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Pietá para el comandante

Dentro o fuera de Cuba, hasta los detractores visibles del enfermo Castro han moderado palabras y repetido su falta de deseos de muerte.

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La pasada operación quirúrgica al sempiterno comandante, ex primer ministro, ex presidente del Consejo de Estado… y ahora pobre anciano convaleciente, ha derramado no sólo ríos de tinta, de imágenes televisivas por todo el orbe, sino un cierto discurso moral con ribetes litúrgicos.

Dentro o fuera de Cuba, hasta los detractores visibles del enfermo Castro, han moderado palabras y repetido, casi de igual tono, su falta de deseos pecaminosos, deseos de muerte.

No cuento a los estamentos a bien del sistema. En definitiva, los estamentos del Estado castrista (incluyendo las Iglesias) siempre han bailado al son "acordado".

La "pietá" es un lugar recóndito, pero bien cobijado, recurrible para el hombre. Piedad para el verdugo. Para los exterminadores de judíos. Piedad para Stalin. Piedad para Pinochet.

Yo, que no tengo más odios que los justos, me reconozco rata, infame gusano incapaz de sentir lástima.

Por alguna razón, seguramente nada sana, recuerdo unos malos versos de un peor poeta, los enderezo: "no me dan pena los dictadores moribundos".

La sensibilidad humana ha padecido trasformaciones vertiginosas durante el pasado siglo XX.

Hemos llegado al presente con una gruesa capa de indolencia. Podemos comer, mientras vemos el telediario. La certeza de encontrar niños palestinos reventados por las bombas, coches explotados en mercados de Bagdad, mujeres asesinadas por sus cónyuges, cayucos con decenas de subsaharianos moribundos —los que no son recuperados ya cadáveres— entrando a los puertos de Europa, han hecho del hombre moderno (al menos por estos lares) una bestia sensible según con quién y con qué se identifique.

Ocupados como estamos en llegar a fin de mes, el hombre moderno se deshace entre las "obligaciones naturales de sobrevivencia" y la cada vez más significativa voluntad por ignorar las dificultades del semejante. La inmediatez de los problemas, la vida misma, "no permite un esparcimiento, menos un compromiso sano", con los verdaderamente dañados.

Un tufo hipócrita

Puestos a elegir, elegiría mi cuota de lástima para esos niños mutilados, niños muertos de todas las guerras. Como son tantos y a diario, mi lástima no llegaría al comandante Castro.

Reconozco que mi corazón no es tan abarcador. Reconozco que Fidel puede ser un dinosaurio —lo es en casi todos los sentidos— con respecto a cualquiera de las "viditas" perdidas en los caseríos del valle de Bekaa. Reconozco a mi primo Ariel, con 15 años, preso seis por matar una ternera del gobierno revolucionario. ¡El hambre era mucho más grande que el animal vacuno! Reconozco la alegría de miles de familias a las que sólo, el convaleciente Fidel Castro, les dejó como alternativa su propia muerte para regresar a sus casas. Reconozco que mientras esté, nada podrá cambiar para bien.

También creo desvelar un recio trasfondo pestilente, un tufo hipócrita.

Un coro desafinado de aparentes plañideras. Ante mi falta de caridad, sopeso, no llego a calcular, pues sería poco serio de mi parte, pero saco en claro que otros dolores tocan a las puertas, que otras vidas apagan su recorrido sin alumbrar los primeros pasos. Que otras muchas esperanzas se pudren en celdas que sólo se abren con la señal del ahora convaleciente dictador, a quien la Iglesia y los babalawos dedicaron sus plegarias. Sus rezos más sentidos.

Cogidas las manos, todos los ahogados en el pedazo de mar que separa una costa de otra, Cuba de la Florida, cubrirían las distancias. ¿No es motivo suficiente para una gran pena? ¡Tendrían que hacer una tremenda misa!

Fidel, incluso convaleciente, gozó de más salud mediática y, como siempre, sacó ventajas de toda la histeria televisiva e impresa por el mundo. A día de hoy, de la bestia casi nadie se acuerda, "encantados" como están con la recuperación del comandante. Preocupados por su vida. Deseando su pronta incorporación a las labores de dictador vitalicio.