Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Artes Plásticas-Literatura

«No somos Occidente»

Entrevista al pintor Ramón Alejandro, a propósito de la influencia del francés Louis-Ferdinand Céline en la cultura latinoamericana.

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Nietzche ya había destapado la olla de lo oscuro, y el culto de la fuerza y lo irracional había cundido por el continente. La sentimentalidad cristiana se disolvía ante los progresos de la ciencia y el descubrimiento del "inconsciente". Marx señaló la importancia del capital y de las relaciones de fuerza entre los pudientes y los sirvientes. Toda esa lucidez era nueva y brutal. Siglos de fantasías místicas se desvanecían ante estas nuevas luces, enceguecedoras. Y ese joven desposeído y despreciado en su propia tierra se tiraba a morder a lo primero que le pasara por delante. El demonio de la negatividad y el pesimismo, tan cantado por los románticos, le tocaba su siniestro violín al oído. Dramatizó con su certero talento verbal este remolino de emociones confusas y parió esta obra mayor de literatura.

No fue un pensador. Fue el hijo de ese momento que preludió el desmadre de las dos guerras mundiales y al publicar el Viaje al final de la noche le cayó encima prácticamente todo el mundo. Algunos años más tarde sus compromisos políticos con el fascismo y su saña antisemita lo hicieron el blanco de todo el odio que él mismo echó sobre su prójimo. Es quien mejor ha descrito esa mentalidad pequeño burguesa francesa, biliosa y resentida, que ha hecho que este país tan rico en todos los sentidos viva refunfuñando e insatisfecho por no ser hegemónico, por no ser el más rico, por tener más pasado que presente o futuro. No sé cómo se podría sacar de su tipo tan particular de nacionalismo provecho para comprender el nuestro. Occidente no tiene una filosofía de la guerra como la que expone el Mahabharata hindú.

El cristianismo no tiene una metafísica racional como la tienen los orientales. Tampoco tiene una psicología como la tiene el budismo. Al derrumbarse el autoritarismo vacuo de la Iglesia Católica, el europeo quedó desnudo mentalmente. Europa trata en vano desde entonces de constituirse una visión cósmica que es incapaz de producir. Por eso los creadores occidentales producen obras patéticas, llenas de sonido y furia, que la mayor parte de las veces no significan nada. Son bellas y vacías porque no tienen sustancia filosófica. Las vanguardias han llevado esta tendencia al paroxismo.

Céline está enfrascado en esa lucha por dar sentido a lo que no tiene. Pero no cuenta con medios para hacerlo. Su obra es un grito de impotencia y desesperación.

A pesar de la desvalorización del orgullo militar nacional, y en consecuencia, del patriotismo que emana de la novela de Céline, parece que esas sensibilidades van a persistir todavía; al menos en países como Cuba. ¿Es así?

El francés contemporáneo no parece resignarse a vivir en sociedad. Compartir le parece escandaloso. El egoísmo individualista le hace percibir los deberes que impone la vida en común como un ultraje a su libertad individual. El individuo corriente está acostumbrado a considerar que la sociedad le debe todo, inclusive su felicidad, que no sería ya el resultado de sus propios esfuerzos, sino un servicio gratuito garantizado por el Estado. De ahí que la actitud de Céline se produzca con bastante frecuencia.

La promesa de la Revolución Francesa que haría a cada individuo un aristócrata, o por lo menos esa versión de la aristocracia extendida a la masa de la población que promete la burguesía, es decir, un ser privilegiado con todas sus necesidades materiales satisfechas, al no poder realizarse en la vida real provoca una frustración que envenena a ese mismo individuo. Igualmente, la misma falacia de que todos los países y sociedades del mundo, si se esfuerzan lo suficiente en la penosa vía del desarrollo capitalista, llegarán un día a beneficiarse de los privilegios que hoy disfrutan los países ricos, provoca a nivel geopolítico una frustración similar.

La creatividad que genera en un primer tiempo el egoísmo individualista en su dinámica se convierte al encontrar el tope de sus posibilidades en rabia y rebeldía, en cólera guerrera. Esa podría ser una de las conclusiones a las que podríamos llegar releyendo a Céline. Teniendo en cuenta siempre nuestro punto de vista de tercermundistas, podríamos considerar las características propias a nuestro legítimo nacionalismo, necesario para cimentar el desarrollo de un pueblo aún joven y en entusiasta proceso de mestizaje para alcanzar una homogeneidad que le confirme en el plano étnico la originalidad que culturalmente ya ha alcanzado. Nuestro nacionalismo es el síntoma saludable de la vocación de vivir natural en todos los seres. Es la identidad de nuestra comunidad. Y para lograr forjar el camino, aunque corto, ha sido difícil.