Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Nacionalismo, EEUU, Revolución

De Fidel Castro a Miguel Díaz-Canel (I)

Auge y caída del nacional-radicalismo cubano en el poder. La segunda parte de este trabajo aparecerá mañana

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1.

En medio de la ofensiva militar con que Fulgencio Batista intentó desalojarlo de su bastión en la Sierra Maestra, Fidel Castro le escribe a Celia Sánchez:

“Al ver los cohetes que tiraron en casa de Mario, me he jurado que los americanos van a pagar bien caro lo que están haciendo. Cuando esta guerra se acabe, empezará para mí una guerra mucho más larga y grande: la guerra que voy a echar contra ellos. Me doy cuenta que ese va a ser mi destino verdadero”.

O sea, Fidel Castro le confiesa a alguien de su entera confianza —su pareja sentimental—, de su puño y letra, el verdadero plan de su revolución: “echar” la guerra contra Estados Unidos.

La confesión ha sido motivada por el uso de cohetes de fabricación americana, por la fuerza aérea de Batista, en un bombardeo contra población civil de la Sierra Maestra. ¿Se ha dejado llevar el Comandante por un arranque de indignación? Quizás, pero no se explica ese dirigir su indignación contra Estados Unidos, en quien sabía muy bien que desde dos meses antes Washington había prohibido toda exportación de armas hacia Cuba, incluso de las ya pagadas por el gobierno cubano, y que por tanto esos cohetes se lanzaban ahora en contra de la voluntad de la administración Eisenhower.

Fidel debió de ser consciente para entonces de que, si sus fuerzas tenían la posibilidad de mantenerse en una guerra posicional frente la ofensiva, guerra de posiciones que él había ordenado, era en lo fundamental gracias a ese embargo de armamentos que limitaba la capacidad de fuego de la fuerza aérea batistiana al mínimo. Por lo que cabe sospechar que el componente fundamental de su reacción ante los cohetes no haya sido tanto de indignación, como de inquietud, al temer que la aviación enemiga hubiera encontrado la manera de violar el embargo, y así hacerse con el material de guerra necesario para sacar a sus tropas de sus mal cavadas trincheras. Una inquietud que, en todo caso, un Jefe no podía mostrar frente a su tropa.

En un final, cualquiera que haya sido el motivo de semejante reacción, la indignación o una inquietud que incluso ante sí mismo pretendió hacer pasar por aquella, no cambia para nada el hecho de que ha dado lugar en él a esa promesa, hecha por escrito y con destino a alguien muy íntimo, de convertirse en enemigo implacable y eterno de Estados Unidos. Algo así, en semejante circunstancia política, solo podía responder a la existencia en su psicología de complejos de sentimientos antiamericanos profundamente arraigados en su personalidad.

Fidel, en sus interminables peroratas, nunca recordó las experiencias en la Guerra del 95 de su padre, las cuales necesariamente debió conocer, por más distancia que hubiera habido entre el padre y su hijo ilegítimo, a quien en un final terminó por reconocer. No debería extrañarnos que Don Ángel Castro hubiera sido uno de esos soldados destacados en el verano de 1898 en el Oriente cubano, concentrados desde mayo en Santiago de Cuba para defender a la ciudad del asalto de las fuerzas anfibias de Estados Unidos. Allí pudo haber participado en alguna de las batallas y escaramuzas contra las fuerzas coaligadas cubano-americanas, y hasta haber perdido a alguno de sus camaradas de la guerra en combate con los yanquis. Sea como fuera, al joven Don Ángel debió de haberlo afectado de alguna manera el desastre del noventaiocho. Debió experimentar en carne propia la humillación por la derrota y pérdida definitiva del Imperio, que en ninguna parte pudo sentirse con más fuerza que en el ejército de Cuba destacado en la defensa de Santiago.

En Fidel salta a la vista, desde muy joven, esa actitud ambigua suya hacia Estados Unidos, de atracción y repulsión a un mismo tiempo. Solo explicable en experiencias traumáticas, en las cuales el grupo objeto de admiración supera o ha superado al individuo en actividades, habilidades o virtudes que desearía fueran distintivas de sí mismo, o de los suyos, o en que el grupo admirado simplemente ha rechazado reconocer en el individuo aquello mismo por lo cual los admira. Experiencias personales, o de algún padre o pariente muy cercano, transmitidas durante la más temprana infancia. En este segundo caso las experiencias del soldadito gallego Ángel, quien asistiera como actor de primera fila a la representación misma del drama que puso fin al Imperio Español.

Ello explica porque en Fidel la obra de la Primera Intervención Americana ha sido un referente fundamental en su actividad política. La cual cabe reducir, en un primer momento suyo en el poder, al intento por superar a aquella obra. De ahí ese interés central suyo por convertir cuarteles en escuelas, o por mejorar la educación y la salud pública, o por elevar la posición de la mujer en la sociedad cubana, actividades todas impulsadas también por la primera intervención. Al convertir al cuartel Moncada en escuela solo repetía la conversión de un antiguo cuartel de artillería español, La Pirotecnia, en la Universidad de La Habana; con la alfabetización, los planes impulsados por el primer gobierno interventor para crear de la nada colonial un sistema de enseñanza primaria; y con el impulso a la salud pública, los planes higienistas americanos que erradicaran la fiebre amarilla de Cuba en los primeros años del siglo.

La intención de Fidel es borrar, desplazar de la memoria colectiva nacional el importantísimo papel de la influencia americana en la formación de nuestra nacionalidad. Al hacer de nuevo lo mismo ya hecho por el primer gobierno interventor, pero ahora por un gobierno ultra nacionalista que lo presente como algo novedoso, nunca hecho antes en Cuba. Mientras a la vez se elevaba hasta el exceso caricaturesco los errores e injusticias cometidos por los americanos en su relación con nosotros, a lo largo de toda la historia.

Fidel, por ejemplo, intenta y con no poco éxito, que en la Isla sus contemporáneos y las dos generaciones subsiguientes tengan por el mayor avance de la mujer en la sociedad cubana el impulsado por su revolución, con la fundación de una Federación de Mujeres. Que olviden lo avanzado por las mujeres cubanas en las postrimerías del siglo XIX e inicios del XX, cuando los cubanos, en su afán por distinguirse de los españoles, adoptaron intencionadamente mucho de la moral del trabajo duro americana. La cual moral incluía una posición más activa de la mujer, no existente en las capas medias y altas de la sociedad colonial.

Fidel, sería bastante maniqueo afirmar lo contrario, pretende sobrepasar lo realizado por la primera intervención americana ciertamente porque desea mejorar las condiciones de vida de los cubanos. Pero, a fin de cuentas, el que pretenda hacerlo en los mismos términos planteados por Estados Unidos, sesenta años antes, resulta ya muy significativo. El asunto está, sin embargo, en que Fidel no cree que tal mejora, en la dirección marcada por los americanos o por lo cubanos separatistas que a finales del siglo XIX se dieron a ese país como un modelo a seguir, mientras se proponían de manera consciente abandonar la españolidad, pueda realizarse dentro de un orbeamericano, político, pero también cultural. De ahí su propósito de eliminar el papel demasiado importante de la influencia de Estados Unidos en la conformación de la nación cubana.

Pero más allá de la biografía personal de su caudillo, si la revolución de 1959 resultó en el triunfo de un nacionalismo a ultranza, se debió a la existencia anterior de una corriente nacional-radicalista, nacida en medio del rechazo a la imposición de la Enmienda Platt como apéndice a nuestra primera Constitución republicana, la de 1901. Esta corriente había dado desde entonces en la idea, novedosa para Cuba, de que todos nuestros males tienen su causa en la cercanía del archipiélago cubano a Estados Unidos. En consecuencia, el núcleo de su programa era el disminuir, o aun eliminar, nuestra dependencia a la poderosa economía vecina, convertida en nuestra complementaria ya desde la colonia.

La corriente nacional-radicalista fue el resultado del encontronazo de la tradición independentista, ya convertida en poder político tras separarnos de España, con la realidad económica de la Cuba de la época. En 1900 la tradición independentista, que por tal de separarnos de España durante los últimos treinta y dos años del siglo XIX había llegado al delirio de pegarle candela a la una vez próspera colonia cubana, de una punta a la otra, y que estaba convencida de haber realizado para ello la máxima hazaña militar en la historia del Hemisferio, al enfrentar durante cualquiera de las dos grandes guerras separatistas a un ejército español mayor a la suma de todos los que hasta entonces habían cruzado el Atlántico desde Europa a las Américas, se encontró ante la realidad de que Cuba se había convertido en una economía por completo dependiente de la de Estados Unidos, y que ello a su vez condicionaba su independencia política.

Cuba había apostado al azúcar desde finés del siglo XVIII, y para la segunda mitad del XIX esta se había convertido en prácticamente la única fuente de riquezas de una Isla que debía importar casi todo lo mucho que se consumía en ella. En este contexto de práctica mono-producción, mientras Cuba mantuvo un cierto balance en el destino de las exportaciones de su dulce, pudo conservar un relativo grado de independencia económica dentro de su situación colonial. No había que preocuparse por los mercados, ni por presionar a Madrid para que se ocupara de mantenerlos abiertos, porque abundaban en Europa y Norteamérica. Desde los intercambios económicos nadie podía condicionarle a Cuba la relación mutua. La Isla, que todavía en los 1850 muchos visitantes extranjeros señalaban tenía más de metrópoli económica que de colonia, estaba políticamente subordinada a España, es cierto, pero en lo económico y en lo social disfrutaba de privilegios, como el del no reclutamiento militar forzado de los nacidos en ella, e incluso lograba imponerle a Madrid los intereses de su agroindustria azucarera —por ejemplo, en el tema esclavitud, que si la España liberal posterior a 1835 no abolió fue a causa de las presiones cubanas[i].

No obstante, como España nunca fue una gran consumidora de azúcar, y como todos los demás mercados accesibles eran marginales, en un contexto internacional en que, por ejemplo, la población de toda Suramérica no superaba a la de Francia, desde mediados del siglo el boom del azúcar de remolacha en Europa poco a poco fue dejándole a Cuba un único mercado para nuestro casi único producto: Estados Unidos.

Esto causó que hacia 1890 la política cubana se centrara por completo en su necesidad de conservar ese único mercado que le quedaba al azúcar cubano. El caso contemporáneo del tabaco nos sirve para ilustrar con más claridad la situación: entre el proteccionismo americano a su sector manufacturero, y las infinitas regulaciones españolas, la producción manufacturera de habanos y cigarrillos terminó por emigrar de La Habana a Tampa y Nueva York, con el consiguiente perjuicio para la sociedad y la economía cubanas. Algo peor, no obstante, amenazaba con suceder con el azúcar. En primer lugar, por el muy superior peso económico del azúcar, y porque de esta vivían directa e indirectamente más personas en Cuba que del tabaco. En segundo, porque a diferencia de este producto, el trasladar la parte agrícola de la agroindustria azucarera a Estados Unidos no causaría una disminución de calidad del producto final. Y es que, si bien un tabaco con hoja de Virginia ni de lejos alcanza en calidad a uno con hoja de Pinar del Río, el cristal de azúcar es indiferente al lugar donde se cultivó la caña, o la remolacha, de la cual se lo obtuvo: mientras el proceso agrícola de tabaco no podía ser mudado por completo, el azucarero sí.

Se imponía evitar el colapso económico de la Isla y su consiguiente despoblación. Había que conseguir que Estados Unidos diera ciertas facilidades a la importación de nuestro azúcar, las cuales le permitieran a nuestra producción nacional aventajar a la de aquel país en la competencia por su mercado. Lo cual solo podría lograrse si antes Madrid le concedía las mismas amplias prerrogativas arancelarias a los productos americanos, al menos en la Isla de Cuba. Porque con unos aranceles razonables a la entrada del azúcar crudo nuestro, las posibilidades de la producción nacional americana frente a la cubana, para competir por el enorme mercado de Estados Unidos, eran casi inexistentes. En parte por los mucho menores costos de producir azúcar en Cuba, y en parte porque el negocio de importarla a medio elaborar había creado una fuerte industria refinadora en los estados del noreste de la Unión Americana. Una industria cuyos intereses existenciales jugaban ahora en contra de que el gobierno federal ayudara de cualquier forma al establecimiento de una producción nacional, sobre todo a partir de la remolacha.

Los acuerdos se concretaron de modo tácito, a poco de aprobarse el Bill McKinley, que establecía la reciprocidad arancelaria de Estados Unidos con sus socios comerciales: los aranceles para las mercancías de un país determinado, al entrar en la Unión, se establecerían en dependencia de los aranceles con que a su vez ese país recibiera a los productos americanos en sus aduanas. Madrid rebajó los derechos de entrada de muchos productos americanos en Cuba, entre ellos significativamente la harina de trigo, y Washington reciprocó el gesto haciendo lo mismo con los de entrada del azúcar cubano a medio elaborar. Gracias a ello, la producción de azúcar en Cuba, que durante la década de 1880 había permanecido estancada alrededor del medio millón de toneladas, se disparó en el primer lustro de 1890 hasta superar el millón de toneladas.

Mas en España los intereses de quienes vivían de vender a precios de monopolio en Cuba, sobre todo productos como la harina de trigo, nunca se conformaron con semejantes acuerdos. En su lógica sostenida sobre el interés del beneficio personal, para nada en el nacional, cuestionaban el para qué España se permitía una colonia, si no podía vender en ella sus productos al precio que se le diera su real gana a ineficientes agricultores castellanos, e insaciables comerciantes catalanes. Finalmente, en 1894 una coalición de estos logró echar atrás las facilidades concedidas por España a los productos americanos en las aduanas cubanas. Los americanos, a su vez, de inmediato subieron los aranceles a la entrada del azúcar cubano.

Tras años de bonanza en aumento, el futuro de Cuba de repente volvió a ponerse oscuro. Por un lado, subieron los precios de productos como el pan, debido a que ahora los comerciantes catalanes pudieron imponer de nuevo sus precios de monopolio, y como incluso se le subió el derecho de importación a productos americanos que no tenían competencia española, los precios de estos también se dispararon. Por el otro, al no tenerse en dónde colocar el azúcar de la venidera zafra de 1894-95, esta evidentemente se vería muy mermada, junto con los salarios de la mayoría de los cubanos, que vivían directa o indirectamente de la agroindustria azucarera.

De hecho, las raíces del éxito del alzamiento del 24 de febrero de 1895 hay que buscarlas en la realidad económica, y no en la prédica idealista de José Martí. En Oriente, donde único la insurrección prendió con fuerza en un primer momento, los hacendados habían acordado a finales de 1894 rebajar jornales, y esto, junto con la inflación, más que el verbo de Martí o el prestigio militar de Maceo, empujó a la manigua al proletariado rural.

No nos engañemos con cuentos de caminos patrioteros: si los cubanos se fueron a la manigua en 1894 fue a consecuencia de la decisión de Madrid de revertir el tácito acuerdo comercial que, desde principios de la década, favorecía el intercambio económico de Estados Unidos con su colonia cubana. Como al hacerlo condenaba necesariamente al colapso económico y a la despoblación a la Isla de Cuba, los cubanos no vieron ante ellos otro remedio que intentar independizarse para lograr por sí mismos un acuerdo de reciprocidad comercial con Estados Unidos, que asegurara el futuro inmediato de la principal y casi única fuente de riquezas del país. Los cubanos de 1895, por lo tanto, no se fueron a la guerra por las retóricas románticas, idealistas de Martí, pero tampoco por las heroicas de Maceo, sino por causas económicas, urgentes, que tenían que ver con la sobrevivencia de su forma de vida. En 1895 los cubanos se fueron a la guerra por la “independencia” para remachar todavía más la dependencia económica de la Isla a Estados Unidos. Todo lo demás que se afirme es pura retórica sin ningún fundamento.

Pero había una contradicción de fondo en la solución independentista. Si integrados a España los cubanos teníamos cierto poder de negociación para garantizar un tratado de reciprocidad comercial que garantizara la sobrevivencia de Cuba, pero que en sus términos no aumentara todavía más nuestro grado de dependencia económica a Estados Unidos, separados de ella, y para colmo de males tras ese país vecino haber tenido que intervenir para conseguir esa separación, la naciente república de Cuba carecía de ese poder y estaba a merced de la buena voluntad de nuestros vecinos del Norte. Una buena voluntad que quizás en lo político fuera muy manirrota, mas no así en lo comercial…

De repente, tras la durísima jornada del 95, los prohombres separatistas que habían podido abandonarse al más puro idealismo romántico mientras le pegaban candela a la Isla de una punta a la otra, porque en definitiva no eran más que un ejército forajido refugiado en las maniguas, se descubrieron en posesión de un Estado. O sea, con las enormes responsabilidades y obligaciones hacia sus compatriotas y la comunidad internacional que la posesión de tal objeto trae siempre aparejada.

En esta nueva circunstancia, la mayor parte de esos prohombres aceptó esas responsabilidades, o simplemente intentó sacar provecho personal. Sin embargo, la respuesta de una parte de esa generación ante lo precario de ese Estado, como poder negociador para conseguir los mejores términos para el país, fue la de volver a encerrarse en su burbuja idealista: ellos habían protagonizado la mayor hazaña de resistencia en este hemisferio, si se deja afuera la fallida paraguaya, por tanto, lo que había que hacer era volver a darle candela a la isla una y mil veces más, o incluso hasta hundirla en el mar. Estos personajes, que en los primeros años de república se dedicarían a reinterpretar en clave idealista-romántica los motivos de nuestra historia, darían comienzo así a la corriente nacionalista radical. Su actitud: la ya descrita del irredentismo incondicional; su ideal, y posteriormente programa político: lograr la desconexión de nuestra economía de cualquier relación que pudiera condicionar nuestra política interna. En las siguientes generaciones, independientemente de la situación económica, esa actitud y ese ideal no harían más que ganar más y más adeptos, mientras la interpretación romántica de nuestro pasado se convertía en la dominante.

La dura realidad, sin embargo, es que en nuestra historia del siglo XIX lo predominante no ha sido precisamente el idealismo o el romanticismo, y bien mirado, en lo moral las elites matritenses salen mejor paradas que las cubanas. Lo predominante en nuestra historia ha sido la economía, y la nuestra, por su devenir histórico, por su situación a la vista casi de las costas de un país con un alto desarrollo desde el inicio mismo de la revolución industrial —a diferencia de Japón, por ejemplo, a miles de millas náuticas de cualquier poder industrial hasta hace muy poco—, y por sus recursos energéticos muy limitados, nunca nos ha permitido aspirar de manera realista a vivir de manera autárquica, sin las consiguientes interferencias ajenas en nuestra política interna. Por el contrario, Cuba ha estado condenada a mantener un alto grado de complementariedad con esa economía vecina a solo noventa millas, y a depender de ese mercado enorme en el cual comprarlo todo resulta más barato, y vender lo poco producido es más fácil, y más beneficioso.

Comprender esta última realidad, por cierto, le ha tomado al nacional-radicalismo ciento veinte años de existencia, y más de medio siglo de ejercicio del poder absoluto e incontestado en Cuba. Porque sin lugar a duda calcular los daños del “bloqueo”, según el método usado por el actual canciller Bruno Parrilla: sumar los excesos en los costos para Cuba por la exportación de, o la importación hacia otros mercados, con respecto a lo que costaría hacerlo hacia, o desde el americano, en sí no puede ser entendido más que como un reconocimiento implícito de lo erróneo del programa nacionalista radical, y consecuentemente de la revolución que en 1959 se propuso ponerlo en práctica.

Nadie ha definido con imágenes más vívidas la actitud y las intenciones irrealistas de esa corriente ultra nacionalista que Enrique José Varona. En el mismo momento en que nacía esta, en agosto de 1901, en respuesta a la carta de un general independentista que le proponía sumarse, desde la futura asamblea constituyente, a la oposición a la decisión americana de condicionar la independencia de Cuba a la imposición de una serie de condiciones, le escribe de vuelta:

…considero emponzoñadores de la conciencia pública a los que hagan creer a los cubanos que podrán reunirse, como en una isla, desierta y desconocida del mar Antártico, a disponer por sí solos de sus destinos.

…son innumerables los empeñados en engañarse y en engañar a los demás, diciéndoles que hemos conquistado la independencia, y que toda limitación, por pequeña que fuere, de esa independencia, que ellos fantasean como si viviésemos en la Luna, sería usurpación manifiesta, que justificaría el delirio de una resistencia que nos llevaría al suicidio.


[i] En sí, la ruptura entre España y Cuba solo fue definitiva cuando Madrid dejó muy claro que no emplearía su dinero para asumir el pago por la liberación de las masas de esclavos, en las cuales se había invertido la mayor parte del capital de las clases libres de la Isla. Una vez llegado a este punto, para las clases libres perdió todo interés una relación con España que nada concreto aportaba, y sí entorpecía demasiado.


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