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Miami

Bailemos con Radio Reloj

Toda la historia de Cuba hasta nuestros días es la historia del tiempo perdido.

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No deja de asombrarme que en Cuba, un país que ha demostrado la capacidad enorme que tiene de perder el tiempo, exista una emisora para medirlo. Emisora que marca cada segundo, cada minuto, cada hora ininterrumpidamente día tras día, durante años.

Creada el 1 de julio de 1947, nació a las 6:00 de la mañana, en la azotea de la antigua CMQ, situada en la calle Monte, esquina a Prado. La idea traída de México por un programador, quien conoció un espacio radial que daba la hora intercalando comerciales grabados, fue superada por una emisión en vivo, especie de noticiero permanente, interminable. Sólo hacía falta una mesa, dos sillas y un metrónomo.

El tiempo en la Isla, el cual Lezama Lima estiró como un gato en su conocido poema Ah, que tú escapes, sin pasar por alto su Analecta del reloj, y que el dramaturgo cubano Joel Cano, exiliado en París, trató en su obra Timeball como el juego de perder el tiempo, es algo muy serio.

Si Marcel Proust hubiera nacido en la mayor de las antillas nunca hubiera escrito En busca del tiempo perdido, dicen las malas lenguas. ¿Para qué? Más perdido que una aguja en un pajar no se encontraría nunca. No alcanzarían cien vidas para recuperarlo. La guerra sería demasiado grande y costosa. Habría que evaporar lagunas enteras, revisar ciénagas y pantanos completos, atravesar flamencos con flechas hechas de pinzas de cangrejo, baldear el país con sangre de toro, entre otras cosas, rezan todo tipo de supersticiones.

Por otra parte, El Carrillón del Kremlin fue una obra lamentable de la dramaturgia rusa, pero fue muy bien acogida por el teatro oficial cubano en su época. Obra que contaba la hazaña de Lenin y el pueblo ruso para reparar un reloj.

El héroe anónimo del sistema

El socialismo, a quien Alejo Carpentier llamó surrealismo, con todas las precauciones intelectuales que requería decir esto viviendo en un régimen totalitario, acabó con todas las tradiciones "burguesas", menos con las tradiciones que de algún modo servían para medir el tiempo. Se metió con todo, menos con los relojes. El relojero fue el héroe anónimo del sistema. Y cada cubano se ofreció, a pesar de las advertencias de Julio Cortázar, al cumpleaños del reloj.

Eso explica que todavía exista el cañonazo de las nueve y que hoy, a todo trapo y al estilo inglés, sea una de las atracciones turísticas de la Isla. También que el mecánico, en una percepción bastante singular del tiempo, diga en perfecto estilo insular que va a arreglar el motor entre las 10:00 de la mañana y las 4:00 de la tarde. Que Cuba no camine, que el cine de Andrei Tarkovsky basado en la filosofía "La durée", de Bergson, fuera tan codiciado en la cinemateca de los años ochenta, y Emir Kusturica hoy sea tan cubano como cualquiera de nosotros, a pesar de ser de la lejana ex Yugoslavia.

¿Por qué esa obsesión por los instrumentos de medir el tiempo en un país donde los relojes de La Persistencia de la Memoria, de Salvador Dalí, no sólo se derriten, sino que se esfuman, y la incertidumbre cuántica se encuentra en cada esquina?


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