Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Crónicas

Idea del humor

Cuando se está construyendo un hombre nuevo, uno no puede andarse con enfermizas piedades, y menos para hacer reír.

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Hay quien todavía ríe al ver en las matinés infantiles de la televisión los cortos de Chaplin, Búster Keaton y Laurel y Hardy. Fueron artistas geniales, es verdad, pero nunca pudieron desprenderse del lastre de la sociedad en que se formaron y vivieron. Ni siquiera Chaplin, que alzándose humanamente por encima de sus colegas, era comunista.

Vea usted, por ejemplo, la constante burla del policía que hacen en sus cortos. Nada menos que del policía, ese guardián de la ley y, como tal, nuestro mejor amigo. No hablemos de la burla que hacen del gordo, del cegato, de la suegra, del calvo, en fin. Innecesario enumerar el irrespetuoso catálogo que con tanta insensibilidad manejaron en busca del éxito comercial.

En Cuba, en cambio, tenemos en la radio y en la televisión un humor sano, un humor puro, didáctico, que no hará reír pero tampoco deformará la mente. Imagínese usted un niño que creció riéndose de las deformidades o miserias del semejante. Tampoco hay que imaginárselo. Basta con mirar ahora mismo hacia la Casablanca. Más aún, ni siquiera será preciso esperar el día en que el niño de hoy llegue a la Casablanca. Abra los periódicos y vea ya en la crónica roja a los escolares de primaria matándose en la escuela con la eficiencia con que lo hacían en los tiempos del lejano oeste los colonos y pieles rojas que tan genialmente recreara John Ford como documento para la eternidad.

Viejas maldades de antaño

Claro que también en Cuba existió ese tipo de humor. Y eso explica que tuviera que llegar la revolución, y con ella los nuevos hábitos y la nueva estética y los valores nuevos que la complicada construcción de un hombre nuevo demanda. No ha sido fácil, aunque estamos en camino.

Todavía hay quien melancólico no sólo inventa chistes decididamente reñidos con la filosofía del socialismo, o los reforma de manera que parezcan nuevos, sino que extraña las viejas maldades de antaño llevadas a cabo por él mismo o por personajes que la mala memoria popular se niega a olvidar.

Con gran escándalo de mi parte, no hace tanto oí a un viejo militante que peleó en la Sierra Maestra y luego en Girón y después en Argelia, recordar cuando de muchacho en la ciudad del interior donde él naciera, tomaban a medianoche una bestia entre cuatro o cinco, le ataban una lata a la cola y le aplicaban sobre el lomo unas gotas de bisulfuro de carbono, sólo por el insano placer de ver en el acto a la bestia desaparecer en la distancia a la velocidad de un auto en competencia, huyendo de sí misma, con más susto y más velocidad cuanto más corriera, desconocedor el pobre animal de que el escándalo del que intentaba escapar lo llevaba prendido en su cola.

Claro que no era una maldad dirigida contra el animal, contaba el héroe de la Sierra, Jóvenes al fin, lo hacían él y su grupo para despertar al pueblo y por reírse un poco. Otras veces compraban en la farmacia diez centavos de bisulfuro de carbono (vulgarmente conocido como "esencia de peo"), lo dividían en tantos pomitos como complotados tuviera la acción e iban en el cine abriendo y tapando los pomitos, cada bromista por su lado en un continuo cambiarse de filas por platea y balcón, hasta que por fin tenía la gente que desalojar el cine para salir a respirar.

Gentes así son los que recuerdan e irresponsablemente le cuentan a sus nietos y bisnietos —que después los repetirán por ahí— los cuentos de Cataneo: trovador que todavía se mantiene en activo como cantante y director de su trío, pero que desde 1959, llamándose al buen vivir llegado con la revolución, se retiró de su intensa vida creativa como humorista y protagonista de sus originales argumentos, dando con ello un ejemplo que merece ser citado entre las primeras aportaciones recibidas por el proyecto del hombre nuevo.

Por cierto, ahora que menciono a Cataneo, es extraño que ese señor del pasado llamado Guillermo Álvarez Guedes (del que lamentablemente en Cuba circulan en secreto todos sus casetes en decenas de millares de copias en alquiler continuo), no haya recogido en un CD la cuentística del fabuloso Cataneo, quien, según dicen, lo tuvo por testigo y cómplice en más de una ocasión. Añadida esa cuentística a la novelística de Cabrera Infante, me decía el otro día un viejo comunista, tendríamos, listo para incorporarlo al museo de la Batalla de ideas, el retrato escrito de La Habana que hemos superado con grandes esfuerzos.

Desaparecer al chino

Entre los primeros fracasos, tuvimos en la televisión un brillante escritor y libretista que sin darse cuenta de lo que hacía intentó sacar los pies del plato. Carballido Rey. Una vez en un libreto escrito por él aparecía una sala cuya puerta era abatida a patadas por alguien que del otro lado amenazaba derribarla. Colocándose del lado de acá con un pan en la mano para defenderse cuando cayera la puerta, el magnífico cómico Enrique Arredondo, acarició el pan y mirando para la cámara, dijo convencido: "Si este pan no sirve para comérselo, al menos sirve para partir cabezas". Naturalmente, dos días después, llegada a mano la carta del sindicato de panaderos pidiendo justicia (aunque era verdad que hacían un pan horrible), Carballido fue llamado a contar.

En otra ocasión, tenía este autor en un popular programa de televisión que permanecería en el aire por más de veinticinco años, un café llamado La flor de Asia, lo atendía un chino, y era el lugar de reunión de los personajes del pueblo. En eso llegaron las diferencias del gobierno cubano con la China de Mao Tse Tung, y aunque es considerable la proporción china en la explosiva mezcla de razas que hacen del cubano una especie aparte, Carballido Rey tuvo que ceder y cambiarle el nombre a su café. Y desaparecer al chino.

Cuando se está construyendo un hombre nuevo, uno no puede andarse con enfermizas piedades. Y menos para hacer reír. Por fin hemos podido decirle adiós a los Chaplin.