De las guerras tan humanas y tan inhumanas como son
Razones hay de ambos bandos, pero las razones se esfuman cuando estallan las bombas y mueren por miles las personas, sean civiles, sean militares
Viene a mi mente Georgui K. Shukov, mariscal soviético, considerado el jefe militar que ha mandado la mayor cantidad de tropas en la historia. Enfrascado en la toma de Berlín, le dolía que al verse obligado a pelear casa por casa, edificio por edificio, en el interior de las viviendas, un puñado de nazis fanáticos, muchas veces usando civiles como chantaje, resistían los asedios.
Lógica de estos enfrentamientos, el bando atacante, el sitiador, ha de exponer un número varias veces mayor de soldados para rendir a los pocos que están dentro. Generalmente son más altas las bajas entre los sitiadores, a la ofensiva, que entre los sitiados, escondidos defendiéndose desesperadamente.
La decisión fue dolorosa, demoler a cañonazos los edificios.
Shukov fue muy criticado ante la historia, lo mismo fueron y siguen siéndolo otros jefes militares, cito a MacArthur en Japón. Estadísticas bien consideradas indican que los muertos debido a los intensos bombardeos sobre Tokio y otras grandes urbes niponas, representaron muchas más víctimas civiles que las acaecidas en Hiroshima y Nagasaki.
El único consuelo posible de tales crueldades es que hoy Alemania y Japón son dos Estados democráticos, con pleno respeto a los derechos humanos, eliminadas todas las formas legales de discriminación, a la cabeza del mundo tanto por su economía como por índices de desarrollo humano (IDH) de Naciones Unidas.
Y por supuesto, su pueblo y sus líderes, curados de espanto, piensan en términos de progreso humano y social. La posibilidad de otro III Reich u otro Imperio del Sol Naciente quedaron en el pasado.
Las guerras, una vez desatadas, es imposible controlar los daños que en escalada han de producirse, sobre todo por el empecinamiento fanático de las partes involucradas. Tal es el caso de hoy en la pequeña pero densamente poblada Franja de Gaza, donde una banda terrorista, Hamás, decidió la locura de invadir al poderoso vecino con el cual la mayoría de la población de Gaza, los palestinos, sostienen un conflicto territorial, político y cultural que va para un siglo.
Razones hay de ambos bandos, pero las razones se esfuman cuando estallan las bombas y mueren por miles las personas, sean civiles, sean militares.
Uno se golpea la cabeza pensando cómo la banda terrorista decidió una guerra suicida, invadiendo el poderoso Estado que bien sabe, no podrá derrotar militarmente, y que tampoco le asiste apoyo internacional para su empañada causa, nublada por el regocijo con que celebran los degüellos de mujeres, ancianos, jóvenes y hasta niños. No son los muertos, es la festividad descarada, el espectáculo horroroso de exhibir sus ejecuciones.
Israel, un país democrático, con gobierno estable, división de poderes y amplias libertades para sus residentes, ha de enfrentar el reto de desarmar definitivamente el interior de Gaza, tanto como en su tiempo lo hicieron los invasores soviéticos, estadounidenses y aliados, al ocupar Alemania, Japón, la Italia fascista y otros Estados satélites de aquel eje del mal.
Ruego al Dios de Israel, el mismo Dios cristiano, Dios único en cualquier lugar del mundo, según cada pueblo y cultura lo imagine, porque encuentren los líderes israelíes la sabiduría para hacer su tarea insoslayable con el menor número posible de víctimas, esas llamadas “colaterales”. Pero de que las habrá, las habrá.
Al final, cuando regrese la calma, deberá Israel retirarse fuera de estas fronteras, extender el actual reconocimiento a la Autoridad Nacional Palestina hasta el grado de Estado libre y soberano.
Un Estado pacífico, sin más armas que las mínimas de una policía local. Lo que necesitan los palestinos son hospitales, escuelas e inversiones en infraestructuras para el desarrollo.
Deberá ser un Estado neutral, garantizado por un tratado internacional que le proteja de agresiones, y a la vez les obligue al desarme interior.
Israel existe, se ganó el derecho a existir, es hecho consumado por el esfuerzo de su pueblo laborioso, que trasformó en jardín el desierto y creó una isla de democracia en el páramo de monarquías medievales a su alrededor, que se niegan a aceptar la civilidad moderna.
La democracia tiene derecho a prevalecer, a extenderse donde sea posible y exista conciencia mayoritaria de sus valores como creación política suprema de la civilización.
Ese es y será el único consuelo, a fin de cuentas.
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