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Literatura, Teatro, Teatro cubano

Reconstruir nuestra memoria escénica

Rosa Ileana Boudet ha publicado dos nuevos libros de investigación, uno dedicado a lo que ella llama el teatro perdido de los 50 y el otro, acerca de los actores y actrices que desfilaron por los escenarios cubanos entre 1800 y 1850

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En otras ocasiones he escrito en este mismo diario, para comentar y elogiar la labor investigativa sobre el teatro cubano que viene realizando Rosa Ileana Boudet. No pasa mucho tiempo sin que vea la luz un nuevo libro suyo, fruto de esa amorosa e incansable dedicación. Eso le ha permitido acumular un respetable catálogo: Teatro cubano: relectura cómplice (2010), Luisa Martínez Casado en el paraíso (2011), Cuba: viaje al teatro de la Revolución (2012), Escritos de teatro: crónica, crítica y gacetilla (2013). Asimismo en formato digital tiene Mario Sorondo: carpas y sicalipsis, Celebrar a Virgilio en su centenario, Borges: dos obras y un manifiesto y Aires fríos. Cumpliendo esto que apunto de comparecer con regularidad ante los lectores, Boudet ha sumado dos nuevos títulos de los cuales quiero dar noticia: El teatro perdido de los 50. Conversaciones con Francisco Morín (2014) y Cuba entre cómicos (2015), ambos publicados bajo el sello de Ediciones de la Flecha.

El título del primero a no dudarle ha de inducir a engaños. No se trata de una compilación de entrevistas al destacado director. La propia autora lo aclara en la introducción: “No es un libro sobre Morín aunque es el personaje principal. Es un intento de reconstrucción, incompleto y fragmentario, del que llamo «teatro perdido de los cincuenta», olvidado como herencia burguesa, criticado hasta el cansancio, a veces de forma peyorativa. Fue el que encontramos en 1959 y del que no se habló más”. Asimismo puntualiza por qué denomina así aquel período: “Lo llamo el «teatro perdido de los cincuenta» porque es irrecuperable. Los esfuerzos por publicar obras y textos con años de retraso son aventuras académicas, pero nadie se interesa en montar Lo que no se dice de Cuqui Ponce de León e Isabel de Amado-Blanco ni Pan viejo de Fermín Borges”.

En Teatro cubano: relectura cómplice, Boudet ya había estudiado exhaustivamente la década de los 50. Pero entonces se centró en la dramaturgia, dado que era ese el tema del libro. Ahora vuelve a aquellos años para analizarlos a través de la puesta en escena. La premisa no puede estar más llena de dificultades y riesgos, si se toma en cuenta que la representación teatral tiene una vida efímera: deja de existir cuando se cierra el telón y los espectadores abandonan la sala. Nada más queda de ella, fuera de las fotografías, las notas y críticas aparecidas en la prensa, los programas de mano, el recuerdo de teatristas y público (las filmaciones y los videos corresponden a fechas posteriores). Ha sido precisamente con esos fragmentos, vestigios y trazos como materiales fundamentales, como Boudet ha escrito la historia de la actividad escénica de ese período. La elección no es arbitraria, pues fue a partir de finales de los 40 cuando la escena cubana inició su ingreso en la modernidad.

Para redactar su libro, Boudet partió de sus conversaciones con Morín, así como de su libro Por amor al arte: memorias de un teatrista cubano 1940-1970 (1998). Revisó además periódicos y revistas correspondientes a esos años, y aunque reconoce que hubiera necesitado acceder a más publicaciones y recuperar textos dramáticos, ha manejado una fuente documental bastante copiosa. Un primer mérito a destacar a su trabajo es la inteligencia con que supo procesar todo ese heterogéneo material, para transformarlo en registro que recompone la actividad escénica de una etapa tan vital como poco estudiada.

En su investigación, se ha guiado por criterios propios, que en algunos casos difieren de los hasta ahora aceptados. Así, no considera pertinente la división entre el teatro de arte (1936-1950) y la época de las salitas (1954-1958). Argumenta que si bien es cierto que en la segunda se afianzó el repertorio de entretenimiento, también lo es que al mismo tiempo se estrenaron obras del repertorio europeo y universal y textos experimentales y de vanguardia para las minorías cultas.

Asimismo optó por no citar tanto como hubiera querido el libro de Rine Leal En primera persona (1954-1966), que constituye la fuente casi única para tener un registro crítico de primera mano del teatro hecho en Cuba antes de 1959. En lugar de eso y en la medida de lo posible, prefirió acudir y escuchar otras voces. Entre ellas, están las de Francisco Ichaso, Mirta Aguirre, Matilde Muñoz, Natividad González Freire, Luis Amado blanco, Matías Montes Huidobro, Mario Rodríguez Alemán, Mario Parajón, Manuel Casal, Rafael Suárez Solís, Walfrido Piñera, Gastón Baquero. A propósito de esto, Boudet incorporó al final de su libro un par de apéndices. En el primero recoge una breve muestra de comentarios, la mayoría publicados en la revista Prometeo. En el segundo armó un expediente con los textos que se escribieron acerca del estreno en 1948 de Electra Garrigó, incluidos los dos con los cuales Virgilio Piñera contestó a los críticos.

Entre todos crearon un teatro

Acerca de su libro, Boudet comenta que “no es una investigación terminada. Espero que al publicarse como un work in progress, otros colaboren, añadan y rectifiquen errores y emociones”. Eso es perfectamente lógico, por tratarse de una manifestación tan difícil de analizar como el teatro, un sistema orgánico que recurre a un conjunto de medios escénicos y lúdicos. Unas dificultades que en este caso se acrecientan, puesto que del período que se estudia nos separa más de medio siglo. Pero más allá de que pueda ser enriquecida y ampliada, con El teatro perdido de los 50… su autora ha hecho una valiosa aportación. Gracias a su labor, los investigadores futuros disponen de una obra de referencia de la cual partir. Y por otro lado, su publicación hace que a partir de ahora sea inaceptable afirmar, como algunas firmas reconocidas lo han hecho, que en esos años hubo intención, pero no teatro.

En Cuba entre cómicos, Boudet comparte el crédito de la autoría con el dramaturgo, ensayista e investigador camagüeyano Manuel Villabella. En este caso, la revisión de nuestra memoria teatral se remonta al siglo XIX, para indagar en la historia de los actores y actrices que trabajaron en los escenarios cubanos entre 1800 y 1850. Muchos de ellos, como apunta Boudet, llegaron a la Isla “por aventura, necesidad o incentivo, los más, desde España y los menos, desde otros países de América. Algunos, olvidados en su país de origen se asentaron en el nuevo mundo. A su vez nacidos en la isla hicieron el viaje a la inversa hacia la metrópoli para estudiar, integrarse a alguna compañía o huir de la situación política en busca de un medio más propio. Entre todos crearon un teatro”.

Fruto igualmente de una acuciosa pesquisa bibliográfica en publicaciones de la época, en Cuba entre cómicos sus autores hacen un estudio del siglo XIX. Pero a diferencia de obras anteriores, que sustentaban casi por completo su discurso en el análisis de la literatura dramática, Boudet y Villabella lo estudian desde la perspectiva de otro de los componentes fundamentales —el único imprescindible, sostienen algunos— del hecho escénico. Gracias a ese esfuerzo, podemos contar con una valoración que estaba pendiente: la del itinerario artístico y vital de cómicos y cómicas.

De particular interés son los capítulos acerca de Santiago Candamo, André Prieto y Francisco Covarrubias. Al primero, Villabella lo define como un cómico de la legua y lo compara con aquellos que en el siglo XVI recorrían los pueblos y aldeas de España. Desarrolló buena parte de su actividad en Puerto Príncipe, hoy Camagüey, y todo sugiere que tuvo una buena acogida. Andrés Prieto era ya un actor sobresaliente cuando llegó a La Habana en 1810, e incluso había publicado una Teoría del arte dramático que fue reeditada en 2001. Durante su estancia en Cuba, que se extendió hasta 1815, tuvo un notable éxito entre los espectadores. Su rival en popularidad fue el habanero Francisco Covarrubias. Entre 1830 y 1841, comenta Boudet, “se llenan sus beneficios. El público acude para oír sus divertidas ocurrencias y populares décimas impresas como sueltos. Se publica su biografía, su retrato litografiado y se le llama «perpetuo de todas las compañías» ya que (…) recorrió todos los escenarios y complació aguerrido a sus seguidores”.

En esa pesquisa investigativa, son varios los hechos y aspectos que salen a la luz. Así, en los capítulos “El poeta y el cómico” y “De El peón de Bayamo, al estreno de El Conde Alarcos”, Boudet se ocupa de la producción dramatúrgica de José María Heredia y también de la polémica que sostuvo en 1826 con el antes mencionado Andrés Prieto. El detonante fueron unos comentarios que el poeta cubano publicó en la prensa mexicana. El actor español consideró que Heredia criticaba su trabajo “sin indulgencia ni piedad” y le contestó. En los Anexos que aparecen al final del libro se reproducen todos los textos que dio de sí la controversia. Asimismo en ese bloque se incluye un suelto de Francisco Covarrubias y la transcripción de una veintena de crónicas del Diario de La Habana sobre la temporada de Andrés Prieto.

Abundante y rica es, pues, la documentación que hallará el lector en Cuba entre cómicos, pues Boudet y Villabella no se reducen a repasar la trayectoria de actores y actrices. Lo ha destacado Luis Álvarez cuando señala que “al situarlos en su contextos, al examinar las peculiaridades de sus recorridos profesionales, el modo en que eran acogidos o no, el vínculo de su labor artística con la realidad nacional, este ensayo se convierte en una pieza más —y en este caso invaluable— para el ahondamiento gradual en la todavía no concluida historia de Cuba en el siglo XIX. Villabella y Boudet rescatan para el lector contemporáneo un sector vital para el conocimiento de la sociedad colonial”.

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