez Casado. Sus fondos, bastante precarios, dicen bastante poco de la que viajó con decenas de baúles y una corte a su alrededor. Mientras las pertenencias de Modjeska se guardan en museos y la que llamó a los cubanos «indios con levita» sigue su andadura como mito, Luisa es casi una extraña entre los suyos”.

Uno de los aciertos del libro es la inteligencia con la que la autora ha sabido utilizar todos los materiales. En primer lugar, no se ahoga en los documentos y la información acopiados por ella en la rigurosa investigación. Sabe ir a lo esencial y consigue un justo balance, en el que los datos confirmados alternan con las intuiciones. Asimismo las etapas de la vida de la actriz se suceden ordenada y documentadamente, algo a lo cual se suma una narración fluida y coherente. En este sentido, es oportuno señalar que Boudet recurre en ocasiones a elementos propios de la literatura de ficción (conviene recordar que además de Alánimo, alánimo, ha incursionado en ese género con Este único reino y Potosí 11, dirección equivocada). Es algo que se advierte ya en el párrafo con que se inicia la biografía:

“Don Luis terminaba de arreglarse el traje y cerciorarse de cómo le quedaba el sombrero, muy entusiasmado porque esta noche iría a conocer a la Sra. Avellaneda, que accedía gustosa a dirigir la repetición de Alfonso Munio. Mañana será el estreno en su teatro. Y aunque se rumora que no todos están felices con la llegada de una hija predilecta después de veintitrés años en la madre patria, para él es una ocasión suprema, pues lo inaugurará la insigne poeta (…) Así que ni corto ni perezoso se dirigió al Paseo de Vives esquina a Argüelles y contempló el edificio, feliz como cuando en La Habana, dos años antes, en medio del auge de tonadilleros y saineteros, soñó con tener su propia compañía de cómicos”.

Aparte de esas tres ambiciosas obras de investigación, Boudet ha retomado su labor como compiladora con Los años de la revista Prometeo (Ediciones de la Flecha, Santa Mónica, 2011, 124 páginas). En las primeras 54 páginas hace un repaso de la trayectoria de esa publicación, fundada por Francisco Morín y que circuló de 1947 a 1955. A juicio de la investigadora, su lectura es fuente indispensable no solo para estudiar el grupo del cual tomó su nombre, sino el trabajo de otros actores, dramaturgos y directores de esa etapa. De ahí, comenta, “que su interés trasciende sus páginas y artículos para abarcar «los años» de creación del teatro del arte, en los que se pretenderá una escena vital, actualizada y relacionada con el mundo”.

Esa introducción da paso a una selección de artículos que aparecieron en la revista. Hay además un bloque sobre la polémica que suscitada por el estreno en 1948 de Electra Garrigó, de Piñera. Ahí se pueden leer los trabajos de Mirta Aguirre, Luis Amado-Blanco, Matilde Muñoz, María Zambrano, Manuel Casal, Héctor García Mesa y el propio Piñera. Hasta donde sé, es la primera vez que todos esos textos se reproducen y se ponen al acceso de lectores. El volumen se cierra con una bibliografía mínima de Prometeo y una galería de fotos que aparecieron en la revista.

Aparte de la muy valiosa aportación que representan esos cuatro títulos, Boudet coordina desde hace seis años el blog Lanzar la flecha bien lejos. Aprovechando las grandes posibilidades del ciberespacio, ha sumado ese otro espacio para proseguir su saludable tarea de rescate y divulgación de nuestro teatro. Aunque da cabida a textos de otros autores, es ella quien redacta la mayor parte de los posts. Se trata de notas escritas en un estilo periodístico, en las que comenta una fotografía, reseña la salida de un libro, anuncia un estreno inminente, da noticia de un hallazgo y, en fin, comparte flechazos con los lectores.