Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Represión

Sin tregua para el horror

A seis años de la Primavera Negra, 54 opositores pacíficos aún cumplen condena a cientos de kilómetros de sus hogares, aislados, mal alimentados, enfermos y bajo tortura.

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Los ojos le brillaban con alegría contagiosa cuando nos leía sus escritos. El primer número de la revista De Cuba había dado muchos dolores de cabeza a los entusiastas miembros de la Sociedad de Periodistas Manuel Márquez Sterling. Dos meses después se concluyó la segunda entrega. La policía política decía que el gobierno no permitiría una publicación independiente dentro de la Isla. Acechaba, aunque en todo el país se reunían las firmas en apoyo al Proyecto Varela. Era la primera vez que la mayor parte de la oposición recibía el compromiso de la población. También proliferaban bibliotecas independientes y diversas organizaciones políticas y de derechos humanos. Se estaba quebrando el miedo.

El 18 de marzo de 2003 empezaron a llegar las noticias sobre los amplios operativos de la Seguridad del Estado, los registros durante horas y horas, la incautación de todo y la prisión. Los días 19 y 20 fueron similares. Los llevaron al cuartel general, conocido como Villa Marista, en La Habana, o a las dependencias al efecto en pueblos y ciudades. A los familiares les dijeron que podrían llevarles "el aseo" al día siguiente, pero que no los verían hasta nuevo aviso. Llegaban aturdidos y encontraban a muchas personas en espera de visitar a sus presos. Días antes, el gobierno había emprendido una ola similar contra los traficantes de drogas. Los mezclaron en las celdas. Iniciaron la Primavera Negra cuando Estados Unidos invadió Irak, para confundir al pueblo y a la opinión pública internacional. Pretendían reinstaurar el terror dentro de Cuba y que en el extranjero no se prestara atención.

Sin embargo, no contaron con que sus voces quedaron fuera de la cárcel, en sus mujeres, que empezaron a mover cielo y tierra. Al parecer, la rápida respuesta internacional quebró la aspiración de fusilar a algunos de los 75, y la sed de escarmiento se cebó en tres jóvenes negros, quienes cayeron en la trampa del gobierno.

Los juicios sumarísimos siguieron y los pacíficos opositores fueron condenados a penas de hasta 28 años de cárcel, poco después fusilaron a los secuestradores de la embarcación, cuyo error no provocó víctimas. Se amplió la condena en todo el mundo, y en junio, el Grupo de Trabajo de Detenciones Arbitrarias de las Naciones Unidas consideró arbitrario el encarcelamiento de los 75 disidentes y Amnistía Internacional los declaró prisioneros de conciencia.

La razón está de su lado

Desde esa fecha han pasado seis años en prisiones a cientos de kilómetros de sus hogares, confinados en celdas de aislamiento, mal alimentados, enfermos —incluso los que llegaron jóvenes y fuertes—, bebiendo agua contaminada, rodeados de nubes de mosquitos y moscas, con asistencia médica manipulada y correspondencia interceptada. Con el tiempo, veinte de los encarcelados en el Grupo de los 75 han recibido licencia extrapenal por padecer serias enfermedades. De ellos, Miguel Valdés Tamayo falleció en un hospital de La Habana, nueve permanecen en el país, bajo la amenaza de ser devueltos a prisión en cualquier momento, y Reinaldo Labrada Peña fue liberado tras cumplir la condena. Los 54 prisioneros han vivido cambios de "régimen", pero alrededor de veinte aún están muy lejos y algunos tienen restringidas las visitas cada tres meses.

Hay casos extremos, aunque no los únicos, como Librado Linares, que se está quedando ciego; el doctor José Luis García Paneque y Normando Hernández, que no asimilan los alimentos; Arturo Pérez de Alejo, con serias dolencias, y Antonio Villareal, sumido en profundo estado depresivo. Las terribles condiciones y el estrés por la convivencia con presos comunes, la mayoría de alta peligrosidad, así como las preocupaciones por sus familias, han constituido torturas psicológicas permanentes.

Sus esposas, madres, padres, hijos, hermanas y tías fueron también condenados esa terrible primavera. Al dolor de saber que sus seres queridos se encuentran en condiciones infrahumanas, se añaden las dificultades económicas para afrontar la manutención familiar, llevar a prisión todo lo imprescindible —desde jabón hasta alimentos— y el alto costo del transporte para llegar a las más recónditas prisiones. Esta situación se ve aderezada con la vigilancia cotidiana y las represalias de la Seguridad del Estado y los informantes.

En ese entorno crece el pequeño que tenía 14 días cuando se llevaron a Fidel Suárez Cruz, el orgulloso César por tener un padre como Librado y los dos hijos adolescentes de Ricardo González Alfonso. Así murió en un accidente automovilístico la niña de nueve años de Juan Carlos Herrera Acosta, quien sufre por no poder llevarle flores a la tumba. Muchos hijos añoran la compañía de sus padres y muchos ancianos han muerto sin volver a ver a sus hijos, aunque, a sus 80 años, Catalina Cano viaja desde La Habana hasta Cienfuegos para atender a su sobrino Marcelo.

A pesar de estas inclemencias, los familiares están convencidos de que la razón está de su lado. Han pasado seis años y los cambios en Cuba deberían comenzar por hacer justicia con la liberación incondicional de esas personas que han pretendido expresar sus opiniones para contribuir al bienestar del pueblo y el progreso de la nación.


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