Actualizado: 28/03/2024 20:04
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A debate

Carta para no ser un espíritu prisionero

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Hará unos cuatro años leí un libro que bajo el título Un espíritu prisionero, publicado por Galaxia Gutenberg y traducido del ruso por Selma Ancira, recopila textos de Marina Tsvietáieva, fragmentos de su diario, relatos y poemas. También aparecen, hacia el final de este libro, documentos extraídos de los archivos de la KGB.

Un espíritu prisionero trae una introducción que dice: "los escritores rusos, crecidos en espacios donde la libertad no ha abundado, siempre se han sentido portadores de esta libertad; por eso su suerte casi siempre ha sido aciaga. La muerte temprana de Pushkin y Lérmontov, la locura de Gógol, el cautiverio de Dostoievski, la censura —fiel compañera de todos ellos que tuteló con especial celo la obra de Tólstoi y Chéjov, son algunos ejemplos del pasado". Y prosigue: "esta tradición se ha visto perfeccionada en la época soviética: años de loas, de cantatas y también de silencios, prisiones y exterminios…".

Recordemos, pienso ahora, a Mandelshtam, a Pasternak, a la Ajmátova, que ni siquiera tuvo un cementerio. No puedo, después de haber leído a estos autores y conocer cómo vivieron y murieron (Mayakovski, por ejemplo, y Marina, que se ahorcó en Yelábuga), quedarme con los brazos cruzados ante algo que me parece, a la distancia de aquellos hechos, y en esta isla en el centro del Caribe, una tragedia para la nación cubana que ya vivió expulsiones y censuras por los años setenta y aún sigue viviéndolas.

"¿Unas condiciones favorables? —escribe Marina— se sabe que para el artista éstas no existen… La vida misma es una condición desfavorable…". Pero las condiciones pueden endurecerse aún más, y esto es lo que he sentido durante los últimos días. Cuando me reuní en Estocolmo en el año 1994 con escritores del exilio, comprendí que la tragedia de la separación no se resolvía con eventos ni diálogos. Aquel mal (abierto y sin cicatrizar) estaba allí, donde la venganza y los remordimientos habían hecho una yaga purulenta que confiscaba toda posibilidad de cura. Los participantes de un lado y del otro se insultaban primero dentro de la reunión, y se abrazaban después en los pasillos, como si las dos orillas se unieran en aquellos abrazos efímeros. Mi ingenuidad sirvió de puente para entregar a Heberto Padilla unos poemas de autores jóvenes desconocidos por él (entre ellos, los de Antonio José Ponte) que Heberto usó después para una ponencia sobre poesía cubana que leyó en Madrid ese mismo año durante el encuentro "La Isla entera".

TEMA: La exaltación de ex comisarios políticos

Pensé que sólo cosas como los afectos y la poesía podrían borrar el odio y los resentimientos, porque siempre he creído en la escritura como un modo de salvación o terapia. Pues, ya que todos estábamos enfermos de paranoia (incluso, los que por ser muy jóvenes no participamos directamente de las tensiones y rupturas de los años setenta, cargábamos con ese fantasma y el complejo de culpa de "no parecer revolucionarios" cuando opinábamos o hacíamos algo diferente). Teníamos que poner la pomada contra el dolor, la letra en cursiva de la experiencia vivida y los ejemplos (a la que se refieren ahora tantas cartas de estos últimos días), como una parte de la sanación: no puede volver aquella época "dura", pero ¿cómo eliminar hoy las secuelas que todavía subsisten? ¿Cómo enfrentar sus causas sin examinar a fondo los motivos?

Al entregar aquellos poemas de jóvenes desconocidos a Heberto Padilla (que quiso venir de visita a Cuba y siempre le fue negado "el permiso", hasta que la muerte se lo otorgó), hacía un acto de limpieza personal tratando de comunicarme, de entendernos, porque no podía suceder con alguien de esta época, lo que sucedió en el pasado, porque nosotros, creía, éramos diferentes.

Con los acontecimientos de febrero del 2003, después de discusiones que tomaron un año en el seno del ejecutivo de la Unión de Escritores y la final, pero rápida desactivación ("muerte por silenciador", la llamo, sin derecho a tener un papel por escrito ni una apelación) de Antonio José Ponte, poeta, narrador y ensayista, escritor de la generación que sucede a la mía, la desesperación no me ha dejado tranquila. Muy pocos no aceptaron aquella medida y la mayoría calló. Si silencio esto ahora, sentiría una vergüenza que no me dejaría vivir en paz. Si he trabajado por la cultura, es pensando que cualquier desviación hacia zonas de mutilaciones, censuras y métodos represivos para los artistas serían abolidos con la confianza en el trabajo creador, que es la primera fuente de cultura que permite la proliferación de voces, matices, estilos, ideas, todo en un haz diverso.

Cuando recuerdo las palabras de Lutero que Marina pone en su boca: "¡No me he de someter! ¡Nada ni nadie me ha de atar, porque el bien que más estimo es mi propia y libre voluntad de elegir, pues sin ella muere el espíritu!", pienso que eso es por destino el único objetivo que tiene un escritor. Sé que ninguna literatura tiene valor si nos plegamos a las facilidades o vanidades que de ella provienen sin sacrificios del espíritu, sin opinión, sin carácter, y si soportamos cualquier herida hecha a un escritor, porque, ¿qué es la obra de un artista, sino un pequeño peldaño en la escalera construida por tantos otros? ¿Qué es un escritor, sino un pez hambriento que devora de otra carne, la sustancia? Un hueso de la misma vértebra, su juicio; ese verbo de su inconformidad, de la ruptura entre cuerda floja y abismo. Entre poder y realidad. Entre realidad y deseo.


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