Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Artes Plásticas-Literatura

«No somos Occidente»

Entrevista al pintor Ramón Alejandro, a propósito de la influencia del francés Louis-Ferdinand Céline en la cultura latinoamericana.

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Una serie de encuentros fortuitos con individuos que se convirtieron en amigos o amantes, iniciados en el café Sorocabana de Montevideo, en 1961, y en la Piazza della Signoria de Florencia, en 1964, resultaron en que a la larga Emir Rodríguez Monegal, quien dirigía por aquel entonces la revista literaria Mundo Nuevo, llevara a Severo Sarduy al vernissage de mi primera exposición en marzo de 1968, cinco minutos antes de la explosión de la pomposamente llamada Revolución de Mayo.

Por otra serie rocambolesca de encuentros, resultó que Severo y yo coincidimos en Tánger varios veranos consecutivos; él con su grupo de intelectuales en el que Barthes era un sol rodeado de numerosos satélites. Y yo, con el grupo más mundano, jodedor y frivolón, que regía Fabrice Emaer, quien era el rey de la noche con su restaurant a la moda que abrió decorado con varias pinturas mías, en el "Sept" de la Rue Sainte-Anne.

Y aquí vuelvo a responderte una de tus preguntas anteriores sobre el papel que juegan las ciudades de esparcimiento de las periferias del Primer Mundo, para los privilegiados y atareados trabajadores intelectuales de las metrópolis culturales del Primer Mundo. Allí es donde la gente que en "El Centro" no tiene ni tiempo para frecuentarse, logra encontrar la actitud de apertura mental y afectiva para poder relacionarse entre ellos, amarse, conocerse, "vivir" por fin, a fin de cuentas. Esa vida, siempre postergada en aras de la "carrera", los "imperativos económicos" o las "causas políticas decorativas". Después de haber estrechado los lazos de amistad en el ambiente propicio de ese prodigioso salón al aire libre que es el Zoco Chico de Tánger, donde por cierto se inspiró Saint Saëns, quien se alojó un tiempo en un hotel cuyas ventanas aún dominan este espacio urbano ideal, para componer la famosa "bacanal" de su ópera Sansón y Dalila.

Perdona esta digresión, pero a mí me encanta ese detalle. El caso es que al dárseme la ocasión de hacer mi primera exposición en París, por otra serie de acontecimientos tan fortuitos como los encuentros anteriormente mencionados, por medio de un crítico que vivía con Leonor Fini, que evolucionaba en el elegantísimo medio en el que por esas cosas locas de la vida yo me encontré involucrado durante una década, después de mi período de marginalidad más absoluta, yo le pedí a Patrick Waldberg, quien había conocido en casa de la famosa viscondesa Maire-Laure de Noailles, que me hiciera un texto de presentación.

Pero ya al año siguiente, 1969, más seguro de mí mismo, me atreví a pedirle el mismo favor a Barthes, que ya conocía mejor. Patrick Waldberg acababa de hacer una gran exposición retrospectiva del surrealismo y a mí me habían regalado un librito extraordinario sobre el surrealismo en Montevideo, que Waldberg había publicado años antes. Ese libro me había inspirado mucho y para mi, de cierta manera, Waldberg era más importante que Barthes, porque además tenía a mis ojos el prestigio de estar en emponzoñada polémica con André Bretón, al que nunca logré tomar en serio.

Mi segunda exposición fue en Bruselas. Mis tres primeras exposiciones se vendieron enteras. Hasta el último cuadro. Cuando hice la tercera, de nuevo en París, retomé el mismo texto que Barthes había tenido la gentileza de escribir sobre mi incipiente obra, más por amistad personal que por verdadero interés intelectual, supongo yo. O quizás peque de modesto. Eso lo dejo al juicio de quien quiera pronunciarse al respecto, porque a mí lo que me incumbe es que ese hecho tan importante se produjo naturalmente, prácticamente sin hacer yo ningún esfuerzo.

Lo que está para uno, nadie se lo quita, ni en la felicidad ni en la desgracia. Y como el esnobismo es un motor tan importante en el interés que la gente le presta al arte, me fue muy provechoso ante los ojos del público, porque se tomaron más en serio mis inventos de entonces. Esas extrañas maquinarias que yo llamaba "aparatos". Me compraron dos museos de primer orden. Me cayó del cielo el éxito y el texto. Y el mismo contenido de esas pinturas, ni hoy mismo yo te pudiera decir en qué consiste.

No sólo no entendía el texto de Barthes, sino que tampoco entendía lo que yo estaba pintando. Como me acababa de ganar la beca Cintas, invertí el dinero en ese catálogo tan bello que conoces, en el que van también un texto de Severo Sarduy y uno de Bernard Noël. Porque en Bruselas el texto de Barthes fue publicado de una manera muy modesta. Indigna de su importancia, por el reconocimiento y la fama de la que ya gozaba su autor.

Yo no entendía muy bien lo que escribía Roland Barthes en esa época. Ese tipo de autopsia de la modernidad estaba por completo fuera de mis preocupaciones. Me parecía un marivodaje analítico exacerbado de eso que yo trataba de ignorar por todos los medios. Esa modernidad que me importunaba. El termina su texto, por cierto, situándome de pleno dentro del combate de la modernidad. Me dio cita en el Sélect de Montparnasse, en ese mismo café en el que yo me sentaba durante largas horas a leer cuando recién había llegado a París y no conocía a nadie. Y me entregó su texto. Lo leí y me quedé totalmente en blanco, sin saber qué carajo decirle. Y le solté: "Me da risa, pero no sé por qué". Y él, muy comprensivo, me respondió: "Te da risa porque habla de ti". Y ahí quedó la cosa.


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