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Los amados de los dioses

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El grupo pro vida Life ha montado una gigantesca campaña para la defensa de 3.200 embriones que deben ser incinerados en el Reino Unido.

 

Seres microscópicos que no sienten ni piensan, ni en propiedad son aún seres humanos. Microorganismos que, de acuerdo con la ley británica, no pueden ser conservados más de cinco años sin la anuencia de sus padres.

 

Pero Life insiste: bajo ningún concepto pueden ser destruidos. Podrían donarse al primer solicitante para así salvar una protovida; aunque ellos tampoco dispongan de las 3.200 receptoras, porque pocas mujeres estarían de acuerdo con aceptar embriones de origen desconocido, gestarlos durante nueve meses y criar niños ajenos cuando bastante tienen con los suyos.

 

Esta polémica, que en el fondo no es más que una variante de los grupos antiabortistas, tiene una profunda razón teológica: toda vida es obra de Dios y sólo Dios puede destruirla. Aunque aplicada en pura ortodoxia implicaría que sólo Dios puede crearla y, por tanto, cualquier tratamiento para promover la fertilidad, o el implante de embriones y la fertilización in vitro son actos antinaturales, punibles. Del mismo modo, habría que indultar al mosquito que ya me ha picado tres veces, a la rata y a la cucaracha que transmiten enfermedades, penalizar el consumo de carne animal y dedicarse exclusivamente a la vida vegetariana, aunque las plantas son también seres vivos.

 

Regresando al tema, quedamos en que toda vida, digamos humana, es indestruible. De modo que la estudiante de 16 años, embarazada durante un raptus de imprudencia adolescente (¿habrán tenido adolescencia los señores de Life, o habrán nacido adultos?), deberá respetar esa vida, abandonar sus estudios, enfrentar la ira de sus padres que, con muy buena suerte, no la echarán de casa, hallar un trabajo de séptima categoría para sobrevivir, porque los niños vienen con un pan bajo el brazo, pero se lo comen en la primera semana. Y todo ello mientras se van agriando, para la madre precoz, los años más frescos de la ilusión y la esperanza, sometidos a obligaciones que aún no le correspondían. Y mientras, quiéralo o no, descarga subrepticiamente sobre el niño parte de esas insatisfacciones y amarguras de una vida lastrada antes de tiempo. Efectivamente, se salvó una vida, quizás a costa de malbaratar dos. Eva tiene que pagar el precio de su liviandad y hacer durante el resto de su vida la mala digestión de la manzana. Adán es casi siempre absuelto.

 

Para Life habría sido batalla ganada.

 

Aunque la del Reino Unido sea ya a estas alturas batalla perdida. Tres mil doscientos embriones han desaparecido. Lamentablemente, durante el tiempo que demoraron los médicos en sumergirlos en una solución de vinagre y alcohol, y durante la breve incineración, tres mil doscientos niños murieron, por hambre y enfermedades evitables, en el Tercer Mundo. Vidas que se hubieran salvado, no ya con donaciones del grupo Life, sino incluso con los restos de comidas y cenas que tiran a la basura. Pero en eso también hay clases sociales, segregaciones dictadas por la injusticia global. Niños de Bolivia o Somalia que han visto la luz y pronto dejarán de verla, niños deslumbrados ante un amanecer, niños que han descubierto ya la risa o el asombro, pero nacieron para morir temprano, quizás porque sean "amados de los dioses". Según el poeta Ernesto Cardenal, "Los griegos dijeron que los amados de los dioses mueren jóvenes./ Será, pienso yo, para que siempre quedaran jóvenes".

 

Y pocos levantan la voz, como si esos 3.200 niños no fueran obra del mismo Dios que los 3.200 embriones británicos.

 

“Los amados de los dioses”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 15 de agosto, 1996, p. 21.



Crónica de la inocencia perdida (La cuentística cubana contemporánea)

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“Es difícil vivir sobre los puentes

 

Atrás quedó la negra boca el odio

 

y no aparece el esplendor

 

esto es también el esplendor

 

pero tampoco”

 

Ramón Fernández Larrea: “Poema transitorio”[1]

 

Si una muchacha de 15 años, cuyos padres militan en el Partido Comunista, se enamora de un joven que está a punto de partir hacia el exilio de Miami, nuevos Montescos y Capuletos aparecen, demostrando que del amor a la muerte, de la política al dinero, los temas siguen siendo eternos. Incluso en Cuba, de cuyos autores siempre se espera una escritura política, una tesis política, hasta una sintaxis quizás y una gramática políticas.

 

Ya en 1976, un joven le escribe a su madre en un cuento del libro “Noche de fósforos”, de Rafael Soler, un precursor de la narrativa de los 80:

 

“Comprendió que no podría volver a escribir como antes. Y tampoco le salía nada en otro tono. Como ni siquiera sabía en qué tono iba a escribir, decidió escribir sin ninguno, sino simplemente, como si le contara a la madre lo que quería contarle, con las palabras que le salieran. Sólo así pudo escribir. Al terminar, se sentía como si de verdad hubiera hablado con ella. De cómo había escrito no podía opinar”[2].

 

Desde que Rafael Soler “comprendió que no podía volver a escribir como antes”, la narrativa cubana, sumida en la primera mitad de los 70 en lo que Ambrosio Fornet llamó “el quinquenio gris” (¿decenio negro?), empezó a ser otra.

 

Y hasta me atrevería a afirmar que la cuentística cubana de los últimos quince años es la historia de la pérdida de la inocencia. Para comprenderlo, valdría la pena recordar lo ocurrido hasta entonces.

 

Durante lo que he llamado el Primer Período Didáctico (1959‑1966), ocurrió el proceso de consolidación revolucionaria. El acto de vivir se convierte en algo tan impostergable que el hecho literario queda relegado por la realidad a muy segundo plano. Tienen lugar los sucesos que alimentarán en gran medida la Narrativa de la Violencia que se producirá en el período posterior: desde el enfrentamiento armado a la contrarrevolución, que se prolongó casi un decenio, con su elevado costo en vidas y recursos, Playa Girón, la actividad terrorista de la CIA y los grupos más agresivos del exilio.

 

Ángel Rama, analizando el devenir literario de las revoluciones rusa, mexicana y, en cierta medida, la cubana, señala que en los albores de la Revolución se produce poca literatura y quienes están en mejores condiciones para hacerla son, precisamente, los derrotados. Aunque esto no se cumpla estrictamente en nuestro caso, sí tiene lugar el proceso de creación en dos vertientes opuestas: una literatura sin asidero en la circunstancia inmediata, por un lado, y una literatura circunstancial por el otro. Esta última, comprometida, deslumbrada por la Revolución, trata de explicarla desde la perspectiva poco fiable que concede el asombro, haciendo uso de un didactismo a veces ingenuo y excesivamente explícito. A ella me refiero al nombrar la etapa.

 

Al tiempo que se radicalizaba la Revolución y tenía lugar el auge de los movimientos guerrilleros en América Latina, ocurre el paso de la guerra civil en el Escambray y otras serranías, episodio central del período anterior, a la lucha ideológica, cuyo suceso fundamental fue el combate contra la microfacción; a la lucha económica que culmina, en 1970, con la zafra, un decenio permeado de voluntarismo.

 

Entre 1966 y 1970 se produce la mejor cuentística de la Revolución, cuya calidad sólo recientemente ha sido igualada y en parte superada. La narrativa de la violencia tiene como tema central la guerra, desde el período insurreccional hasta el Escambray. Caracterizada por conflictos de alto dramatismo, evade la mitificación de la guerra mediante una disección participante y crítica a la vez de la realidad narrada. Esto escandaliza la concepción maniquea al uso de la guerra como choque entre malos malos y buenos buenos, lo que desata la inquisición ideológica contra los principales autores, la censura de los mejores libros, que no serían reeditados hasta 20 años después; quedando sobreentendida a partir de entonces la incuestionabilidad del modelo paradigmático, caldo de cultivo donde florecerá la Narrativa del Cambio (1970‑1978) ó Segundo Período Didáctico.

 

El inicio de los 70 propició una literatura didacticoide que se siente obligada a explicitar sus posiciones ideológicas ─recordar la carta de Engels a Nina Kautsky─, medicina preventiva para evitar la combustión de barbas que ya habían ardido en el capítulo anterior. Al negar la creación artística como patrimonio de "cenáculos" o "individuos aislados", es decir, artistas ni juntos ni solitarios, y contraponer a esto las masas como genio creador, se cayó en la simplificación de negar el papel del individuo en la creación artística. A esto se unió una feroz precaución contra la "cultura capitalista" ─por lo cual se entendía generalmente la facturada en países capitalistas─. Se generó un autobloqueo cultural del que aún estamos emergiendo.

 

En este contexto se produce una narrativa anémica, que tiene como tema fundamental y perspectiva el hombre viejo en un mundo nuevo; excluyendo en general los conflictos que tensarían las fuerzas de la sociedad hacia su ulterior evolución. Pulularon personajes tan asépticos, con una ideología tan bien planchada, que sólo les faltaba para alcanzar la perfección que los lectores se los creyeran.

 

Ya desde los 70 se entronizaron en el país desviaciones y males que no serían “descubiertos” hasta mediados de los 80. Y es en este contexto que se produce la Narrativa de la Adolescencia (1978‑1988) que tiene su precursor en Rafael Soler.

 

Una nueva promoción de narradores se abre paso con libros que tienen, como común denominador, el estar escritos desde el punto de vista del niño‑joven‑adolescente, es decir, desde la perspectiva del asombro y del descubrimiento. Visión que coincide con la de los propios narradores.

 

Una literatura de la cotidianía, juzgada a través de una óptica nueva. Una literatura del descubrimiento, donde lo ético y lo moral condicionan una visión más abierta, menos maniquea y que elude la politización explícita; más humanista, capaz de juzgar fenómenos como el exilio o la intolerancia sin apoyarse en slogans. Un ejemplo temprano es la antología Hacer el amor, preparada por Alex Fleites en 1986.

 

Literatura rica en matices, diversa, que aún enfocada esencialmente hacia lo cotidiano, puede moverse con comodidad en disímiles universos espacio‑temporales, excluye, por lo general, la concisión anecdótica de los narradores de la violencia, dado que aquí la anécdota no es más que una justificación para el planteamiento de acuciosas inquietudes éticas.

 

Libros como Salir al mundo de Arturo Arango (1982), Los otros héroes, de Carlo Calcines (1983), cuentos de Francisco López Sacha, como “Me gusta la fiesta” y “Examen final”. “Vivimos en el submarino amarillo” y “Mañana es fin de curso”, de José Ramón Fajardo y Carlo Calcines, entre otros, se suman a la cuentística de Leonardo Padura, Antonio Álvarez Gil, Ricardo Ortega, Alberto Rodríguez Tosca, Roberto Luis Rodríguez, Sergio Cevedo.

 

De cierto modo, podría llamarse a esta la narrativa de la ética, porque con el decursar del decenio se va acusando el tratamiento cada vez más frecuente e intenso de los conflictos éticos de la sociedad. Si en El niño aquel o Un rey en el jardín, de Senel Paz, el punto de vista es el de un espectador que descubre, ya en “El lobo, el bosque y el hombre nuevo”, el encuentro entre un joven comunista y un homosexual da pie a una bellísima historia de la amistad que pivotea alrededor de la intolerancia, sin necesidad de convertirse en un alegato, y que juzga la sociedad desde ese punto de vista no explorado, que es el de los marginados por una moral estereotipada y por momentos capaz de sacrificar el árbol en aras de una supuesta salud del bosque.

 

Carlos Rafael Rodríguez[3] ha afirmado que el escritor no es "conciencia crítica de la sociedad", sino "testigo de la verdad". Yo creo, en cambio, que la pasividad de ese papel sería incompatible con las nuevas proposiciones de la narrativa cubana, que no intenta ser, sino formar parte de la conciencia crítica, perteneciente a toda la sociedad, sin distingos ni parcelación del derecho a la crítica en cotos privados de sectores o grupos.

 

Y un medio frecuente de ejercer esta conciencia crítica es lo satírico, “colecciones en las que el absurdo de la vida cotidiana de personajes a veces inocuos, ofrecen una mirada (...) caricaturesca sobre la realidad capaz de dimensionarla y trascenderla”[4].

 

El planteamiento es casi siempre más importante que la anécdota ─por lo que, refiriéndonos a la definición clásica del posmodernismo, podría hablarse de ciertas dosis en toda esta narrativa─, más en autores donde la dinamitación del argumento tiene un peso decisivo.

 

Una literatura que discurre en el ahora, por momentos el hoy, una literatura urbana, de ambiente básicamente habanero, ciudad donde por nacimiento o adopción reside el grueso de los narradores, y que opera por inferencia, a través de conflictos soterrados bajo la aparente inocuidad de lo cotidiano.

 

Los personajes crecen al compás de sus autores: con el tiempo, aquel niño de Senel y los de Carlo Calcines se fueron convirtiendo en adolescentes, para terminar en estudiantes u obreros transidos de rebeldía. Porque la crónica de esta narrativa es la crónica de la pérdida de la inocencia, alcanzando el desacato, el sentido de culpa, la reafirmación.

 

Pero la perspectiva se desplaza y el punto de vista adultece hasta una gran diversidad, confirmándose que “Una vez institucionalizada la vida social son ya muy diferentes las formas literarias emergentes”[5].

 

Entre los narradores de los 80, la disección crítica de la sociedad, tímida en sus inicios, se va acentuando hacia fines del período. Ya no basta contemplar la vida y descubrirla.

 

Esto se subraya como tendencia a fines de los 80, en una decena de narradores que aún no alcanzan los treinta años o apenas los sobrepasan. De modo que la épica de lo cotidiano deja ver una violencia implícita, que no excluye (y por el contrario, obliga a) búsquedas en los resortes sicológicos que mueven a los personajes.

 

Si en “El jardín de las flores silvestres”, de Miguel Mejides, obra típica de inicios de los 80, el viejo va quedando arrinconado y es finalmente acusado por los adultos, para quienes ya es un estorbo, ya a fines del decenio aparece el parque donde los ancianos de Atilio Caballero cuentean, el parque en vísperas de demolición para construir quién sabe qué. Y los viejos, en un acto de resistencia desesperada de su parque, se niegan a moverse, hasta que hijas, nietas y nueras, los llaman a almorzar y sólo entonces se retiran derrotados, cediendo el espacio a las bulldozers, que no son aquí lo nuevo contra lo viejo, el progreso contra la decadencia; sino una fuerza mecánica y ciega en función de sus propias leyes, apta para demoler una ética, un modo de vida, un sentido de la dignidad.

 

Pero sobre todo, en “Solo de violín y viejo”, de Ricardo Ortega, aparece el anciano estrafalario y maniático que toca el violín a un vecindario indiferente, cuando no hostil, y convoca la magia frente al niño lisiado y sensible. Y el hombre termina siendo arrojado al asilo por una mass media unida por la aureas mediocritas y un espíritu gregario contra el que se alza el niño, una vez muerto el viejo, para tocarles el violín, que gana entonces una lectura simbólica.

 

Los ultimísimos, narradores que se dan a conocer en los 90, bucean en una materia narrativa de reciente adquisición: la marginalidad, insinuándose con ellos (aún incipiente) una narrativa escrita desde cierta contracultura emergente. En ellos la drogadicción, la sexualidad como alucinógeno, la inadaptación, el heavy rock y la alienación, conforman una cultura friqui que va a beber directamente en las fuentes de Henry Miller y Bukowski.

 

Anagnórisis y saturación. Censura y autocensura

 

Desde la cuentística didáctica de los 60 a la narrativa de la violencia, desde la segunda didáctica del quinquenio gris a la pérdida de la inocencia de los 80 y 90, el espectro de asuntos y enfoques ha discurrido a través de un corsi e ricorsi, donde anagnórisis y saturación han devenido móviles del ejercicio literario. Una censura extraordinariamente susceptible decretó la anulación de la narrativa de la violencia, condenó Paradiso de Lezama (que sólo se reeditaría un cuarto de siglo más tarde), suprimió de casas editoriales y manuales a cuantos escritores abandonaran el país; de modo que un lector no avisado podría suponer a Guillermo Cabrera Infante, Lino Novas Calvo, Severo Sarduy y Reinaldo Arenas, entre otros, escritores netamente noruegos. Exclusión que empezó a quebrarse (aún tímidamente) a fines de los 80. La falta de papel, ingrediente de la crisis actual, fue la causa o la excusa que sirvieron para detener la publicación de algunos autores del exilio. Aunque en honor a la verdad, el exilio no ha sido menos intolerante con los escritores que permanecen en la Isla. Una censura que produjo el quinquenio gris y dosis notables de autocensura en los narradores de los 70. La más reciente cuentística emerge a lo largo de esa paulatina apertura que fueron los 80. La perspectiva infantil y adolescente de sus inicios no despertó inmediatas suspicacias, y cuando ese punto de vista adulteció, ya eran otros los tiempos, aunque no tanto como quisiéramos. Libros inconvenientes, premiados a inicios de los 90, aún permanecen inéditos. Claro que la escasez de papel bien podría explicarlo. ¿O no? En otros casos, la demora editorial consigue mellar en todo o parte el filo de actualidad de algunos libros. Porque la anagnórisis ha actuado, quiéralo o no, sobre buena parte de la narrativa de los 80. Gracias a las escasas posibilidades de diálogo y a un periodismo edulcorado, donde triunfalismo, maniqueísmo y sinflictivismo (rayanos en el surrealismo) han conseguido una crónica desnutrición informativa de los lectores, conforman un hambre de verse de cuerpo entero en letra impresa, sin subterfugios ni eufemismos. Y, por momentos, la literatura se ha visto tentada a suplantar el papel que al periodismo correspondía, extraviándose en la crítica de ocasión, que aterroriza a los burócratas y envejece temprano. Para suerte de la literatura, como contrapartida, aparece en los 80 la saturación. Por abuso, el mensaje político que bombardea al cubano medio desde los libros en que aprende a leer a los seis años hasta el periódico, la TV, la radio, las consignas y vallas y hasta los impresos en las camisetas, va perdiendo sentido hasta convertirse en una especie de ruido ambiental. La saturación provoca una despolitización —en el plano de lo evidente— de la narrativa, que va más al fondo, hasta los resortes personales, humanos, profundos, del devenir cotidiano. Una inmersión en lo puntual que con frecuencia permite desentrañar con más acierto los conflictos raigales del hombre sumergido en el hoy y el ahora de la Isla. Pero el cambio de perspectiva también se explica por la sucesión generacional. Si los autores de los 80, que asistieron a los últimos actos de la época heroica y participaron en la institucionalización del proceso revolucionario, sufren un desgarramiento al verse abocados a una perspectiva crítica de la realidad; en los narradores de los 90 el desasimiento es un proceso natural; su herejía es consustancial, casi diría cromosomática. La inocencia, que en las obras más recientes de los narradores de los 80 ha devenido conciencia crítica, es ya escepticismo en los ultimísimos. Los milicianos enfrentados a vida o muerte con los contra en la narrativa de la violencia, se han trocado por antihéroes extraviados en la selva angoleña y en la selva de una guerra donde no saben cómo ni por qué han venido a dar. Los obreros que en los 70 intentaban deshacerse de sus lastres ideológicos para alcanzar la estatura de la sociedad nueva, son los que para sobrevivir hurtan tiempo de la jornada y piezas de repuesto en la fábrica. Los impecables policías de los 70, han devenido enemigos irreconciliables de muchos personajes acuñados por los novísimos. Aquella Vivian desvirgada por Senel Paz en un lóbrego cuartucho lleno de poesía bien pudiera ser la hermana mayor de la Merchy que Raúl Aguiar prostituye mientras se evade hacia las visiones luminosas de su infancia ya ida para eludir el asco.

 

Si algún silencio persiste, no será culpable la censura. En definitiva, como ocurrió a sus homólogos norteamericanos con el Ulyses de Joyce, el silencio sólo ha conseguido prestigiar el Paradiso de Lezama. Una censura omnipresente en los medios masivos de difusión, pero que se atenúa exponencialmente al decrecer el número de ejemplares. Bien sabe que un chiste indeseable frente a cuatro millones de teleespectadores es más peligroso que un poemario. El chiste y la política operan en lo inmediato. La literatura, fondista por definición, trata de asaltar la eternidad. Como resultado, una autocensura que, al menos entre los narradores más jóvenes, es tan rara como un caso de viruelas. Hablamos, por supuesto, de autocensura inducida; excluyéndose la que dimana de las propias convicciones y prejuicios. Mientras, una censura del mercado que desapareció durante tres décadas, asoma ahora la nariz, dada la escasez de papel que ha obligado a los narradores cubanos a buscar editores allende los mares.

 

Perdidos el asombro y la inocencia, madura la distancia histórica que permite calibrar los cómo y los por qué de su circunstancia histórico‑social, alcanzado un dominio de sus recursos técnicos, plena de diversidad y teniendo a la mano una de las materias primas históricas y socio‑culturales más ricas y contradictorias, la narrativa cubana contemporánea constituye hoy, a juicio del crítico y narrador mexicano Hernán Lara Zavala, el corpus más interesante y prometedor de la literatura contemporánea en el continente.

 

Una narrativa con voz propia, pero sin micrófono. Carente de medios de difusión que sacien a la impresionante masa de lectores conformada durante tres decenios de alfabetismo, ediciones masivas, instrucción generalizada y libros baratos. Una narrativa condenada a ediciones minúsculas o extranjeras y plaquettes sólo aptas para cuentos cortos. Una narrativa que, en su mejor momento, se debate entre proyectarse al exterior o condenarse al manuscrito. Para bien o para mal: la ganancia de un lector universal y la pérdida de su lector más natural y cómplice: el de aquí y ahora.

 

¿Y desde cuándo se escriben cosas así en Cuba? —preguntó un prestigioso profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México luego de una lectura de tres cuentistas cubanos. Aún no tenía noticias del feliz divorcio entre la nueva narrativa y algún que otro paradigma idílico. Ni del compromiso entre cada narrador y su próxima página.

 

Crónica de la inocencia perdida”. “Encuentro sobre el Cuento en la Literatura Cubana”; en: Encuentro de la Cultura Cubana, n.º 1, verano, 1996, pp. 121-127.

 

 

[1]Fernández Larrea, Ramón: El pasado del cielo. Ed. Unión. La Habana, 1987. p. 81

 

[2]Soler, Rafael: Noche de fósforos. Ed. Arte y Literatura. La Habana, 1976. pp. 37-39

 

[3]Ex-Vicepresidente del Consejo de Estado y de Ministros.

 

[4]Padura, Leonardo: El derecho de nacer, en: La Gaceta de Cuba. La Habana, marzo-abril, 1992. p. 41

 

[5]Rama, Angel: Diez problemas para el novelista latinoamericano, en: Casa de las Américas. La Habana. p. 41



Pastoriles

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Éranse dos pastores de muy distinto talante: para el primero las ovejas no eran animalitos sino casipersonas, amigas que conocía una a una por sus nombres, yerba predilecta y biografía. Tan pronto entraba al corral, ellas se arremolinaban a su alrededor, se apretaban contra sus costados y lo seguían con asiduidad de cocker spaniels.

 

Ya en los prados, el pastor tomaba el caramillo y las ovejas se embelesaban escuchando sus melodías[1], aunque es justo reconocer que él sabía mucho más de ovejas que de música.

 

Por las noches, cuando rondaban los lobos, dormía el pastor en el establo con la escopeta por almohada.

 

Cierta vez, en campo abierto, cuando las ovejas fueron atacadas por un lobo, el pastor, a falta de escopeta, lo ahuyentó a palos con su cayado de roble, no sin antes encajarle el caramillo contra natura en el amor propio. Desde entonces, el lobo avisa desde lejos con las ventosidades musicales que se le salen mientras corre.

 

El segundo pastor veía a sus ovejas en términos estadísticos. Para él no eran más que lana con patas, a tantos kilogramos por cabeza. La cojita del mechón oscuro era para él tan oveja como la bizca de la lana rubia, y a lo sumo las dividía en A, B y C de acuerdo a la calidad de la pelambre, para que después no lo fueran a engañar los de la esquila.

 

El segundo pastor trabajaba ocho horas estrictas mientras el primero a veces empleaba seis, o diez, o dieciocho, porque había descubierto que las ovejas tienen horario abierto. Hombre de paz, el segundo no tenía escopeta. Prefirió gastarse sus dineros en vino y concubinas. Durante algunas de aquellas noches placenteras en las alcobas de la ciudad, los lobos y los ladrones hicieron con el rebaño su agosto bien entrado septiembre. Pero aquello ya estaba incluido entre las pérdidas calculadas.

 

Cuando en otra ocasión el lobo lo atacó en las colinas, el pastor sacó una cuenta elemental: «Ovejas habrá muchas pero vida tengo yo una sola». Y como era muy diestro en cálculo mental, el resultado de la operación lo obtuvo ya corriendo. El lobo, que era muy refranero, recordó: «A enemigo que huye, puente de plata». Y ni siquiera lo persiguió; con lo que se demuestra que cualquier pastor puede correr más rápido que las ovejas; que a los lobos los humanos no les interesan salvo en caso de caperucitas o escasez extrema, y que este lobo no es el mismo del pastor anterior, porque no emitía música.

 

Después de la alegre matanza que hizo el lobo a sus anchas, las ovejas sobrevivientes acordaron un éxodo masivo, uniéndose al rebaño del pastor número uno, que se vio incrementado de este modo imprevisto, cumplió ese año con creces el plan de producción, disminuyó el costo por kilogramo y aumentó las cifras de lana A (exportable).

 

Mientras, el segundo pastor tuvo que conformarse con pasar a la nómina del Estado; lo que redundó en más bien que daño, porque empezó a disfrutar de la seguridad social, el sueldo fijo y descanso retribuido treinta días al año.

“Pastoriles”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, 22 de junio, 1996, p. 30.

 

[1]Los cursos de apreciación musical son muy posteriores a esta era feliz, bucólica y predodecafónica. Aunque Flavio Josefo habla de 500.000 músicos en Palestina (en cuyo caso La Biblia sería una ópera), los historiadores confirman que la matemática de Flavio Josefo era precaria.



Más se perdió en Cuba

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La misteriosa explosión del acorazado Maine, de visita en la rada de La Habana, con 276 tripulantes a bordo, fue el motivo necesario para que Estados Unidos entrara en la guerra anticolonial cubana, justo cuando ya España sólo dominaba algunas ciudades importantes. La causa: desde mediados del XIX, la metrópoli económica de la Isla era el vecino del Norte, no España. La teoría imperial de la fruta madura, refrendada por el US Navy. Y para el Imperio venido a menos fue más decoroso capitular ante el poderoso Norte, que ante los desastrados mambises cubanos, verdaderos artífices de la independencia.
A partir del 11 de agosto, la ley Helms-Burton disparará sus andanadas económicas contra la Isla. Pero esta vez el fuego graneado puede herir intereses económicos de Europa, Canadá, México y otros presuntos aliados (mientras no me toquen el bolsillo). De modo que la protesta ha sido unánime.
En 1898, Estados Unidos acudió a salvar a la colonia martirizada, aunque para ello algunos propusieran aplicar un método sui géneris, como se desprende del memorándum de J. G. Breckenridge, Secretario de Guerra norteamericano:
[la población cubana] “consiste de blancos, negros y asiáticos y sus mezclas. Los habitantes son generalmente indolentes y apáticos. Es evidente que la inmediata anexión de estos elementos a nuestra propia Federación sería una locura y, antes de hacerlo, debemos limpiar el país (...) destruir todo lo que esté dentro del radio de acción de nuestros cañones (...) concentrar el bloqueo, de modo que el hambre y su eterna compañera, la peste, minen a la población civil y diezmen al ejército cubano. Este ejército debe ser empleado constantemente en reconocimientos y acciones de vanguardia, de modo que sufra entre dos fuegos, y sobre él recaerán las empresas peligrosas y desesperadas”.
En 1996, los cañones modelo Helms-Burton intentan salvar a los nativos de la dictadura castrista y forzar un tránsito a la democracia... de los que sobrevivan a su aplicación. El restablecimiento de los derechos humanos merece cualquier sacrificio, incluso el de la vida... de los cubanos. ¿Por qué los chinos mantienen el status de nación más favorecida, dice usted? Cedo la palabra al destacado periodista norteamericano Robert Novak:
“¿No será que estoy inclinando la cabeza ante el poderío chino y ensañándome con la débil Cuba? Confieso que así es. (...) Mantener buenas relaciones con el creciente gigante de Asia es un interés nacional indiscutible”.
No coments.
Por el contrario que en el 98, ahora España y Estados Unidos militan en el mismo bando. Se suspende toda colaboración con el gobierno cubano (lo que incluye, curiosamente, las becas a estudiantes de la Isla), aunque el presidente Aznar afirma ante Al Gore: “No haremos nada que pueda fortalecer a Castro, no haremos nada que pueda perjudicar a los ciudadanos de Cuba y defenderemos los intereses de las empresas españolas”.
Lo cual resulta un contrasentido, porque la supresión de la ayuda al primero que perjudica es al ciudadano cubano, no a Castro. En 37 años, cada presión no ha hecho sino consolidar al pueblo cubano alrededor del líder y frente al enemigo externo. Ahí viene el lobo, grita Fidel. Y el lobo viene, como si se hubieran puesto de acuerdo. Benditas agresiones. Así, el único modo de defender los intereses de las empresas españolas es negarse diametralmente a la extraterritorialidad de la ley Helms-Burton, cosa que no está por ahora muy clara.
El propio Aznar sanciona los tres pilares de la relación con Cuba: “democracia, derechos humanos y ayuda humanitaria”. Pero, ¿es verdaderamente democracia y derechos humanos lo que reclama Occidente para Cuba? ¿Por qué no sancionar entonces con la misma crudeza a países donde se asesina aldeas enteras, se prostituye a los niños y se comercia con la miseria? ¿Acaso el petróleo concede un tinte democrático a las feroces dictaduras árabes? Sólo me queda claro un derecho que Occidente defiende con fervor: el derecho comercial. Desde China hasta Kuwait. Y aunque las razones no sean de índole moral, vale reconocer que los derechos comienzan con la solvencia económica: la mujer que con su acceso al trabajo deja de depender del varón que trae a casa el dinero y es, por ello, el patrón. O los países cuya autosuficiencia económica los acerca a la autosuficiencia política. Un derecho que prácticamente no existe para los cubanos. Las actividades económicas por cuenta propia son acosadas hasta la asfixia por restricciones e impuestos. En cambio, el inversionista extranjero tiene las puertas abiertas. De él depende que los niveles de miseria no alcancen el punto crítico de la desesperación y se produzca un estallido. Ahora bien, si Occidente desea que esa libertad comercial vuelva a imperar en Cuba en toda su extensión, tiene dos caminos: El embargo total, que estrangule al pueblo cubano hasta que la sublevación sea el único y estrecho pasadizo hacia la supervivencia probable. O el camino de la inversión masiva de capital.
¿Y la inversión no apuntalaría al gobierno actual? A corto plazo, sí. Pero a mediano plazo, cada empresa que transite a otro tipo de gestión demostrará la ineficacia de la economía estatal ultracentralizada al uso, debilitará los instrumentos de control del individuo por parte del Estado. La descentralización de la economía desverticalizará paulatinamente la sociedad cubana, abrirá nuevos márgenes de libertad y concederá al pueblo cubano una percepción más universal, más abierta, y de ahí una mayor noción de sus propios derechos o de su falta de derechos, en contraste con los que se otorgan al extranjero en su propia tierra, desmitificando el camino trazado desde arriba como el único posible. Y a esta reflexión no es ajeno el gobierno cubano, de ahí que sienta más pánico ante la inversión (que descentraliza) que ante el embargo (que cohesiona) y sólo muy cautelosamente la vaya permitiendo, por la misma razón que permite a regañadientes pero torpedea con saña toda apertura a la iniciativa privada de los cubanos. En La Habana se invierte el cemento en una red de refugios antiaéreos (Ahí viene el lobo, de nuevo). Pero el gobierno sabe que no hay refugio posible si el bombardeo es con dólares.
Aunque como cubano me duela —de masificarse la inversión extranjera, el riesgo de heredar alguna vez un país que no nos pertenezca es más que una hipótesis—, la solución Breckenridge o la pasiva espera a una transición dictada por la necrología son soluciones infinitamente más penosas. De ahí que si el actual gobierno de España pretendiera la protección de sus empresas y la felicidad de los cubanos, se opondría a la Ley Helms-Burton y, especialmente, a su extraterritorialidad. Para ello podría apoyarse en una razón comercial y otra moral: la primera es que la Cuba de hoy, coto cerrado a los inversionistas norteamericanos y dotada de una mano de obra calificada y barata, es un destino espléndido para el capital español que recibe, además, un trato preferencial por parte de las autoridades cubanas. Mientras no se abra la puerta al Norte. En ese caso, la pelea puede ser de león a mono amarrao.
Y la razón moral es que en Cuba se hizo la guerra anticolonial más cruenta de América, pero fue “la guerra sin odio” convocada por Martí (el enemigo era el poder colonial, no el galleguito de a pie), gracias a lo cual el proceso de emigración hacia la Isla apenas se interrumpió después de la independencia, y fue masivo hasta los años 40. El inmigrante español nunca fue tratado en Cuba como extranjero. Así, cuando con el teórico propósito de beneficiar se implementan medidas que consiguen todo lo contrario, ellas lesionan no a un exótico extranjero, sino a un primo o a un hermano que habita en otra calle de la aldea planetaria, pero no en otro ventrículo de nuestros afectos.
Por eso, cada vez que escucho a alguno de nuestros mayores decir, casi maquinalmente, “Más se perdió en Cuba”, siempre pienso: “Más se puede perder”.
“Más se perdió en Cuba”; en: El País. Madrid, España, 21 de junio, 1996, p. 14.



Viva el aburrimiento

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Yo viví durante cuarenta años en un país que era noticia, cuando menos una vez al mes. Mirabas el diario en el estanquillo con recelo y lo tomabas con precaución, porque las noticias solían saltarte al cuello. Ahora vivo en otro país donde cada escándalo parece mero prólogo del siguiente, donde el problema de los redactores jefes no es qué pongo en portada sino cuál pongo en portada.

 

Cuando estudié Comunismo Científico (así se llamaba la asignatura), nos pintaron el comunismo como el mundo desprovisto (o casi) de contradicciones, plácido remanso de la paz, la concordia y el amor universales. A punto estuvimos de creérnoslo, pero respiramos aliviados al saber que se trataba de una sociedad allá muy lejos y que jamás alcanzaríamos en nuestra efímera vida. Porque nuestra primera noción fue la de una sociedad bien aburrida.

 

Han pasado los años de la universidad. Habito, en rápida sucesión, dos países donde el sobresalto es la materia prima básica de la realidad, y los comparo con esos otros países que jamás son noticia, ni hay escándalos, ni defenestraciones, ni robos a portafolio armado. Y pienso si no se aburrirán esos ciudadanos del Capitalismo Científico. Y quizás se aburran, si no pueden hallar en el entorno las emociones que a su vida familiar estancada y a su trabajo repetitivo y automático le faltan. Pero si, por una de esas casualidades, se interesaran por crear una familia y no, simplemente, por descansar distraídamente sobre ella; si su trabajo fuera creativo e interesante, la escasez de ruidos exteriores no haría sino aguzar el oído hacia los sonidos interiores. Casi siempre se cumple que "a río revuelto, ganancia de pescadores", porque los pescadores no pretenden saber qué ocurre en el río, sólo llevarse a casa su botín. En cambio, quienes investiguen los secretos del río, su dialéctica, que seguramente la tendrá aunque no sea un río hegueliano, preferirán la corriente suave y los remansos donde es más fácil otear el fondo.

 

De modo que, al cabo de los años, he llegado a pensar que tan aburrida no sería aquella hipotética sociedad que nos contaban, porque un viaje en tren puede ser una mágica sucesión de paisajes o un inacabable traqueteo, según quien sea el viajero. Y ante la página en blanco me sentí tentado a escribir tan sólo: Viva el aburrimiento. Pero había que dar ciertas explicaciones. Cuando menos, para que no malinterpreten.

 

“Viva el aburrimiento”; en: Diario de Jaén, Jaén, España, mayo, 1996, p. 28.