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Santiago de Cuba, Flotas, La Habana

Añejas polémicas cubanas: el Palacio Municipal de Santiago de Cuba (I)

Trabajo en dos partes. La segunda aparecerá mañana miércoles

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Hay una especie de destino, un hado, benéfico o maléfico, que lleva a ciertas ciudades a convertirse en capitales, y que lleva a otras, que quizás lo merecían más, a que a despecho de desearlo con fuerza sus habitantes, no lo logren, y la isla de Cuba, y algunas de sus comarcas, no han escapado a ese sino geográfico e histórico.

Cuando la villa de Santiago de Cuba ya era la capital de Cuba (una Cuba que primero se llamó Juana, en algún momento Alpha, aunque a usted le parezca raro, y luego Fernandina) entre 1514 y 1515 —Baracoa lo había sido primero, en 1511, pero esa villa, “La Primada”, no ha manifestado nunca, que el autor sepa, sus ansias capitalinas— La Habana, la predestinada a ser capital, no existía, o si existía era un pueblucho de maltrechos ranchos de guano de palmas en un punto (probablemente dos sitios diferentes, uno primero y otro después) que ni tan siquiera ha podido ser ubicado sobre el terreno con absoluta certeza.

Esa Santiago de Cuba naciente, pero pujante, sería el punto de partida del alcalde mayor de la propia villa, Hernán Cortés Monroy (1485-1547), para la Conquista del México de Moctezuma (1518), eje, a su vez, este señor Cortés, de otra polémica con el Adelantado Diego Velázquez de Cuéllar (1465-1524), el fundador de la villa; una disputa que se ha contado de varias formas distintas, todas desagradables, y también fue Santiago de Cuba el punto de llegada para los primeros esclavos negros (unas 300 “piezas de ébano” en 1521), un feo baldón pero muy propio de la época. Pues bien, Santiago seguiría siendo, por unos cuántos años más, la capital de la Isla, por lo menos hasta que un gobernador civil, el magistrado Gonzalo Pérez de Angulo, comenzando, o continuando, un éxodo a goteo de santiagueros hacia otras partes que aún hoy no ha terminado, decidió —o muy probablemente decidió el distante gobierno central en España, o ambos— trasladarse con todos sus matules a La Habana. Una Habana que ya estaba bien establecida alrededor de su bahía —y justo frente por frente a la Corriente del Golfo, no olvidemos esto— desde 1519. Lo cierto es que la “deserción”, llamémosle así a esta un poco precipitada mudada, de Pérez de Angulo ocurrió aproximadamente en 1550, pero eso no significó automáticamente que La Habana se convirtiera en la capital oficial, pues no fue declarada ciudad (y de hecho capital), por el Emperador Felipe II (1527-1598), hasta el 20 de diciembre de 1592. Téngase en cuenta que Santiago de Cuba había sido declarada ciudad tan temprano como en 1522, entre otras cosas porque para esa fecha ya tenía catedral, algo que le debe al energético obispo Fray Juan de Umite.

Resumiendo:

En teoría, Santiago de Cuba era la capital de la Isla, pero el gobernador escogido por el gobierno central vivía —todos los sucesores de Pérez de Angulo siguieron haciéndolo así— en La Habana, y desde allí gobernaba, o trataba de gobernar, toda la Isla. Una manera como otra cualquiera para los santiagueros de ver como el poder se desvanecía y pasaba a otras manos, unas manos para ellos ajenas pues el concepto de cubanía, identidad cubana diríamos hoy (si es que se ha completado, que ese es otro tema que no cabe aquí), distaba mucho, varios siglos, en el tiempo.

Si miramos el mapa de 1515 poco hay que objetar en cuánto a la elección de Santiago de Cuba como capital de la isla de Cuba: una buena ubicación en la costa sur, igual que Santo Domingo, la capital de la Española; una soberbia bahía de bolsa o de botella para ofrecer eficaz protección climática y militar a los barcos; una zona periférica escarpada satisfactoria para la defensa en caso de ataque por tierra; agua dulce abundante, maderas, cultivos, y las facilidades, cosa muy importante entonces, para relacionarse favorable y rápidamente —por mar, se entiende— con el eje caribeño, ese Caribe, ese “Mar de las lentejas” (Antonio Benítez Rojo) que era el centro del mundo del conquistador hispano de aquel momento.

Como lo describía, muchísimos años después, el intelectual santiaguero Dr. García Baylleres en la revista Acción Ciudadana (1940 y reproducido nuevamente en 1943):

(…) por su población, situación geográfica, medios de comunicación y equidistancias a los centros interiores y exteriores del Mar Caribe, cultura, riqueza agrícola e industrial, como centro de atracción turística de la zona antillana e intelectual y financiero de las repúblicas del Caribe y de las colonias angloamericanas.

Muy cierto. La ubicación ideal. Pero lo ideal a veces no resulta, lamentablemente, ser lo más práctico o lo más viable, o, seamos esotéricos por un momento, lo que los hados deciden.

Pues bien, si saltamos un poco hacia adelante en nuestra historia y miramos nuevamente con atención el mapa, pero ahora fechado en 1561 —menos de cincuenta años después— justo el año en que Felipe II emitió su edicto (16 de julio de 1561) prohibiendo toda navegación hacia y desde España que no fuera dentro del sistema de “flotas” o como comenzaron a denominarle a esas agrupaciones bianuales de naves de guerra y cargueros: “La carrera de Indias” de Sevilla, nos daremos cuenta inmediatamente el por qué el sol habanero ascendía y el santiaguero continuaba su lenta pero imperturbable declinación. La soberbia ubicación geográfica de La Habana era el secreto, un secreto que muy probablemente no vislumbró el que la fundó, el señor Pánfilo de Narváez (1470?-1528?), un individuo que hoy se hubiera ganado un tribunal militar por genocida y sobre todo por perdedor, pero que de todas maneras pasó —sin proponérselo, que él solo quería oro y nada más que oro— a la historia.

Santiago apuntaba hacia el Caribe, que disminuía ostensiblemente en importancia geográfica y económica comparativa, mientras que La Habana, justo a la entrada del Golfo de México, apuntaba hacia el continente, que aumentaba cada vez más en importancia, tanto militar como económica, sobre todo esta última, que el comercio, y sobre todo la descocada rapiña metalífera del gobierno imperial eran la razón última de las flotas.

Fue la Corriente del Golfo, ¿se acuerdan?, con su facilidad para impulsar aquellos frágiles barquitos —pequeñitos, sí, pero cargados de oro, plata y pedrerías hasta los topes— hacia España la que le dio a La Habana su preeminencia y la convirtió (¡prosopopéyicos que eran los españoles!) en “Llave del Nuevo Mundo y Antemural de las Indias Occidentales”, un nombrecito que hizo famoso el habanero José Martín Félix de Arrate (1701-1765) pero que ya venía dando vueltas desde bastante antes. O como escribió el historiador Manuel Moreno Fraginals: “La Habana fue un fenómeno aparte cuya relación con el exterior fue mucho más importante que su conexión con el resto de Cuba”.

La Habana estaba, como diría un norteamericano —que no existían los gringos en aquel momento y les faltaba bastante para existir, valga la aclaración— en el lugar correcto en el momento correcto, y Santiago de Cuba, pues Santiago estaba ya, desde tan temprano, en el lugar equivocado.

Y tanto lo estaba que corrió el riesgo cierto de verse despoblada: ataques de piratas y corsarios de por medio, salida de muchos de sus habitantes a exploraciones y conquistas (Hernando de Soto hacia La Florida, por poner un solo ejemplo), desplazamiento de muchos de sus vecinos a Bayamo (situada en el interior y por tanto con más oportunidades de huir de los depredadores) y para terminar, el último clavo en la tapa, la cédula de fecha 8 de octubre de 1607 que supeditaba el gobierno de Santiago al de La Habana, una ciudad desde la que resultaba casi imposible —distancia, bosques inmensos, ríos crecidos y falta de caminos mediante— conocer y suplir las necesidades de los santiagueros y que muy probablemente tampoco tenía mucho interés —que la distancia, la riqueza y el poder vuelve ingratos a la gente— de ayudarles, que pretextos para no hacerlo sobraban y seguirían sobrando hasta hoy.

Pero Santiago, mal que bien, sobrevivió, y hay que reconocerle a los santiagueros que a despecho de los malos tiempos, las penurias económicas y las catástrofes de todo tipo, incluyendo temblores de tierra y terremotos, hay entre ellos un núcleo duro ciudadano, un apego al terruño, una patrilocalidad que se aferra siempre a su ciudad, por muy del interior —“el interior”, le llaman los habaneros, con cierta arrogancia, a todo lo que no sea La Habana—que sea, que esa “interioridad” le cayó encima casi desde el principio y aún hoy persiste sobre ellos como una pesada losa.

En 1762, durante la Guerra de los Siete Años, los ingleses tomaron por la fuerza la ciudad de La Habana, un hecho que pudo haber despertado la ilusión de un renacimiento político y económico de Santiago —que paradójicamente había sido atacada y muy bien defendida de esos mismos ingleses por el gobernador español Francisco Antonio Cagigal de la Vega veinte años antes, durante la Guerra de la Oreja de Jenkins, 1739-1742— pero si es que la hubo, esa ilusión duró muy poco, pues los ingleses, después de solo once meses de ocupación, una ocupación que no fue más allá de los alrededores de la ciudad, cambiaron La Habana por una parte de La Florida (¡Habrase visto cosa igual de tonta!) y todo volvió a ser, más o menos, como antes.

Después vino la revolución haitiana (1790-1809) y el arribo a Santiago de Cuba y sus periferias montañosas, en cuatro oleadas bastante bien diferenciadas, de los colonos franceses en fuga y algunos de sus esclavos. Una época de alza que marcó a Santiago, y a los santiagueros, de muy diversas formas, casi todas positivas (ver: La emigración útil y varios artículos más, Alain Yacou, 1987, 1990, 1996 / Historia del café, Francisco Pérez de la Riva, 1952 / El otro Corso, F. J. Fojo, 2014 y muchas otras investigaciones sobre el tema), entre ellas, además del cultivo avanzado del café, el ímpetu comercial, el arte, la música, la gastronomía, la medicina, las buenas maneras, etc. con la construcción del folklórico barrio santiaguero del Tivolí, donde se dice nació el otrora famoso carnaval de la ciudad y donde también, andando el tiempo, vieron la luz el creador del bolero, José (Pepe) Sánchez (1856-1918), el trovador Sindo Garay (1867-1968), el popularizador del son, Miguel Matamoros (1894-1971), y el purista de la guaracha, Antonio Fernández (Ñico Saquito) (1902-1982) (ver los estudios de los historiadores Olga Portuondo Zúñiga, Rafael Brea, José Millet y Alejandro Pichel Verdasco sobre los carnavales de Santiago de Cuba / sobre la música santiaguera, el bolero y el son existen centenares de excelentes trabajos).

Pero no, no alcanzó el impulso de la abundante migración francesa para que Santiago de Cuba, tan maltratada por la perenne y crónica partida de muchos de sus hijos, a veces los más dotados artística y/o intelectualmente, y la siempre presente corrupción y lenidad colonial, superara sus limitaciones.

Y así sigue la historia.

Vino, ya mencionamos algo de la música, la cultura escrita: Los poetas y escritores José María Heredia (1803-1839), Luisa Pérez de Zambrana (1835-1922), Pedro Santacilia Palacios (1834-1910), Enrique Hernández Miyares (1859-1914, uno de los tantos que se fue para La Habana y no volvió), José Manuel Poveda (1888-1926) y ya en el siglo XX la familia dominicana, radicada en Cuba, Henríquez Ureña, sobre todo Max(imiliano) (1886-1968). Debe mencionarse también el político, empresario, intelectual e historiador Emilio Bacardí Moreau (1844-1922), una de las personalidades más interesantes y prolíficas que ha dado, genuinamente, la ciudad de Santiago de Cuba. (Recomendamos el interesante estudio sobre la lírica santiaguera del investigador de la Universidad de Oriente, Ronald Antonio Ramírez Castellanos, UO, 2016 pero la bibliografía sobre el tema cultural es abundante).

Y vinieron las conspiraciones separatistas y anexionistas (el santiaguero Porfirio Valiente y unos pocos más) que, cosa curiosa, no prendieron tanto en Santiago como en otros lugares de la Isla —¿Sería acaso la gran cantidad de españoles y otros extranjeros avecindados en la ciudad la causa?— Es posible, pero pensamos que merece estudiarse el asunto. (Ver, por ilustrativos, los estudios de la investigadora Maritza Pérez Dionisio). Luego vino la llamada Guerra Grande, desencadenada fundamentalmente en Bayamo, en el norte de Oriente y en Camagüey, pero que fue acercándose a la ciudad de Santiago de Cuba sin llegar a penetrarla nunca de una manera eficaz (salvo en las ideas, claro), aunque sí destruyendo la agricultura y la incipiente industria en sus alrededores, lo que incrementó el éxodo de muchos santiagueros hacia La Habana o hacia tierras más lejanas, como España, Tampa, Cayo Hueso (Key West) y New York, un éxodo muy justificado en este caso pero que, lamentablemente, ha herido el caudal humano de Santiago aún en tiempos menos dramáticos, y lo sigue haciendo.

Como escribía en su artículo Pobre Santiago el abogado santiaguero Dr. Tomás Puyans, publicado en el Periódico Oriente y luego reproducido en la revista Acción Ciudadana # 33 de 1943:

(…) como no criticar a aquellos santiagueros que parten a La Habana, se olvidan de su ciudad, viven de sus rentas en esta ciudad oriental y en realidad son absentistas… para mí no son más que mal emigrados.

Por cierto, y esto es un comentario al margen, el autor de este ensayo ha observado, y tiene familiares santiagueros, que el victimismo (¡Pobre Santiago! ¡Pobre Cuba! ¡Pobre yo!) suele ser consustancial a la identidad santiaguera. ¿Es ese victimismo congénito, caso de ser real, una secuela de los avatares de la ciudad o es el victimismo una parte de la causa de esos avatares? No lo sé, pero, por supuesto, esto sería tema de una discusión mucho más profunda y de otro —u otros— ensayo.

Y más adelante la Guerra del 95, que sí tuvo una participación santiaguera mucho mayor, trascendental diríamos (Los hermanos Maceo, Guillermo Moncada, Donato Mármol, Quintín Banderas, etc.), sobre todo entre su población de ascendencia africana. Una guerra que culminó con la capitulación del general español José Toral y Velázquez, jefe militar de Santiago de Cuba y de toda la isla de Cuba, ante el general norteamericano William Rufus Shafter (16 de julio de 1898). Una derrota que puso a un general de segunda fila (Toral) en la difícil y penosa situación de asumir, en interinatura, el mando de un ejército en vías de descomposición, pero todavía activo y peligroso (¿Más activo y peligroso que los propios mambises?). Fue uno de esos extraños momentos en que Santiago de Cuba volvía al primer plano nacional —el final de una guerra, de todo un período histórico y el impetuoso nacimiento de un nuevo imperio— para regresar después, como siempre, a la persistente y malhadada interioridad.

Ya en la república, Santiago de Cuba vivió momentos políticos violentos, como la matanza de alzados negros rendidos (unos 3000 según algunos autores, pero algo menos para otros) en el sitio de Loma Colorada, cerca del Morro, y en el cercano poblado del Caney (1912), colofón de la denominada “guerrita de los negros o guerrita de las razas”. Después Santiago vivió algunas acciones (pocas) contra el gobierno de Gerardo Machado y luego un período de relativa calma —el político, orador y demagogo santiaguero Eduardo Eddy Chibás Ribas (1907-1951), un hombre de arengas inflamadas y actos epatantes, entre ellos el de su propia muerte radiotransmitida, hizo toda su carrera en La Habana— que fue roto por el general Fulgencio Batista y Zaldivar (1901-1973), oriental pero no santiaguero, el 10 de marzo de 1952, generando un movimiento de resistencia que, ahora sí, involucró de forma importante a una parte de la población de Santiago.

Este período, el de la insurgencia contra Batista, ha sido, casi con seguridad, el más promocionado de la historia rebelde de la ciudad (el tópico: “Rebelde ayer, hospitalaria hoy, heroica siempre”, ha hecho cierta fortuna). Comenzó con el asalto fallido al Cuartel Guillermón Moncada, en plena ciudad, por un grupo de jóvenes, muy pocos de ellos santiagueros, asalto que proyectó a Fidel Castro al primer plano de la política cubana (una vez más Santiago trabajó para “el inglés” como suele decirse en Cuba), y luego continuó con una feroz lucha urbana, actos terroristas, movimientos cívicos y alzamientos hasta la huida de Cuba del dictador (primero de enero de 1959). No es necesario entrar en detalles de esta fase de la historia, por demás de sobra conocida (¿será verdad que es tan conocida?), pero lo cierto es que de Santiago de Cuba salieron una serie de revolucionarios (pistoleros dirían otros) que tuvieron mucho que ver con el triunfo de Fidel Castro, otro oriental no santiaguero, en 1959, y que luego tuvieron también mucho que ver con el mantenimiento y radicalización de la revolución, y también, claro que sí, con el enfrentamiento armado a la misma.

Fue este —enero-febrero de 1959— el momento culminante de la gloria de la ciudad y la última vez en que los sueños de capitalidad aparecieron fugazmente (un tema casi desconocido hoy en día y que merece, eso creemos, ser investigado).


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