De la capa un sayo
¿Hasta qué punto pueden aplicarse cambios sin reajustes en la política del régimen?
Crece por días el número de quienes consideran, con razón, que ningún otro cambio puede esperarse hoy en la Isla más allá de pequeños remedios en la economía, que actúen como respuestas aliviadoras para las apremiantes demandas del pueblo y, a la vez, como pruebas de crédito ante la presión internacional.
También parecen ser muchos quienes se contentan con la "novedad", toda vez, dicen, que representa un paso, por más lento que sea, hacia empeños futuros.
La conformidad ante el hecho de que se emprendan aquí reformas netamente económicas, como maniobra para evitar o demorar los cambios políticos, está haciendo coincidir a los cómplices y a los críticos del régimen, en virtud de un pragmatismo reductor que no refleja menos la posición de los propios analistas que la actitud que estos prevén en los proyectos gubernamentales.
Sin embargo, no estaría de más preguntarse hasta qué punto pueden ser aplicados cambios de alguna consideración en nuestra vida económica sin que supediten o amolden o arrastren reajustes en los presupuestos políticos.
Quizás el régimen haya llegado tan lejos en el entretejimiento (totalizador, obsesivo, enfermizo) de sus redes de poder, que ya no le resulte factible hacer nada, mucho menos en materia económica, estableciendo límites entre sentido práctico y politización, por muy astutamente que intentase hacerlo.
Todo es político para el régimen. Y en política todo se reduce para ellos al dogma que aconseja la asfixia del individuo como ente independiente, así que peligroso, opuesto a la homogeneización social que sirve de base a su dominio.
Mera estrategia de supervivencia
Entonces, para empezar, conviene que tengamos claro cuáles son los componentes esperanzadores o consoladores de las tales reformas o transformaciones "económicas" que se dice están siendo introducidas en la Isla.
Porque si se trata, por ejemplo, del incremento de la pequeña empresa privada o de la desestatización de la agricultura, más valdría no ilusionarnos en la víspera, pues, con todo y lo que digan, es muy poco probable que estas variantes económicas constituyan prioridad para el régimen, quien las tiene marcadas como amenazas en lo político. En el mejor de los casos, si se viese obligado a transigir, trataría de contaminarlas tanto con sus condicionantes políticas que al final no resultarían efectivas.
Otra de las medidas que está en el candelero es la eliminación de la doble moneda. El régimen la asumirá sin duda, porque no tiene alternativas. Lo que resta por ver es cómo va a hacerlo. Y justo la forma en que lo haga debe fijar hasta qué punto esta medida terminaría resultando más política que económica.
Si la unificación monetaria se consigue mediante un proceso racional y auténticamente efectivo, tal medida representaría por si sola la mayor victoria política que puede obtener hoy el régimen, en tanto significa que ha logrado revertir la crisis económica y que está en condiciones de elevar en la concreta el valor de la moneda nacional, de implementar ajustes entre los salarios y los precios de productos y servicios, y de garantizar normales afluencias en el mercado.
Si, en cambio, esta eliminación de la doble moneda responde a manejos superficiales o a efectos remediadores que no se fundamentan en avances (estables, sólidos, palpables a ojos vista en la calle) de la economía nacional, el régimen estará certificando que no le queda nada por hacer en materia económica ni política, como no sea continuar imponiéndose durante un tiempo más, a la tremenda y con rejuegos de astucia condenados al estercolero.
Quedan algunas otras medidas, como la reforma empresarial, cacareada durante decenios pero siempre nula en la práctica; o el incentivo a la inversión extranjera, mientras se impide invertir a los cubanos del exterior, entre los que no son pocos los que pueden hacerlo y están dispuestos. ¿Cómo congeniar, sin que prime lo político sobre lo económico, la descalificación de inversionistas nacionales con el incentivo a la inversión extranjera?
Y queda, claro, el aumento de la existencia de frijoles y boniatos en el mercado, o la relativa y a todas luces pasajera mejoría del transporte público.
¿Podría afirmarse sin pecar de ingenuidad que estas variantes, al igual que las anteriormente mencionadas, no implican tanto a la política como a la economía? Lo probable es que su real sustentación sea eminentemente política y que lo que está en juego con su alcance o su fracaso sea sobre todo el futuro político del país, toda vez que se trata de medidas de elemental emergencia.
Entonces, muy bien puede ocurrir que eso que hoy tomamos como pragmatismo económico no indique sino que el régimen está haciendo otra vez de su capa un sayo, o para decirlo en buen cubano: lo que le sale de su mondongo, con tal que no pase de ser mera estrategia de supervivencia política.
Y si es así, tampoco resultaría exacto asegurar que en Cuba aquello que la gente de a pie demanda, por lo general, del régimen se diferencia mucho de lo que reclama la disidencia. No es verdad que lo único que el pueblo desea es aumentar su per cápita de frijoles. Pero dadas nuestras especiales circunstancias, tampoco es verdad que las medidas para aumentar los frijoles sean soluciones duraderas si no vienen juntas de mayores libertades para la acción individual, para la iniciativa y la expresión, y la capacidad de elección entre la gente. Y esto es, ni más ni menos, lo que reclama la disidencia.
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