Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Decisión inapelable

Cuba es un sitio de miedos, sombras, maldades que crecen al compás de las exclusiones.

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No, no he muerto. Aún soy un cautivo que sobrevive en medio del azar tejido por la subsistencia y la hosca mirada de policías y delatores. Pura fauna sembrada en una jungla que persisten en llamar país, ínsula, república. No sé si decir circo, zoológico o infierno.

Cuba es eso. Un sitio de miedos, de sombras, de maldades que crecen al compás de las exclusiones. A pesar de todo hay esperanzas en los discursos, normalidad en los despachos de prensa, abundancia en la voz de un locutor que vaticina el paraíso en la tierra.

Las ruinas no cuentan en las apologías, ni la mugre que hizo un pacto eterno con el oxígeno. De la pobreza se habla como si se tratara de un nuevo descubrimiento cósmico. Algo distante y raro.

Oficialmente, se decreta la felicidad y el silencio. Hay que reír con soltura, sin escatimar decibeles. Aunque la miseria tenga dientes de león africano y la casa sea una especie de iglú tropical.

Es así la vida, ahora mismo, aquí en la Habana Vieja, en Marianao, en cualquier territorio que venga a la memoria o esté al alcance de un vistazo.

No faltan zonas eximidas de las calamidades. Excepciones, chispazos del primer mundo, para que la gente del tercero sepa que la luz no es otra fantasía.

Alguna vez creí en las promesas anegadas de encantos. Sobrevolé como un duende encima de las retóricas oficiales. La ingenuidad era un terreno llano para mis proyectos.

Medía las ilusiones con una cinta larga e irrompible. Los sueños constituían, más que un asidero, una atmósfera a prueba de turbulencias.

Hace tiempo puedo visualizar con lujo de detalles la catástrofe. La de casi todos y la mía. El socialismo fue una explosión de delirios, una carga dinamitera que se llevó el alma de la nación e hizo fenecer el sentido común.

Se proclamó la justicia y se implantó el terror; con un ademán de desarrollo apareció el empobrecimiento. Muchos creyeron en la salvación y terminaron en la órbita del desastre.

No soy parte del rebaño

Cuba es eso. Un islote a la deriva, una parcela poblada por el desencanto, los odios y las dudas. Puedo decirlo porque ya no uso lana como piel, ni pezuñas lustradas. No soy parte del rebaño.

En el cesto terminaron los disfraces, la doble moral, todos los miedos, todas las indecisiones.

Lo he pagado caro, pero que más da. Vivir como un figurante me asustaba. Temí convertirme en uno de los tantos personajes con los que la mayoría aún tiene un contrato sin fecha de vencimiento.

De preso, en el sentido literal de la acepción, pasé a la condición, no menos onerosa, de rehén. Por plasmar mis puntos de vista sobre las cuartillas, despojados de remiendos y condicionalidades, tuve que padecer los balaustres como mudos guardianes durante 20 meses y 18 días. En la cárcel conocí a Mefistófeles y su nutrido ejército de demonios. La parte profunda del infierno.

Ahora estoy en su superficie aguardando por un permiso para poder irme al exilio. Hasta el momento sólo evasivas, ambiguas explicaciones llenas de veleidades jurásicas.

Dieciocho meses de espera por este documento es una muestra del afán por emular el genio de Kafka.

Quizás entre las soluciones de los administradores del Zoo, figure un retorno hacia donde las tinieblas son de mayor densidad.

Puedo morir allá, o mejor dicho, aquí. Las prisiones pululan como moscas, de ahí su cercanía.

Moriré en el infierno profundo por decir lo que pienso. Si esto ocurre, en mis estertores seguiré pensando en un país democrático, en la tolerancia y en la reconciliación.

Tres anhelos que se minimizarán a causa del estornudo de los dinosaurios y el alborozo del neo-Cromagnon.