Iconoclastia cubana: una antigua tradición
Texto en dos partes
Para el Arquitecto Rafael Fornés, virtual cronista de Miami, con admiración y gratitud
Ahora, cuando en estos tiempos de supuesta modernidad, hemos visto recorrer con estupor por varios países y especialmente Estados Unidos, una oleada de monumentos cuestionados, vandalizados, retirados y hasta demolidos, debemos recordar que Cuba tiene también una antigua y profunda tradición iconoclasta, la cual comienza desde sus primeros pobladores.
Los frecuentes invasores caribes, guerreros sumamente feroces, arrasaban las aldeas de los pacíficos taínos en sus periódicas incursiones de pillaje, destruyendo todo lo que no podían llevarse de botín, como una agresión añadida para borrar la memoria y la identidad de sus pobladores.
Luego los conquistadores españoles, buscando oro, despojaron a los indígenas de todo lo que relumbrara, especialmente sus toscos ídolos, y por eso lo que conocemos hoy como arqueología cubana es sumamente pobre y modesta, aunque tampoco aquellos pueblos primitivos pre-agro-alfareros, recolectores y todavía semi-nómadas, alcanzaron un gran desarrollo artístico, al menos nada comparable con las grandiosas civilizaciones continentales como olmecas, mayas, aztecas, o quechuas.
Borrar la memoria siempre ha sido una tendencia represora y vengativa. Los inquisidores, cuando no lograban quemar vivas a sus víctimas, porque morían antes o se les escapaban, las cremaban en efigie. Es una práctica muy antigua: los egipcios borraban a sus “indeseables” del Libro de los Muertos, así como sus rostros y los cartuchos con sus nombres, para que no tuvieran Vida Eterna… Y después, que se los comiera un cocodrilo en el Juicio Final de Osiris. Todo esto de la destrucción de la memoria es algo muy atávico y mágico, en el fondo.
En definitiva, cuando se agrade una imagen —estatua, cuadro, tumba o monumento— es un ataque a la ejemplaridad y a la eternidad del personaje, lo que representa y su cultura. Es una forma de violento exorcismo, un fútil intento de borrar la historia. No hace mucho, el mundo vio con cuadrapléjico estupor cómo los fanáticos del Dáesh o Estado Islámico dinamitaban y demolían las majestuosas ruinas de Palmira, Hatra, Nínive, Nimrod, y hasta en Tombuctú. Salvo Rusia y Siria, pocos hicieron algo contra esa barbarie. ¿De qué nos asombramos ahora con lo que pasa en Estados Unidos? “Esos polvos trajeron estos lodos…”.
Muchos olvidan que una estatua o un cuadro NO es la persona en sí, sino sólo su representación, pues el personaje ya fallecido ni siente ni padece. Como irónicamente advertía el pintor belga René Magritte (1898-1967) en su célebre cuadro: Ceci n’est pas une pipe (1929).
Pero cuando el rencor es muy fuerte se olvidan la lógica y el sentido común, y la representación pasa a sustituir lo representado. Por eso, varias veces han explotado bombas en la tumba de Carlos Marx, en el usualmente tranquilo cementerio londinense de Highgate, con su ecléctico estilo de egypcian revival, perturbando el eterno descanso, entre otros, de sus vecinos George Michael y Alexander Litvinenko.
La etapa de las sucesivas guerras cubanas para separarse de España, empezó en 1868 con un incendio destructor —Bayamo— y continuó con métodos similares en 1895 —“la Tea Incendiaria”— que arruinaron al país y crearon una espantosa miseria: era el precio de la libertad... Miles de propiedades —casas, industrias, siembras y fincas— fueron incineradas para lograr la anhelada libertad, pero aun cuando el 25 de noviembre de 1897 el gobierno del liberal Práxedes Mateo Sagasta concedió la autonomía de Cuba como Provincia de Ultramar (que entró en funciones el 1 de enero de 1898), muchos cubanos, ya impulsados en sus afanes, continuaron briosamente en la pelea, destruyendo todo a su paso para alcanzar la independencia.
Sin embargo, apenas un mes y medio después de estrenar gobierno autonómico, el 15 de febrero explotaba el acorazado norteamericano Maine en la bahía habanera, suceso que fue manipulado por los Reyes del Amarillismo y Co-Padres de las Fake News, William Randolph Hearst y Joseph Pulitzer, quienes eran implacables enemigos entre ellos, pero coincidieron al menos en dos aspectos: promover la guerra contra España… y apoyar al Partido Demócrata.
Al terminar el dominio español en la Isla, se removieron varias estatuas públicas por su significación política, como las de los monarcas Fernando VII (en la Plaza de Armas, sustituida luego por la de Carlos Manuel de Céspedes), e Isabel II (en el Parque Central, más tarde cambiada por una de José Martí), y fueron depositadas en almacenes o trasladadas a España. Alguna escultura, como la de Carlos III, siguió expuesta hasta la actualidad, por su mérito artístico, pues, aunque cierta tradición la atribuyó erróneamente al italiano Antonio Canova, en realidad fue esculpida por el escultor gaditano Cosme de Velázquez, pero hoy está muy maltratada por el desgaste del tiempo y el castigo del clima.
Los sucesivos gobernantes de la República de Cuba (1902-1958), después de tantos desastres, procuraron embellecer el entorno de las ciudades con obras escultóricas que enaltecieran el patriotismo de una nación incipiente, y por eso se construyeron numerosos monumentos, prácticamente en todas las cabeceras de provincia, y de modo especial en la capital del país.
Con la llegada al poder de los “barbudos” encabezados por Fidel Castro, comenzó una etapa muy diferente: aún en los primeros días fueron destruidos todos los objetos que simbolizaran el régimen anterior, desde los parquímetros, las ruletas y las victrolas, hasta las casas y oficinas de los personajes de la política, o del empresariado nacional, propiedades que a partir de ese momento serían “del pueblo”, para lo cual se creó expresamente un instituto llamado “Recuperación de Bienes Malversados”, que se aplicó concienzudamente en el saqueo sistemático de las casas abandonadas por sus propietarios, y la “donación” o la comercialización de numerosas obras de arte patrimonial.
Se trataba de borrar el pasado (como hacían los invasores caribes), o aprovecharlo (según los conquistadores españoles), de acuerdo con los intereses de los nuevos mandantes. Pero en realidad, lo primero demolido fueron las instituciones previas, y luego las numerosas organizaciones de la “sociedad civil”, como los Clubes Rotarios, las distintas asociaciones profesionales, las Academias como las de la Historia, Artes y Letras y de la Lengua, y los templos de fraternidades como los masones: todo fue “intervenido” prontamente, y en muchos casos destruido después.
La única obra pública que llevaba el nombre de Don Fulgencio (Doble Vía del General Batista, primero llamada Avenida del Presidente Wilson o Calle Línea que atravesaba El Vedado), fue rápidamente borrado. Parece que el presidente Batista tuvo el suficiente tino y prudencia para no levantar ni permitir que se levantaran estatuas en su honor, conociendo bien al pueblo cubano, como tuvo oportunidad de comprobar en 1933, ante la barbarie desatada, cuando Machado fue derrocado con la complicidad del gobierno americano.
Estados Unidos rompe relaciones con el régimen de Castro el 3 de enero de 1961, pues las empresas y propiedades de sus ciudadanos habían sido arrebatadas por el proceso de “nacionalización” (aunque algún historiador despistado lo calificó de “expropiación”, cuando en realidad fue un despojo ilegal sin indemnización ni reparación); como represalia, apenas quince días después, el 18 de enero, el Monumento a las Víctimas del Maine (inaugurado en 1925) fue simbólicamente descabezado del águila volante que lo coronaba: los restos del ave de bronce ahora están repartidos entre la Embajada de Estados Unidos (la cabeza), y el resto en el Museo de los Capitanes Generales; luego, durante el Salón de Mayo de 1967, el organizador Carlos Franqui anunció que Pablo Picasso obsequiaría una “Paloma de la Paz” para colocarla en el tope, pero nunca llegó. Pocas semanas después, discretamente, Franqui salió de la Isla para residir en Europa... No sé dónde se encontrarán ahora los cuatro bustos de personajes norteamericanos que estaban colocados en el monumento; de dos presidentes: William McKinley y Theodore Roosevelt; y de dos militares: el General Leonard Wood y el Soldado Andrew Summers Rowan, protagonista del suceso conocido como “A Message to García”. Las tarjas de bronce que formaban parte del conjunto fueron retiradas o alteradas convenientemente.
Poco a poco todo fue rebautizado con nombres políticamente correctos, como los “mártires y héroes revolucionarios”, para formar aquella metáfora tan certera —e involuntaria— de “un viejo gobierno de difuntos y flores”.
Pero si nos remitimos a la historia, los iconoclastas que destruyen ídolos, en realidad a la larga son idólatras también, pues sustituyen los destruidos con los propios.
La Noche de las Estatuas desmontadas es uno de los episodios más vergonzosos de la historia cubana de los últimos 60 años. Nadie sabe quién dio la orden —pero se supone— para que en medio de las sombras se procediera a remover varias esculturas de dos vías monumentales de El Vedado: la Avenida de los Presidentes (G) y el Paseo de los Alcaldes. En algún caso lo ejecutaron de forma tan torpe que, al arrancar la estatua del primer presidente de la república, Tomás Estrada Palma, el único a quien el pueblo le otorgó espontáneamente el título de “Don”, se quebrara la pieza, y quedaran hasta hoy los botines del prócer firmemente adheridos a la base, por lo cual el cubano chistoso lo bautizó como el “Monumento a los Zapatos”, quizá remedando sin saberlo el muy hermoso de igual nombre en Cartagena de Indias: “A mis zapatos viejos”.
Aunque no estaba en la Avenida de los Presidentes, el Presidente Alfredo Zayas tampoco se salvó: su estatua fue demolida para hacer espacio donde ubicar la monstruosa pecera con la variante cubana del sarcófago de Tut Ank Amen, el Memorial del Yate Granma, entre el Palacio Presidencial, ya convertido en Museo de la Revolución, y el Palacio de Bellas Artes (otra obra batistiana, adornada por grupos escultóricos de Rita Longa). Cuentan que el octogenario hijo del mandatario, humilde oficinista del Museo de los Capitanes Generales, no pudo contener el llanto cuando vio cómo destrozaban la efigie de su padre.
Pero desde mucho antes, esa pasión destructora y “anabaptista” de los cubanos ha dejado una profunda huella en la historia nacional. Los cambios de nombres en calles y plazas heredados de España por otros más republicanos y “patrióticos”, no surtieron mucho efecto, como reconocía el mismo Emilio Roig de Leuschenring, primer Historiador de la Ciudad de La Habana. Todo el mundo siguió llamando Galiano a la flamante Avenida de Italia, Neptuno a la calle Juan Clemente Zenea, y así por el estilo. Y todavía en 1973 cuando tuvieron la “ocurrencia” de cambiar el nombre de la hermosa Avenida de Carlos III por el de Salvador Allende, tropezaron de nuevo con la misma piedra, pero además dejando el cruel saldo de un joven poeta condenado a cinco años de dura cárcel, por haber osado escribir un poema irónico sobre el asunto.
Hoy comprobamos, con mayor nitidez cada día, que el régimen insular ha demostrado su pericia y efectividad para elevar a un grado supremo, con indiscutible magisterio universal, esa decidida voluntad de lograr en una escala ciclópea un arte de hacer ruinas.
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