Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Opinión

¿Glasnost en Cuba?

La exhortación a opinar: Un signo de la liturgia castrista y la prueba de la ausencia de canales para debatir los problemas del país.

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'Nada de ceder'

La confiscación de los bienes de los ciudadanos de carne y hueso en aras de un hipotético bienestar común no ha servido más que para enriquecer a la casta dominante que hoy ejerce el poder y usufructúa la riqueza nacional. En ese punto, la contumacia de la dirigencia está formulada en términos inequívocos: nada de ceder a las tentaciones del liberalismo y devolver a cada cubano el derecho a crear empresas y a disfrutar libremente del fruto de su esfuerzo.

TEMA: Un 'debate' por decreto

El Estado —o sea, el reducido grupo de altos funcionarios que administra al partido único— seguirá siendo el dueño de los medios de producción y de los servicios, de la prensa escrita, la radio y la televisión, y seguirá decidiendo qué puede almorzar cada uno y cómo ha de viajar de un sitio a otro, y cuáles libros tendrán que leer sus hijos en la escuela.

Tampoco parece probable que nadie vaya a sostener, por ejemplo, que el antiyanquismo es una coartada anacrónica y que convendría revisar la política de confrontación permanente con Estados Unidos, que ha sido la razón de ser del castrismo y la fuente principal de las simpatías o de la complicidad internacional con el gobierno de La Habana. Y eso, a pesar de que buena parte de los recursos y alimentos de que disponen los cubanos provienen hoy de los bancos de la Florida y las granjas de Nebraska.

Un planteamiento de esa índole obligaría a reexaminar la leyenda del pequeño David nacionalrevolucionario amenazado desde el siglo XIX por el Goliat imperialista anglosajón, que no escatima esfuerzos para apoderarse de la Isla o, al menos, para convertirla en un barrio de Miami (según declaró textualmente Pérez Roque en 2006).

Ese análisis llevaría quizá a reconsiderar la función de Estados Unidos en la historia de Cuba, desde la política de neutralidad del presidente Ulysses S. Grant en 1869 hasta el impasse actual, pasando por la guerra de 1898, las ocupaciones militares, la Mediación de 1933, el papel de sus inversionistas en la economía insular, la influencia cultural, etcétera.

Y por supuesto, no cabe esperar debate alguno sobre los "logros" del socialismo cubano. No habrá quien impugne el precio exorbitante que el país ha tenido que pagar por unos resultados a veces ilusorios (la calidad de la medicina), a veces disparatados (las escuelas en el campo) y a veces suntuarios (las medallas olímpicas).

Diez contra noventa

El voluntarismo y la mala gestión que han presidido la política económica del castrismo determinaron una asignación arbitraria de los limitados recursos disponibles.

Si la población hubiera podido expresarse e influir en esas decisiones —como suele hacerse cotidianamente en los sistemas democráticos, mediante la prensa, los sindicatos, los partidos políticos y las asociaciones representativas de la sociedad civil—, tal vez habría preferido que el gobierno gastara menos en formar médicos y deportistas estelares e invirtiese más en el sector de la vivienda, el transporte o la energía. Sobre todo cuando los diplomados de la Universidad terminan ejerciendo de meseros y chóferes de taxi para acoger a los turistas, y los atletas huyen de la Isla en cuanto se les presenta la ocasión.

Desde que el gobierno actual llegó al poder, su estrategia político-económica fue muy simple: mejorar las condiciones de vida del diez por ciento más pobre de la población, aun a expensas de aplastar al noventa por ciento restante. La minoría beneficiaria aportaría la tropa de choque indispensable para conservar el poder sine die. Porque en la sociedad actual el armamento moderno y los medios de difusión masiva permiten mantener el control de un país —sobre todo si se trata de una Isla— con un mínimo de adhesiones. La situación actual es la consecuencia —quizá irónica y un tanto imprevista, pero evidente— de esa opción estratégica.

El reclamo de la dirigencia de escuchar la voz de las masas hasta ayer afónicas no será el equivalente cubano de la convocatoria de los Estados Generales en el Versalles de Luis XVI, ni del desencadenamiento de la Glasnost en la antigua Unión Soviética.

El comunismo dinástico cubano conoce los límites de la opinión, la fragilidad del Estado —pese a su apariencia monolítica— y la debilidad de la sociedad vivibunda sobre la que impera. Y sabe además que, a diferencia de lo que ocurre en los regímenes democráticos, el sistema no necesita del consenso nacional para mantenerse en el poder. Basta con que la minoría dominante siga contando con el petróleo que le envía Hugo Chávez, los dólares que mandan los exiliados y las propinas que dejan los turistas, y que pueda repartir las migajas entre el diez por ciento de la población que le sirve de guardia pretoriana.


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