Trompetas del infierno
No es verdad que en la Isla el que más y el que menos ha practicado la chivatería alguna vez en su vida.
Conozco la historia de un individuo que se dedicaba a recoger, en La Habana, firmas de adhesión para el Proyecto Varela. No lo animaban inquietudes políticas, mucho menos el deseo cristiano de llevarle luz a quienes viven en tinieblas. El tipo sólo estaba haciendo currículum como disidente, convencido de que así allanaba la brecha de escape hacia Estados Unidos. Por supuesto que su caso no es representativo. Era un rara avis entre el numeroso grupo de personas que asumen con decencia esta labor.
El asunto es que un mal día el individuo cayó en manos de la policía política. Desde entonces constituye un secreto a voces en su barrio que de aprendiz de disidente y exiliado en ciernes quedó convertido en chivato oficial del régimen.
Ejemplos como este han sido pan cotidiano en la Isla durante casi medio siglo, y lo son todavía. Pero no justifican que confundamos la tempestad con la témpera.
Chivatear no es un rasgo que nos caracteriza como pueblo. No todos por acá, ni siquiera un alto número, nos convertimos en chivatos bajo la presión (real, inexorable) de nuestros apresadores. No es verdad, en absoluto, que aquí el que más y el que menos ha practicado la chivatería alguna vez en su vida.
Ojalá esté de más la aclaración. Pero no lo parece, a juzgar por la insistencia y la acrimonia con que últimamente hemos vuelto sobre el tema a través de la prensa libre, gastándonos veredictos tales como que el pueblo cubano acumula un capital social deleznable, "hecho de delatores" entre otras rosas, o que todos cuantos cayeron aquí en manos del G2, todos, "se han arrepentido", o aún peor, que en Cuba "la Seguridad somos todos", cuando lo cierto es que en amplia mayoría vivimos jugándole cabeza al aparato, seguros de que nada nos puede resultar tan inseguro como la cercanía de la Seguridad.
Pecado peor que cualquier delito
Es humana (y como tal, comprensible quizá) la actitud de quienes habiendo ejercido de chivatos en su hora, sientan la necesidad interior de purgar sus faltas diluyéndolas dentro del montón. También es posible comprender, con un esfuerzo, la actitud de quienes, viéndose hoy lejos y a salvo del peligro (o de la tentación) de chivatear, incurren en la pobre soberbia de mirarnos por encima del hombro, por más que disfracen su lenguaje con palabras de perdonavidas. Pero ni a unos ni a otros les asiste el derecho a la tergiversación histórica.
A nadie se le ocurre decir (el régimen no cuenta) y nadie debe decirlo, porque sería hablar sin tino y sin justeza, que quienes se marcharon del país lo han hecho por cobardía y/o por egoísmo. De la misma manera no es justo ni atinado meter a todos los de adentro de un tirón en el saco de los informantes.
Ya que como Domiciano en Roma, el Dominus et Deus del totalitarismo cubano ha sostenido su dominio (en medida considerable) sobre la lengua de los chivatos, y ya que su propia propaganda hace gala de la "vigilancia revolucionaria" protagonizada —dicen— por las masas mediante los CDR, podemos entender que algún extranjero despistado y de agudeza lenta se pase con ficha pregonando que nuestro "capital social" está formado por soplones.
Lo atragantador es que lo afirme alguien que nació y ha crecido aquí, especialmente entre la gente humilde, los pobres, en cuyo código de comportamiento (que aún pervive, maltrecho pero a ojos vista) la delación está considerada un pecado peor que cualquier delito, al margen de la política, y es rechazada por principios de implicación religiosa con los que casi nadie juega.
Existen en la Isla no pocos ámbitos en los que un acto delator puede ser pagado (y se paga a menudo) muy caro. De igual modo que un chivato asciende profesionalmente, gana jerarquía u obtiene viajes al extranjero digamos, por ejemplo, en la UNEAC, se acredita una mancha imborrable, con su consecuente repudio social (incluso, puede amanecer con la boca llena de hormigas), si trabaja en los muelles, en la construcción, en el transporte público...
Porque, además, la condena a la chivatería es base de nuestro machismo. Para ofender a alguien, o para provocarlo, al nivel popular, basta con llamarle "chiva".
Cifra notable, pero corta
Podría preguntarse entonces el extranjero de agudeza lenta cómo se las arregla el régimen para mantener y renovar un equipo de soplones con tan sustanciales y gloriosas victorias en su haber. Será mejor que se lo expliquen los cubanólogos, que para eso se queman las pestañas estudiándonos.
A ellos corresponde argumentar el hecho, tenebrosamente sintomático y revelador, de que los mismos hombres que antaño linchaban a los delatores (recuérdese el tratamiento dado por el Movimiento 26 de Julio a los chivatos durante la anterior tiranía, la de Batista), aparezcan hoy como los mayores cultivadores de la chivatería (a las buenas y a las malas) en toda la historia de Cuba.
Yo me limito a describir lo que veo. Y lo que veo es que la cacareada "vigilancia revolucionaria", entendida como ejercicio de control, chequeo y asedio a favor del régimen, se practica por tres o cuatro personas, no más, en cada cuadra, aun cuando en cada cuadra viven por lo menos cien vecinos y aunque por lo general todos aparecen registrados formalmente en las nóminas del CDR.
Veo que en otras instancias que agrupan muchedumbres (centros de trabajo, planteles estudiantiles...), la proporción entre chivatos y personas normales es parecida a la de los barrios, incluidos en ambos casos los militantes del partido comunista y de la UJC, así como los miembros de las FAR y el MININT.
Ello inclina a calcular que la recua de soplones que actúa permanentemente entre nosotros no debe estar conformada por más de un cinco por ciento (aproximadamente) de la población general. Es una cifra notable, escandalosa, escalofriante, si se quiere. Pero se queda corta (creo yo) para sustentar la tesis de que el cubano es un pueblo de chivatos.
Aun cuando, como ya se ha visto, al régimen le haya resultado más que suficiente para conformar un ejército de trompetas infernales que nos mantiene temblando todo el tiempo, al punto de inducirnos a escribir zarandajas.
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