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Oh milagro

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Es asombroso que aún pululen por las calles ancianos encorvados, calvos, gordos, que las arrugas permanezcan impávidas en muchos rostros. Cualquier televidente crédulo no daría crédito a sus ojos. Porque ya hay en circulación cientos de fármacos milagrosos que en tres semanas y sin esfuerzo convierten la silueta de Montserrat Caballé en la de Noemí Campbell, el torso de Pavarotti en el de Joaquín Cortés. Crecepelos que conceden melenas Heavy Metal aún a los calvos del tipo bola de billar. Antiarrugas que harían de mi abuela una Miss Cualquier Sitio. La Corte de los Milagros, pero con marketing, tecnología y muy buena voluntad (de los usuarios).

 

El viejo Tolstoi dijo cierta vez que "la felicidad consiste en querer lo que uno tiene, no en tener lo que uno quiere". Cierto que resulta una afirmación sospechosa en boca de un terrateniente ruso, propietario de una extensión que equivalía a la de un país europeo, y no de los más chicos, y era dueño, señor y dios de las vidas de sus mujiks. Tampoco la comparto totalmente, porque creo que es propensión natural de los humanos plantearnos metas y esforzarnos por conseguirlas. Gracias a ello no permanecemos aún en las cavernas, comentando la última cacería de mamuts. Pero sí hay algo cierto en la afirmación: la felicidad está compuesta por una dosis de inconformidad (que te impulsa) y otra de autosatisfacción (que te reafirma). La felicidad, como cualquier otra armonía, depende del equilibrio. Explotar al máximo las propias posibilidades en la persecución de un objetivo posible, y asumir las propias limitaciones para no acercarse demasiado al Sol con un par de alas pegadas con cera.

 

No obstante, hay quienes continúan inmolando las felicidades posibles a las probables. No hay mejor ingrediente para la infelicidad que ese divorcio entre las aptitudes y las actitudes. El miope extraordinariamente dotado para las matemáticas que quiere ser piloto de pruebas. La muchacha con un instinto natural para el diseño que aspira a un lugar en las pasarelas aunque apenas mida un metro con 50. Creo que no es conformismo, sino sabiduría, sacar a tiempo el carné para conducirnos por la vida: sus pasos prohibidos, sus autovías rápidas, sus pasos preferenciales. Más vale evitar accidentes.

 

Y, sobre todo, asumir que hay muchos órdenes de la felicidad: la de los famosos con vocación que disfrutan el acoso de los reposteros del corazón (no es un error tipográfico: reposteros son los que preparan esas tartas periodísticas almibaradas y kitsch). La felicidad de quienes crean algo con sus manos y/o su talento (desde carpinteros hasta novelistas o filósofos). O la felicidad cotidiana de quienes disfrutan el crecer de sus hijos y las muchas y pequeñas bondades de estar vivo. Ninguna es deleznable.

 

Pero hay quienes nunca consiguen llevarse bien consigo mismo, y a ellos van dirigidos los milagros de esa expedita farmacopea: al desgarbado que nunca tuvo voluntad (y quizás ni falta que le hacía) para perseverar cuatro horas al día en el gimnasio atiborrado de anabolizantes, pero ha soñado siempre con la musculatura de Stallone; a la gorda que aspira a Jane Fonda sin renunciar a la bollería selecta; al señor de libido baja que pretende convertirse en semental a los 50. Sin darse cuenta que asumirse con las buenas y las malas es la primera de las tolerancias, el escalón inicial hacia la felicidad. Y que, sean cuales sean sus rótulos o propósitos, todos estos placebos constan de dos ingredientes comunes: la inconformidad absurda y la credulidad en milagros que no conlleven una buena dosis de sacrificio. Y para suerte de esos milagreros sin escrúpulos, los ingredientes esenciales no tienen que importarlos del exótico Oriente ni provienen de la biotecnología norteamericana: nosotros se los proporcionamos. Gratis.

 

“Oh, milagro”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 26 de marzo, 1996, p. 21.



Libros

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El libro puede ser mucho más que ese objeto cuadrangular, compuesto por algunas ideas (opcionales) y cierto número de páginas dispuestas, como el jamón de un sándwich, entre la portada y la contraportada.

 

Manufactura de monjes confinados en retiros boscosos, cavernas, monasterios y novelas de Umberto Eco, que se encargaron de conservar, en medio de la noche, la llamita votiva del pensamiento humano. El dibujo de cada palabra, de cada letra, persiguiendo las pautas dictadas por el plomo, y las más bellas capitulares. Hasta el libro electrónico donde cada pixel de cada letra es una esfera bipolar de tinta elctrónica

 

El libro escrito por dentro y por fuera rebasa toda función cultural para convertirse en símbolo esotérico. El universo como libro inmenso, escrito de puño y letra por la divinidad correspondiente, con tinta superespecial e indeleble. El libro del destino donde han sido consignados desde nuestros orígenesno sólo las guerras, los regímenes socio‑económicos, las revoluciones y los ciclos de desarrollo, sino también los casorios y las metidas de pata, el ascenso, decadencia y caída de todos los que han sido, somos y seremos. Nadie conoce con exactitud el número de tomos.

 

Los libros de fundación donde pueblos enteros se han afanado en leer su historia y su destino.Las palabras cabalísticas que en algún lugar de cierto libro tan sagrado como desconocido están escritas, y que abrirán a su descubridor la puerta que da acceso al reino.

 

El Liber Mundi de los rosacruces y el Liber Vitae del Apocalipsis.

 

Sospecho que a mis libros, entre centenares de páginas, sólo algunas docenas de palabras los justifican. Lo mínimo para responder a las miles de buenas palabras que he leído.

 

El libro es ese ser disciplinado que se queda en su estante todo el tiempo necesario, en espera de la mano, de los ojos, de alguna sonrisa o reflexión que lo deje abandonado por algunos minutos en el regazo. Es el compañero de ómnibus repletos, que permite ignorar los empujones, las bolsas de las señoras en el costillar, los tres fuetés de la muchacha sobre mi dedo gordo del pie izquierdo, y aceptar asombrado que “tan rápido” hemos llegado a nuestro destino, cuando no descubrirlo demasiado tarde, perdiéndose de vista hacia la popa.

 

El libro es ese objeto que, a contrapelo de las buernas maneras del consumo, algunos prefieren nuevos, pero otros, no, por esa personalidad que le confiere al libro de segunda el haber pasado de mano en mano, conservando como cicatrices o tatuajes las huellas de los ojos, y porque los libros también nos observan, aunque nunca nos demos cuenta.

 

El libro es, sólo aparentemente, inmutable. Si no, pruebe a leer el mismo texto filosófico, la misma novela, a los 15, a los 30 y a los 60 años. Y no es sólo que usted haya cambiado. Sería demasiado obvio. Sino que las palabras mismas buscan su sitio entre sus lecturas previas, sus nostalgias y sus hambres, con una sagacidad de tigres o de amantes furtivos.

 

El libro es tan discreto que no levanta la vista ni ante un homicidio digno de un film de samuráis. Pero sigue esperando, atento al más leve roce de la mano, para despertar.

 

No parlotea por mero terror al silencio, ni interrumpe, ni exige que se le tome en cuenta, ni se molesta por las desatenciones o los olvidos. Su sabiduría lo coloca por encima de eso. En él las palabras siempre esperan, con la confianza de que su momento va a llegar. Libros tengo que se mudaron conmigo de casa en casa, durmieron en cajas durante meses, en tongas informes, asediados por el polvo y los insectos; libros que me esperaron veinte años sin tener que acudir al expediente de tejer y destejer un tapiz de palabras.

 

Porque la conformidad de los libros no tiene igual ni entre los amigos ni entre los animales domésticos[1]: ellos jamás protestan por quedarse abiertos sobre el pecho (hasta apagan la lámpara de noche, para que no se les desvelen las palabras), ni se quejan por caer despatarrados al suelo, o porque sus puntas sean dobladas, sus hojas sean plisadas en diagonal, o porque flores, mariposas, trozos de periódico y bolígrafos les sean atragantados para confirmar un hito en la lectura. Sin un solo quejido, pierden hojas, carátula y hasta segmentos de sus tripas. Resisten subrayados y notas al margen con la displicencia de un marinero tatuado durante cierta noche de alcohol y putas en una ciudad pendenciera del Oriente.

 

Hay libros fieles que se abren solos en la página apetecida, porque ya han sido amaestrados por nuestros ojos. Y ni así son capaces de celarnos, aunque una edición princeps y nuevecita le usurpe su lugar en la mesa de noche.

 

Su sociabilidad no tiene límites. Basta buscarles al final la bibliografía o la extensión literaria de su familia editorial, para que sea como una presentación con todo y mucho gusto, no, el gusto es mío, de amigos nuevos, o de otros que sí, cómo no, ya nos conocíamos. O de otros sujetos que evitaremos de aquí en adelante, porque el libro también nos previene de malas compañías

 

Libros como los diccionarios reciben un tratamiento tan utilitario que nos resistiríamos a dar ni al menos quisquilloso de los parientes.

 

Desde los libros sabios a los tontos, desde una humilde edición de bolsillo a la rareza bibliográfica que nos mira ya desde la cubierta con una altivez de aristócrata arruinado, todos poseen ese instinto de abrir sus páginas con una cortesía un poco anticuada pero muy elegante.

 

El libro, símbolo de poder que alejaba los espíritus malignos en la antigua China, mantiene su capacidad de conjurar los malignos espíritus de la estupidez y la petulancia huera que no rebasa sino muchas carátulas y algunos prólogos, convirtiéndola quizás en esa docta modestia de quienes han vislumbrado la oceánica extensión de su ignorancia.

 

“Libros”; en: El gallo verde, Mengíbar, Jaén, España, n.º 17, 1996, pp. 24-25.

 

 

[1]Algunos puede que lo sean, con otros no debe uno descuidarse: muerden e inoculan males irreversibles.



Ovejas

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La parábola cuenta de un hombre que tenía cien ovejas. Una de ellas se le descarrió y él, abandonando las otras noventa y nueve, marchó al monte, rastreó sin reposo los trillos y cañadas e indagó en los barrancos hasta dar con ella.

 

Mientras, se le descarriaron las otras noventa y nueve.

 

“La parábola de las ovejas”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 15 de febrero, 1996, p. 29.



Bizantinadas

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A pesar del estruendo que venía desde las murallas atravesando el aire leve de Bizancio, los monjes continuaron enfrascados en discusiones teológicas y de orden interior.

 

Entre tanto, Mohamed Mahomet II, El Conquistador, estaba cumpliendo lo que se había prometido a sí mismo desde el principio de su reinado: sitiar Constantinopla, cuya conquista prometía el Corán a los musulmanes, signo precursor del juicio final que aguardaba a los cristianos y del triunfo definitivo de la verdadera fe (Alá, of course).

 

Mientras Constantino XIII, con el rostro tiznado de humo y pólvora, trataba de restañar las heridas por donde se le iba desangrando la ciudad, llegaron a sus oídos, gracias a un cambio rápido, y por suerte efímero, de la brisa, retazos de aquella discusión perpetrada por los monjes, cuyo fin último era decidir el sexo de los ángeles, si las sandalias reglamentarias serían negras o marrón, el calibre y color de la cuerda con que se anudarían la sotana y otros asuntos incluso más complejos, en los que no era fácil alcanzar el consenso. A Constantino XIII le dieron ganas de voltear sus cañones y convertir a los monjes en puré de. Pero por suerte (para los monjes), el cambio de la brisa fue breve, un mar de cimitarras se le vino encima, y Constantino XIII se olvidó de ellos.

 

Los musulmanes no. Y más tarde dispusieron de mucho tiempo libre.

 

“Bizantinadas”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 7 de febrero, 1996, p. 26.



La peor dictadura

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Si descontamos la democracia esclavista en la Grecia clásica, donde sólo una parte de la ciudadanía integraba el demos y tenía derecho a la cracia, la tradición democrática de Occidente es relativamente reciente, y su consolidación, aún más. El Estado del bienestar produce un efecto tranquilizante: ya los obreros de Manchester no son los del viejo Engels (que muy bien los debía conocer, porque era dueño de factorías), ni los franceses se parecen a los pavorosos personajes de Emile Zolá. Una revolución en Noruega es tan impensable como natural en Chiapas. Incluso los partidos de izquierda (perdón, de izquierda izquierda) apoyan el statu quo, las elecciones libres y el Estado de derecho, con la esperanza de que algún día se convierta en el Estado de izquierda. Así las cosas, y como el modelo parece funcionar, con sus escándalos, pero sin sobresaltos latinoamericanos, Occidente ha decidido que se trata de un modelo de uso universal, como los vaqueros. Aplausos para las nuevas democracias del Este. Hurra por los latinoamericanos, que se han quitado por fin los uniformes (hasta Fidel Castro, aunque sólo sea para asistir a los encuentros internacionales, que en casa resulta bastante incómodo andar disfrazado). El modelo se vende, hay mercado, y las trasnacionales no pueden instalar en el sur sus fábricas de baja tecnología o sus almacenes de turistas, sin un mínimo de tranquilidad que garantice la inversión. Y si alguien se empeña en seguir usando un modelito autocrático pasado de moda, se le mantiene el bloqueo. Y si otro ataca al vecino y se niega a deponer las armas, bloqueo también. Sobre todo si se trata de gobiernos izquierdosos o algo semejante y no muy amigos del Occidente Cristiano. El único defecto de esos bloqueos es que los sufren los pueblos, no los gobiernos. Un modo muy contundente de decir: "Revoquen a sus gobernantes en las próximas elecciones... perdón, si ustedes no tienen elecciones. Bueno, revóquenlos de cualquier modo o se morirán de hambre". Y como autodeponerse sigue siendo un acto tan raro como la automutilación, ahí sigue el demos cargando con su bloqueo, lo que no le hace ninguna cracia.

 

Lo curioso es que si la autocracia es marcadamente reaccionaria, incluso antediluviana, pero amiga y petrolífera, no hay bloqueo, porque en esos casos la dictadura es parte del acervo cultural, y se impone el respeto a las tradiciones ajenas y la biodiversidad. Si la autocracia se combina con el libre mercado, sobre todo si es el mayor del planeta, habrá su escándalo de Tianamen, pero un bloqueo sería financieramente inmoral. Y las virtudes de la moral financiera son irrefutables.

 

Pero hay una dictadura mucho más difícil de cancelar, porque no basta cambiar uniformes por chaquetas de ejecutivos o gastar un poco de papel (mojado a veces) en boletas electorales cada cuatro años. La dictadura del hambre, bajo la cual yacen las dos terceras partes de los terrícolas, para quienes la abundancia no se postula nunca. Si el Estado de derecho no establece en primer lugar el derecho a la vida, al pan, a la salud primaria será siempre precario.

 

Cayó la cortina de hierro. Aplausos prolongados. Pero la cortina de harapos sigue en pie y es más extensa y cruel que la otra. Al respecto, la moral informativa suele ser, cuando menos, curiosa: si en Rwanda se matan a machetazos, es noticia; si mueren silenciosamente de hambre, no.

 

Quedan lejos los tiempos en que el indio de Potosí inmolaba los pulmones sin saber que aquella plata alimentaba el crecimiento económico del Norte, y a la larga su primera democracia: la del pan. La democracia del pan es, pues, la primera justicia. La única que garantizará las otras, en un planeta que se ha vuelto demasiado pequeño: en las noches claras, desde Africa se divisan las luces de Europa. Al Sur le basta empinarse sobre las alambradas para saber lo que ocurre en el Norte. El Norte también mira hacia el Sur. Y teme. Pero sólo mira.

 

“La peor dictadura; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 15 de diciembre, 1995, p. 26.