Actualizado: 22/04/2024 20:20
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Crónicas

Nosotros los de entonces

El sitio donde todo pudo haber sido posible y donde único nos reconoceríamos es inalcanzable ya.

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Al recordar a Heberto Padilla hay una imagen que nunca olvidaré, es una imagen que salta, que se impone, una imagen desgarrada que llega con el olor del vino y el ruido del taxi desplazándose veloz por una autopista al comienzo de una madrugada del año 1994. Heberto ha apoyado la cabeza sobre mi hombro y va llorando. Estamos en Madrid.

Asistíamos entonces al Seminario sobre Poesía Cubana: La Isla entera. Auspiciado por la Secretaría de Estado para la Cooperación Internacional y para Iberoamérica, dirigida entonces por el muy magnífico señor José Luis Dicenta, reunía este encuentro, por ahora simbólico, a poetas cubanos de las dos orillas.

Y esa madrugada, después de cenar con abundantes vinos en casa del diseñador gráfico y musicólogo cubano Tony Évora y su joven y bella novia (pronto esposa) y excelente cocinera, en la Colonia Pinar del Rex, regresábamos Heberto y yo a la Residencia de Estudiantes, donde habíamos tenido el honor de que nos alojaran, y Heberto no tenía consuelo.

Fue tanta la cubanía vista y sentida en casa de nuestro Tony de los grandes años habaneros, que enfermó de melancolía. Dispuesto a saber de golpe quién era él en realidad, dónde estaba su sitio, le dio por investigar la más extraña de las genealogías, la del espíritu. Y había en esto, yo lo sé, más corazón que vino.

Porque España, ese país maravilloso que hoy nos mimaba, decía él, pero del cual no vacilarían en sacarnos a patadas cuando en Cuba cambiara el gobierno, esa España oportunista no era su sitio. En el lugar donde entonces trabajaba en Estados Unidos enseñando en una Universidad (no recuerdo si Princenton), tampoco estaba su sitio, ni lo estuvo antes en Nueva York, donde también viviera.

¿Miami? Ni soñarlo. De Miami no quería Heberto que le hablaran, aunque existía un Miami venerable, todo un monumento a la voluntad y el prodigio de los cubanos; pero estaba el otro, el escandaloso, la papa podrida que da miedo en el saco, decía.

¿La Cuba anterior al 59? ¿La de los gobernantes ladrones, la de la tiranía de Batista con sus calles bañadas en sangre, la Cuba de los campesinos echados a las guardarrayas a lo largo de la República? Menos aún. Esa Cuba jamás sería un sitio deseable.

¿La actual Cuba de los CDR y todo lo que ya sabemos? Por obvio, y por decencia, una cosa así no merecía contestarse.

Y empezando a hablar por él y por mí, seguía Heberto preguntándose dónde, dónde, por fin, estaba nuestro sitio, el sitio de nosotros los que no teníamos lugar en este mundo. No en el porvenir, desde luego, porque nosotros éramos de ahora.

Y de repente, pasando de la humilde lágrima al viril sollozo, Heberto Padilla descubrió aquella madrugada de noviembre, camino de Madrid, que a nosotros dos nos habían traicionado, porque nuestro sitio, el sitio al que pertenecíamos, el sitio donde todo pudo haber sido posible y donde único nos reconoceríamos ahora, era un sitio inalcanzable ya.

"¡Ah!, nosotros somos los del año 59", me dijo Heberto, casi en secreto, sacando la cabeza de mi hombro y mirándome a la cara. Allí está nuestro sitio, nuestra patria.