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¿Tenía razón Sirley Ávila?

Una mujer que debió sortear presiones, amenazas y zancadillas en un sistema de vocación totalitaria, y en uno de los lugares más recónditos del país

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La historia de Sirley Ávila es bien conocida. Sirley era una delegada del Poder Popular de Majibacoa, el municipio menos poblado de Cuba. Sus electores habían logrado en años anteriores que el Gobierno estableciera una escuela primaria para los pocos estudiantes del poblado, los que, de otra manera, tenían que viajar varios kilómetros diariamente para acceder a un centro educacional.

En la presente coyuntura esa orden fue revocada y Sirley comenzó todo un proceso de gestiones y reclamos, pero fue sometida a un régimen de silencio donde nadie la recibía y ningún órgano de prensa se hacía eco de su demanda. Solo pudo escapar a este confinamiento compareciendo ante la prensa extranjera y lanzándose a buscar la reelección como delegada municipal.

En lo primero, ocupó cintillos por muchos días. Pero en lo segundo fue derrotada tras un tétrico ejercicio de gerrymandering que la colocó en una desventaja absoluta. “Ahora —dijo– me siento como una ciudadana más de este país, con derecho, por la Constitución, a ir a donde tenga que ir reclamando los derechos del pueblo”.

Sirley Ávila ha sido una mujer muy valiente. Solo ella, sus allegados y verdugos conocen la cantidad de presiones, amenazas y zancadillas que debió sortear en un sistema de vocación totalitaria y en uno de los lugares más recónditos del país. Y por todo eso merece honor, más aún, si como ha declarado, continúa su trabajo de base con la misma dedicación y coraje. Y probablemente por todo ello es que Sirley ha conseguido aplausos desde todas las esquinas razonables —extremistas y fundamentalistas a un lado— del nuevo tablero político cubano.

Me uno a esos aplausos. Y luego quiero, con toda la modestia a que obliga la estatura de esta mujer, derivar tres conclusiones.

La primera es que las fisuras del sistema totalitario siguen produciendo lo que un día el Granma llamó “situaciones inusuales” ante las cuales el sistema no tiene capacidad de reacción, o lo hace cada vez con más deficiencias. La sustitución de los procesos judiciales contra los opositores por extenuantes arrestos exprés; la tolerancia ante fenómenos como la ocupación de espacios públicos por grupos religiosos y “tribus” urbanas y la difusión de un clima en que la gente dice lo que piensa sin los temores ancestrales, son todos indicadores de un cambio en la relación entre estado y sociedad. Y Sirley —que en su condición de delegada tenía un pie en la sociedad y otro en el Estado— supo aprovechar las fisuras y tocar los nervios más sensibles del sistema. Hace solamente seis años, Sirley hubiera sido degradada hasta los sótanos de la estación de policía más cercana.

La segunda cuestión es la terrible fragilidad del sistema. Es como el hielo: duro, frío, pero muy quebradizo. Y por eso percibió como un peligro que una mujer que se proclamaba “revolucionaria”, que no enarboló consigna política alguna y que recurrió a la prensa internacional cuando torpemente le cerraron todos los caminos, quisiera ser delegada del Poder Popular. No de una circunscripción central de la capital, sino de una pequeña, de un municipio alejado de todo, que en total no debió tener más de 600 electores. Y reaccionó, ante lo que vio como una amenaza, con una maquinación demencial: alteró las circunscripciones y las listas electorales. En esto tampoco se equivocó Sirley: obligó al sistema a desenvainar sus peores instintos y a revolcarse sobre ellos.

Pero hay algo en que a Sirley solo le asiste parte de la razón. La idea de que es posible mantener una escuela para cuatro niños es errónea. Las estadísticas oficiales que indican que durante años se mantuvieron escuelas funcionando para menos niños que los dedos de una mano hablan de una situación insostenible. La pose gubernamental que sugiere 1.455 escuelas para solo 4.588 niños es un ejemplo del despilfarro y la demagogia que ha convertido al hermoso sueño de la educación para todos en un servicio caro y de baja calidad.

Cuando Sirley defendía el derecho de los niños a asistir a la escuela, daba un paso adelante en el futuro de Cuba. Cuando defendía una escuela para cuatro niños, se ubicaba en un pasado que no volverá. Lo que el estado cubano está obligado a garantizar es el acceso universal. Si este acceso se consigue con escuelas/internados en poblados mayores, o con un sistema de transporte de tracción animal o motorizada, es otra discusión en que la comunidad debe participar y asumir responsabilidades, como sucede en muchos lugares de América Latina.

Casos como el que han vivido los habitantes de Limones en Majibacoa son parte del drama del millón y tanto de cubanos que viven en poblados menores de 200 habitantes o en asentamientos dispersos. Constituyen lo que se denomina en demografía la “franja base” de la población nacional, engrosada por obreros agrícolas y sus familiares. Un segmento poblacional que siempre fue pobre, pero nunca más que ahora cuando la inmensa mayoría está perdiendo “los logros revolucionarios” que les permitieron una vida más holgada en los últimos cincuenta años: ya no hay alimentos subsidiados suficientes, los servicios sociales se constriñen y los empleos son cada vez menos. Y muy raras veces aquí se encuentran familiares emigrados, ni oportunidades de pequeños negocios. Y aunque es previsible que algunas de estas personas se estén beneficiando con los repartos de tierra, esto, sin capitales ni tecnologías, es por el momento un beneficio solo potencial.

Son parte, en resumen, del contingente de los perdedores de la actualización, y junto con los pobladores marginales urbanos, los nuevos pobres e indigentes de una revolución hipotecada que los dirigentes cubanos quieren prolongar en un discurso que ya se ha convertido en puro vaho ideológico.


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El resto de la entrevista a la delegada de Limones realizada por reporteros de la UNPACU, puede verse en el canal de YouTube de [ObservaCuba]

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