Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Crónicas

Los boteros

Existen miles de automóviles ociosos echándose a perder, que podrían ser de gran ayuda para la crisis del transporte.

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Botero es el nombre que en Cuba recibe el chofer de un taxi colectivo. Al contrario del taxista del pasado, profesional de la materia que permanecía estático en su piquera de las esquinas céntricas esperando al pasajero ocasional, el botero, como los ríos, los trenes y los ómnibus, se mantiene pasando: dejando pasajeros y tomándolos, en rutas que por lo general terminan en el Parque Central, pero que tienen sus inicios en los extremos más alejados de la ciudad.

Otra cosa lo distingue del taxista de antaño. Este, por lo general, era un hombre poco instruido. En los años veinte, cuando manejar era todavía una novedad, la mayor parte de los taxistas eran españoles que habían sido choferes de quienes, acaudalados españoles casi siempre, introdujeran en Cuba el automóvil a fines de la primera década del siglo XX.

Después, el cuidado del español al conducir, su trato respetuoso y la albura de sus trajes y gorras, que les daban aspecto de almirantes en plan de zarpar, lo hicieron el preferido del público del taxi, o sea, del médico, el abogado, el caballero que vive de rentas, la dama que anda en malos pasos.

El botero, en cambio, exhibe el más amplio catálogo de profesiones. Cuando no abogado, es ingeniero, médico, físico-matemático, contador, periodista, aviador, arquitecto; en fin, todas las carreras universitarias.
Muy equivocado estaría, sin embargo, quien creyera que llevando al extremo el gobierno cubano su afán por la educación del pueblo, le ha exigido al botero poseer estudios superiores. Nada de eso. Aquí no hubo un propósito, esto ha sido una resultante. El botero es por lo general un jubilado. Alguien a quien en su día, en su condición de funcionario o de militar de rango, le dieron un auto, y hoy lo utiliza para completar los elevados costos de la canasta familiar.

A veces lo hace por la izquierda, con disimulo, como los adúlteros, y otras provisto de licencia. Pero en un caso o en el otro, este hombre es una bendición en medio de la crisis de transporte que atraviesa el país.
Lástima que en su preocupación por solucionarla, no hayan caído las autoridades en la cuenta de que existen miles de automóviles ociosos echándose a perder, que podrían ser de gran ayuda.

Una sonora bofetada

Son los automóviles de quienes hoy pasan de los setenta años, no ven bien, padecen de esto y lo otro, y no podrían conducir. Tampoco su modesta pensión les permitiría comprar gasolina para arrancarlos de vez en cuando, de modo de impedir la sulfatación de los cables, y mucho menos soñar con reparar lo que la herrumbre de lo que no tiene uso terminará convirtiendo en chatarra. Sobre todo en esos automóviles que por falta de garaje llevan veinte, treinta o más años durmiendo al sereno. Y como son automóviles cuyo derecho de compra les fuera otorgado por el Estado después de 1972, no tienen traspaso. Es decir, no pueden ser traspasados legalmente a un tercero.

Tampoco, por otro lado, podría el dueño darlo a trabajar a alguien que además de restaurarlo, le permitiría vivir a ese nuevo botero, vivir a su dueño y, al auto, servir en calles y carreteras transportando pasaje, pues las licencias para botear le son concedidas exclusivamente al titular del auto, al propietario, ni siquiera a su cónyuge.

Es, casi seguro, una medida que fue dictada en un instante de prisas y que por olvido no ha sido derogada.
Si el auto fuera anterior a 1972 o comprado después por algún funcionario del Servicio Exterior, que estando Afuera acumuló dólares para comprarlo aquí a su regreso, entonces sí podría su dueño traspasarlo, esto es, venderlo, y obtener por él 10.000 dólares o más.

Él, sin traspaso, lo más que le sacaría a su auto, por ser una venta ilegal, serían 1.500 dólares, que se comería en unos meses, y el nuevo dueño, por su parte, no podría incorporarlo al servicio de boteo.
En cuanto a venderlo al Estado, es tan risible lo que le darían, que indignado el antiguo funcionario que lo compró prefiere dejarlo pudriéndose ahí en la puerta de su casa hasta que al fin parezca un monumento a una remota edad de monstruos de otro planeta que una vez pasaron por la Tierra, pequeña venganza que para él será muy placentera, pero que para el peatón que sufre la crisis del transporte y además tiene que pagar por el botero diez pesos (dos jornales medio), tendrá a veces que esperarlo hasta una hora —ya que a determinadas horas pasan en caravana, pero llenos—. Para ese peatón, digo, ese auto esperando ahí la muerte, sin hacer nada por su dueño ni por los demás, no es una burla, es una sonora bofetada.