Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Madrid

Cuando Dios está cerca

Enfermo, sin libertad y mal alimentado, el opositor Adolfo Fernández Sainz cumple una condena de 20 años en la prisión de Canaleta.

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Lo que ve Adolfo Fernández Sainz desde su celda es una doble reja de hierro. Detrás de los barrotes, una combinación alterna de concreto y más hierro y, por fin, unos techos grises, averiados, imprecisos contra el cielo que suele ser azul cielo y por el que corren unas nubes de norte a sur, desde los Jardines del Rey hacia el puerto de Júcaro.

Eso es de día. De noche, ve la parte visible de la noche del preso. La oscuridad total y una parcela donde te pueden tocar entre tres y nueve estrellas. Lo otro es el infinito y lo percibe quien esté libre o un preso al que los verdugos y los dictadores no le hayan podido anular la fe.

Como Adolfo es de esos, de los hombres intuitivos, sensibles, preparados por experiencias y lecturas, acompañado siempre por su fe en Dios y por la música oculta de las oraciones, seguro que él ve más y viaja a Centro Habana a ver la minúscula sala de su casa, donde pasó muchos años escribiendo la verdad sobre su país.

Va a aquel apartamento alto y solitario donde su familia lo espera desde marzo de 2003, fecha en que fue condenado a 20 años por tener ideas propias y escribirlas, por publicar en medios de prensa su opinión sobre el curso de la vida en Cuba y por dar informaciones sobre la situación de los presos políticos y las alternativas de los grupos de la oposición pacífica y de la incipiente sociedad civil.

Adolfo, que viene de una familia humilde de Pinar del Río, que es un traductor profesional y reconocido, no usaba un carné de identidad con otro nombre, no andaba clandestino con un sombrero de paño, unas gafas oscuras y un macfarlán de corduroy por El Vedado. No, él usaba las mismas camisas de siempre y ponía su nombre en los artículos y no tenía armas blancas ni negras.

No le ocuparon nada más que papeles y libros. No había ningún artefacto que pudiera herir a o dañar a un ser humano entre las pertenencias que se llevó un comando de la policía política de su casa, en medio de un despliegue de fuerzas que parecía destinado a capturar a un gangster o a uno de los peligrosos corruptos estatales (suelen tener pistolas) que saquean lo poco que queda en la república.

Pero Adolfo está ahí, frente a ese paisaje cerrado. Enfermo, sin libertad, mal alimentado, pero esperanzado porque con sus plegarias se acerca a Dios y esa cercanía lo pone directamente a ver muchos horizontes.