• Registrarse
  • Iniciar sesión

El mundanal ruido

Kabul en cubano

Comentarios Enviar Print

 

Si algo ha reportado al pueblo cubano los últimos cuarenta años de su historia es un cosmopolitismo nunca visto entre las carabelas de Cristóbal Colón y las barbas de Fidel Castro.

 

Durante más de cuatro siglos, a Cuba llegaron españoles, sirios, chinos, yucatecos deportados, africanos encadenados en las bodegas de los buques negreros, polacos que no consiguieron el visado hacia el norte, horticultores japoneses, braceros haitianos, un pueblo entero de norteamericanos y hasta una colonia sueca asentada en Guantánamo. Pero, salvo excepciones o fuerza mayor, los cubanos permanecían.

 

Desde 1959, dos millones de insulares pasaron a tierra firme, o a otras islas más promisorias. Hoy es posible encontrar una pediatra cubana ejerciendo en Mozambique, un marino mercante de camellero en Arabia Saudí, o un poeta que compone haikús antillanos en Tokio. Un cubano dirige la orquesta sinfónica de Córdoba, y otro se ocupa de la política exterior norteamericana hacia América Latina.

 

Durante estos cuarenta años ha habido leñadores cubanos en Siberia, soldados en la sedienta Etiopía y la pluvial selva angolana. Miles de compatriotas han estudiado en ruso, en checo, en rumano, en húngaro, y la Isla se ha poblado de Yordankas de la Caridad, Mijaíles Pérez y Boris González. No ha habido guerrilla o grupo subversivo que no haya contado al menos con un asesor cubano.

 

Cuando Alemania Federal absorbió a la antigua RDA, de paso se anexó a miles de cubanos que estudiaban ingeniería o accionaban tornos y fresadoras en Berlín. Con la ubicuidad de las cucarachas, y su proverbial resistencia a todos los ecosistemas, hay cubanos desde Helsinski a Ushuaia, de Australia a Ottawa. En los desiertos y la taigá hay cubanos. Incluso la segunda ciudad cubana no está en Cuba.

 

Reconstruir la geografía nuestra durante la segunda mitad de siglo XX es labor ingente que algún día tendrá su tesis de doctorado. Confiemos que el cubanógrafo sea paciente y prolijo en su tarea. Sólo por Angola pasaron 300.000 habitantes de la Isla, y no pocos quedaron allí. Masivos contingentes alfabetizaron en Nicaragua, o pelearon en el bando del innombrable Megistu Haile Mariam, mientras en el bando contrario, en Somalia, los asesores militares cubanos, que no recibieron el pitazo a tiempo, eran confinados en prisión. Ambos ejércitos pelearon con idéntico fervor, idénticos asesores e idénticas armas rusas. Ironías del destino. Pero no la única.

 

En Angola, soldados cubanos tenían como misión custodiar una refinería norteamericana donde trabajaban varios técnicos cubanos procedentes de Miami. Y el cubano-argentino Ernesto Guevara, fue capturado por un oficial cubano de la CIA. Cubanos eran los escoltas de Salvador Allende en La Moneda. Y cubanos los plomeros de Watergate que provocaron el mayor escándalo y la más estrepitosa caída presidencial en la historia de Estados Unidos.

 

Para ser apenas 13 millones, contando el cubanaje concentrado y disperso, hacemos bastante ruido. Aunque lo del ruido es algo que cualquier turista aprecia a simple oído en las calles de La Habana.

 

Pocos cubanos sabían en 1959 dónde quedaba Kabul. Y pocos más lo sabían durante los 70, aunque la invasión rusa a Afganistán extendiera nuestras nociones de geografía. Quienes sí sabían exactamente dónde quedaba Kabul eran un puñado de profesores de letras, como recuerda ahora, con acento de Guanabacoa, Mohamed Kabir Nezami, profesor del Departamento de Lengua y Literatura Española de la Universidad de Kabul, que se dispone a iniciar su primer curso post-talibán en marzo próximo, sin que aún se haya matriculado ningún alumno Aunque a Mohamed casi se le ha olvidado el español de tanto hablarlo con nadie.

 

Durante un decenio, los profesores cubanos sostuvieron el departamento de Español en la universidad afgana, como puede comprobarse por los libros que sobrevivieron a la quema fundamentalista (apenas un 20% de los fondos originales): un Quijote editado en 1960 y con sello de la Universidad de La Habana, las Obras Completas de Martí, discursos de Fidel Castro, la poesía de Nicolás Guillén, una biografía de Camilo Cienfuegos y manuales de literatura española y cubana editados en la Isla.

 

Durante la era soviética en Kabul, y desde que Cuba fundara en 1979 el centro de enseñanza de español, se graduaban anualmente diez o doce alumnos, y cinco profesores impartían los cursos. Alumnos afganos recibieron becas para estudiar en la Isla, y varios profesores cubanos mudaron sus cátedras de las Antillas al Asia Central.

 

Al parecer, la Operación Kabul tenía como propósito crear un centro donde acudieran a aprender español alumnos de toda Asia, repartir becas para estudiar en Cuba, y acercar a Afganistán hacia la órbita de los No Alineados, movimiento en que el señor Fidel Castro invirtió sustanciosos haberes políticos. La retirada rusa en 1989 condicionó la irremediable retirada cubana y el declive de la institución, que graduó su último alumno en 1995.

 

Salvo criar yaks en el Himalaya o cazar focas en Groenlandia, no se me ocurre nada más alejado de la realidad antillana que impartir clases en Kabul. Raros intercambios que nos ha deparado la segunda mitad del siglo XX. Y eso que por entonces ignorábamos que con el correr del tiempo, una importante delegación de afganos nos devolvería la visita, por cortesía del U.S. Army, y aprenderían a cantar en inglés las estrofas de “La Guantanamera”.

 

“Kabul en cubano”; en: Cubaencuentro, Madrid, 4 de marzo, 2002. http://www.cubaencuentro.com/sociedad/2002/03/04/6587.html.



Inocencia

Comentarios Enviar Print

 

Además de caceroladas, terroristas, desastres climatológicos y otros ruidos, circula hoy en la red el artículo “Úselo y tírelo”, de Eduardo Galeano. En él se desglosan todas las iniquidades, injusticias y males endémicos de nuestro tiempo. La enorme diferencia entre el norte y el sur. Los niños excluibles del Tercer Mundo. Las cosas desechables del norte y las personas desechables del sur. El mercado que ofrece pero no regala, invitando al pobre a delinquir para hacerse con la pacotilla virtual que sale a borbotones de la tele. Denuncia la exportación de residuos contaminantes del norte al sur, mientras el norte regula con rigor la mierda que viaje en dirección contraria. Clama contra el agotamiento de los recursos y la desenfrenada carrera del consumo. Y se pregunta por qué hay exceso de población en Brasil (17 habitantes por kilómetros cuadrado) o Colombia (29), y no en Holanda, donde los 400 habitantes por kilómetros cuadrado comen todos los días, e incluso varias veces.

 

El artículo concluye en tono de fábula, que tan bien se le da a Galeano, contando cómo el hombre y la mujer se crearon a si mismos con los restos que le sobraron a Dios mientras iba fabricando el sol, la luna y las estrellas. De modo que somos seres de desecho, aunque no todos, claro.

 

Desgranar los males e injusticias del planeta es cosa fácil. Basta mirar alrededor. Hay material de sobra para varias toneladas de discursos, canciones-protesta y ensayos-protesta. La cosa se complica un poco más cuando se trata de explicar por qué. Y se complica mucho más cuando se intenta ofrecer soluciones.

 

La ventaja de la denuncia a secas es que es irrefutable. Las estadísticas del planeta son incontestables. Las cifras de malnutrición, analfabetismo, ingreso per cápita, criminalidad, esperanza de vida y enfermedades evitables asolando pueblos enteros, constituyen la contabilidad de la desdicha humana. Y las demostraciones matemáticas son bastante inmunes a la pirotecnia verbal.

 

En un memorable libro, que la mayoría leímos en su día, “Las venas abiertas de América Latina”, Galeano intentaba explicar los padecimientos al sur del Río Bravo mediante numerosas historias que al cabo componían una moraleja: todos nuestros males dimanan de la perversidad colonial y neocolonial, sin que a los latinoamericanos nos quepa otra profesión que la de víctimas. No hemos sido hacedores de nuestro destino, sino inocentes destinatarios de los designios que contra nosotros fraguaron, para su propio provecho, las naciones del norte. Una explicación sin dudas muy confortable, y que en parte se atiene a la verdad, lo cual le concede una credibilidad subrayada por cierta propensión de la naturaleza humana: A todos nos resulta cómodo pensar que nuestras desgracias no son obra nuestra. Que no somos culpables. Que una fuerza superior nos ha confinado a los arrabales de la modernidad. También las religiones suelen adiestrar a los fieles en las virtudes de la paciencia, el sufrimiento silencioso y la resignación, con la vaga promesa de una felicidad futurible, de la que nadie ha regresado con pruebas documentales que la confirmen.

 

“Estamos jodidos, pero somos inocentes”, es la moraleja que dimana de esta fábula. Lamentablemente, eso no explica por qué entre naciones ex-coloniales de la misma metrópoli —Nueva Zelanda y Australia, por un lado, la India por el otro— hay mayores diferencias, por ejemplo, que entre Australia y Gran Bretaña. O por qué ningún argentino, chileno o uruguayo emigra hacia Bolivia. O por qué Haití, la primera nación libre del continente, es también la más pobre. Tampoco explica la fábula qué hacíamos mansamente nosotros, mientras los imperialistas norteños nos imponían la miseria por decreto. Ni por qué lo permitimos. De soslayo apunta Galeano que “en Brasil y en Colombia, un puñado de voraces se queda con todos los panes y peces”, sin tampoco aclarar qué responsabilidad nos ha cabido en permitir que los voraces se adueñaran de nuestro destino. O por qué las numerosas revoluciones emancipadoras del continente, siempre en nombre de los oprimidos, han terminado aupando al poder a dictadores y ladrones, quienes han hecho de la corrupción una institución más inmanente que el código penal y la constitución republicana.

 

Se clama contra el norte pérfido y voraz, olvidando al norte laborioso. Se explica la riqueza septentrional por el saqueo, olvidando qué dosis corresponde a las maquiladoras inglesas de la revolución industrial, donde millones de británicos que aún no hacían turismo de bajo presupuesto en vuelos charter caían derrengados tras 14 horas de jornada. Y si no, pregúntenle a Federico Engels, que subvencionó El Capital con la plusvalía de sus fábricas. La amnesia histórica prefiere pasar de puntillas sobre las diferencias curriculares entre el dios protestante, que hacía del trabajo virtud, y el dios católico de los señoritos peninsulares, que preferían la mendicidad y la picaresca, el sablazo y el truco, antes que sudar la camisa, oficio de villanos. Y de España heredamos mucho más que el idioma.

 

En contraste con esa amnesia selectiva, se remontan nuestros males a los minuciosos avatares de la conquista y colonización. El señor Fidel Castro ha afirmado que estaríamos mejor si no nos hubieran descubierto. Nueva amnesia: el ejercicio de despotismo que los imperios azteca, maya e inca ejercieron con fervor sobre sus súbditos y sobre los pueblos conquistados no desmerecía para nada las bestialidades cometidas por los europeos. Claro que de no ser por Don Cristóbal Colón, el gallego Ramón Castro habría muerto en su aldea, y su hijo sería hoy, quizás, secretario de Don Fraga Iribarne, o viceversa. Pobre Galicia entonando su morriña a golpes de gaita en el Finisterre.

 

Claro que todo este ejercicio exculpatorio tiene un fin: exigir a las naciones desarrolladas la cooperación masiva al Tercer Mundo, hasta conseguir la paridad. Al respecto, vayamos por partes:

 

Primero: No hay dudas de que existe una deuda histórica del norte hacia el sur, cuyo cumplimiento nos es dado reclamar. Segundo: En un mundo globalizado y totalmente interactivo, la prosperidad y estabilidad del norte no puede ser ajena a las desdichas del sur, aunque sólo sea por su propio interés, y por el hecho de que resulta imposible, incluso para el ciudadano más septentrional y próspero del planeta, librarse de las consecuencias económicas, poblacionales y ecológicas que dimanan de la miseria y la inestabilidad que asola a nuestros pueblos. De talarse el Mato Grosso, se asfixiarían por igual los miskitos y los lapones. De modo que es interés de todos los seres humanos la consecución de un equilibrio global.

 

Ahora bien, si nosotros mismos no demostramos ser capaces de invertir adecuadamente esa cooperación; si persistimos en la inocencia (por no decir la indolencia) frente a nuestro propio destino; si admitimos la existencia de una clase política que cuando no está demasiado ocupada en saquear la patria, entona discursos en su nombre; si aceptamos como parte del folklor la picaresca, la corrupción y el truco; si admitimos como destino manifiesto que nuestra naturaleza es ser simpáticos gozadores de la vida, no aburridos currantes a tiempo completo; desestimularemos toda cooperación.

 

Una cooperación que deberemos merecer. No se trata de exigir por decreto al contribuyente catalán, quien no aparta la mirada del torno durante ocho horas seguidas, que una parte sustancial de sus impuestos no recaerán en la escuela de sus hijos o en el hospital donde se operará mañana, y todo porque su tatarabuelo Valeriano Weyler fue un hijo de puta. No lo consolará que a cambio le enseñemos a bailar correctamente el merengue.

 

La solución ofrecida por el señor Fidel Castro, amigo de Galeano, es obligar al norte a convertir sus gastos militares en ayuda al sur. Algo tan hermoso como convertir los cuarteles en escuelas, un slogan de 1959 que terminó en el reciclaje de cinco o seis campamentos militares en centros educativos emblemáticos, tras lo cual se construyeron doscientas nuevas bases militares. Si la propuesta no viniera del país mejor armado de América Latina, habría que tomarla en cuenta; aunque si algo no explica FC es cómo desmilitarizar el norte, mientras el sur sigue siendo el primer consumidor de fusiles. De nuevo es fácil ofrecer una receta hermosa pero impracticable; mientras de algún modo misterioso se consigue que en la propia patria, 114.000 kilómetros cuadrados de tierras fértiles sean incapaces de saciar el hambre de 11 millones de personas; o que 30 años de subvención torrencial se hayan ido por el tragante. Malos precedentes para los presuntos cooperantes.

 

Foros, reuniones, discursos de una izquierda que vindica nuestro derecho a la felicidad, claman contra la injusta globalización al servicio del mercado; contra el ALCA, que supuestamente constituye la última fórmula de anexión de Latinoamérica a Estados Unidos —aprobada por todos los presidentes electos de Latinoamética, incluso Chávez, de donde se desprende que presidentes y electores arden de ansias anexionistas—, pero ningún foro reflexiona sobre el papel que los latinoamericanos hemos desempeñado en la construcción de nuestro propio destino. Y resulta sorprendente. La izquierda que nos protege del lobo feroz, al mismo tiempo nos tilda de estúpidos, minusválidos mentales y pusilánimes, soportando en silencio medio milenio de injusticias. Francamente, prefiero no ser tan inocente si a cambio puedo ser menos estúpido. Prefiero conocer mis culpas. Sería el primer paso para remediarlas.

 

“Inocencia”; en: Cubaencuentro, Madrid, 27 de febrero, 2002. http://www.cubaencuentro.com/internacional/2002/02/27/6517.html.



Solidarios

Comentarios Enviar Print

 

La solidaridad está de moda.

 

La más reciente generación de europeos, crecida al amparo del “Estado del bienestar”, es, a un tiempo, hedonista y generosa. Ninguna generación anterior disfrutó con tanto fervor del subsidio paterno, ni dispuso de tantos bienes. Ninguna generación anterior ejerció en tal proporción la solidaridad (voluntariado en ONG que actúan en el Tercer Mundo, acción social, campañas de ayuda, etc.). El hecho de que no tengan que luchar por su supervivencia apenas rebasada la adolescencia, y que dispongan de una red de seguridad familiar, no disminuye el mérito, aunque en buena medida lo hace posible.

 

Salvo algún ciclón eventual, Cuba no entra en las prioridades: las tragedias de Goma o Kabul, la desdichada racha de cataclismos que asola Centroamérica, los polos de la miseria absoluta, en especial la del Africa subsahariana y los pueblos indígenas (casi digo indigentes) de América Latina, acaparan una buena parte de la atención solidaria.

 

No obstante, en diferentes países persisten y actúan, bajo preceptos humanitarios, políticos, nostálgicos o todo junto en diferentes dosis, asociaciones y grupos de solidaridad con Cuba.

 

En Alemania es posible encontrar decenas de esos grupos, cuyo único factor común es la palabra Cuba, dado que para cada uno la amistad y la solidaridad constituyen productos diferentes. Adquirir un tractor para una cooperativa, enviar material escolar, reunir medicinas, o convocar actos, conferencias y verbenas políticas en beneficio del gobierno cubano, y no de los gobernados, quienes necesitan más penicilina y cuadernos que palabras. Si algo no ha faltado a los cubanos en cuatro décadas son palabras.

 

Entre esos grupos los hay irrestrictos, sin condicionamientos, cuyo único principio rector es paliar las dificultades de un pueblo que ha demostrado, durante tres decenios, su alto sentido de la solidaridad. Con demasiada frecuencia, por decreto, lo que tampoco resta mérito al pueblo que ha dado incluso lo que no tiene.

 

Los hay oficialistas, que acatan sin disidencia los postulados del gobierno cubano, mudanzas incluidas. Los hay que no dialogan con quienes sustentan el discurso oficial del gobierno cubano, y quienes todo lo contrario. Algo similar ocurre en casi todos los países.

 

Infomed, Comité de Defesa da Revoluçao Cubana, Amigos del Che, Medicuba, Cubasí, Netzwerk Cuba, Association Suisse-Cuba, Askapena, Asociación de Amistad Hispano-Cubana Bartolomé de las Casas, y cientos de asociaciones más.

 

Un amplio espectro de posiciones que merecen todo el respeto a la diversidad. El respeto a su derecho a constituirse en alternativa a las políticas oficiales de sus países. Aunque, curiosamente, ellos mismos, en su inmensa mayoría, apoyan a un gobierno cuya tolerancia de lo alternativo no va más allá del mismo perro con el mismo collar.

 

La propia existencia de todos estos grupos invita a reflexionar sobre el sentido de la solidaridad. ¿Es un producto ideológico, condicionado por el cumplimiento de ciertas devociones y normativas? ¿Es la socialización de ese sentimiento universal e íntimo que es la amistad? ¿Es el cumplimiento del deber como ciudadano, no de una comunidad o una nación, sino de un planeta? ¿O es acaso una herramienta más del discurso político, que al seleccionar (o no) a sus destinatarios, pone en práctica sus propios designios?

 

Quizás todo eso es la solidaridad hoy, dependiendo de quiénes y cómo la practiquen. Estados Unidos es, por ejemplo, solidario con Israel. La Venezuela de Chávez es solidaria con Cuba. Cuba es, a su vez, solidaria de todo aquel que se enfrente a Estados Unidos, no importa cómo ni por qué.

 

Me parece excelente que ciudadanos alemanes, españoles o suecos permitan que un niño cubano disponga de cuadernos y lápices, que un enfermo reciba los medicamentos necesarios, o que la cooperativa estrene tractor Ciertamente, el pueblo cubano necesita esas ayudas y, más aún, las merece. Pero harían bien los grupos de solidaridad con Cuba en preguntarse por qué, tras 40 años de “economía socialista planificada”, tras 40 años de incesantes éxitos, si damos crédito al diario Granma, tras 30 años de subvención ininterrumpida, el país conducido por la clase política más experimentada del planeta (40 años es un período presidencial bastante largo), necesita jabones, lápices, arroz, penicilina. Preguntarse por qué dos millones de cubanos han optado por el exilio. Por qué Cuba cuenta con una de las mayores poblaciones penales por habitante del planeta. O por qué un gobierno que dispone del monopolio de los medios de difusión y es el patrón de casi todos los trabajadores de la Isla, teme tanto a cualquier discurso alternativo, reprime, silencia, encarcela, y llega incluso a violar su propia constitución al perseguir una iniciativa plenamente constitucional, el Proyecto Varela. Harían bien en preguntarse qué significa la frase “solidaridad con Cuba”. ¿Solidaridad con el pueblo cubano o con sus mandatarios? ¿Con los indios o con el cacique? De la interpretación que se de a la frase, depende que la solidaridad con uno equivalga a la insolidaridad con muchos. Y viceversa.

 

Puede que ello ponga en entredicho la validez de un empecinado discurso preestablecido por cierta zona de la izquierda. Un discurso que en pleno siglo XXI no se atrevería a negar a sus electores los principios democráticos o las elementales libertades y derechos humanos; aceptando sin repugnancia, en cambio, que los cubanos hayan sido despojados de ellos. Quizás en el fondo de sus conciencias anide la idea de que no otra cosa merecen los nativos de esas naciones bárbaras. Sin una mano firme y paternal que los conduzca, se precipitarían al caos y la anarquía. Europa es otra cosa. De modo que también el comunismo tiene primera clase y vagones de ganado.

 

Creo en la solidaridad, en la reparación de esa deuda universal que el Hombre tiene con el Hombre. Y creo también que la solidaridad tiene que ser lo suficientemente sabia como para garantizar que su destino no se tuerza; pero cuando condiciona (y hasta coacciona), pierde una gran faceta de su naturaleza: la amistad no puede ser un instrumento. La generosidad no puede ser un arma. Ya sobran megatones.

 

“Solidarios”; en: Cubaencuentro, Madrid, 18 de febrero, 2002. http://www.cubaencuentro.com/internacional/2002/02/18/6379.html.



América somos nosotros

Comentarios Enviar Print

 

No asustarse. No se trata de un axhabrupto patriótico a favor de Estados Unidos de América, a la que llamo incorrectamente “América”, para usar el interesado equívoco en cuanto a la denominación de origen, que se ha impuesto por reiteración. Tampoco se trata de una defensa a ultranza del país más poderoso del planeta, dado que la experiencia infantil nos indica que el muchacho más fuerte del barrio no necesita que nadie lo defienda.

 

Junto a la ola de solidaridad que despertó hacia Estados Unidos la acción terrorista del 11 de septiembre, saltó a los medios (como ocurre con harta frecuencia y sin que medie provocación) un antiamericanismo que en Europa y Latinoamérica es ya parte sustancial del discurso de cierta izquierda. Pero no sólo. Existe también, al menos en España, un discurso nostálgico de ex-potencia imperial degradada a soldado raso. En la satanización de Norteamérica encuentra un argumento cómodo para eludir la propia responsabilidad en el ejercicio de humillación nacional que significó 1898.

 

Las críticas y acusaciones que ahora mismo suscita el tratamiento a los talibanes y terroristas presos en la Base Naval de Guantánamo subrayan lo anterior. Lamentablemente, a veces provienen de quienes en su día fueron más conmovidos por la voladura de los budas, que por la lapidación de las mujeres afganas. Hay quien ha llegado a preguntar por qué los presos no disfrutan de aire acondicionado. Sin ser especialista en prisiones, cualquiera detecta a simple vista que ya quisiera cualquier presidiario del tercer Mundo disponer de ropa limpia, aseo y tres comidas diarias, cocinadas de acuerdo a las preferencias gastronómicas del Islam. Ya quisieran los cubanos que viven más allá (más acá) de la cerca que limita la base.

 

Los argumentos antinorteamericanos son muchos y surtidos. Se tilda al norteamericano de inculto e infantil desde la vieja Europa. No importa que más tarde lleven a sus hijos a McDonald’s tras pasarse dos horas embelesados ante una colección de efectos espaciales Made in Hollywood.

 

Se habla de sus índices de delincuencia, su agresividad y los millones de armas de que dispone la población, avaladas por un poderoso lobby. Cosa cierta y peligrosa; tanto como el comportamiento de los hinchas ingleses en los campos de fútbol, la xenofobia practicante de los neonazis alemanes, la narcoguerrilla del secuestro contra reembolso, las multinacionales del delito y de las armas (no pocas veces gubernamentales) y los asaltos a portafolio armado, penados con irrisorias condenas.

 

Se les tilda de bárbaros por el ejercicio de la pena de muerte, con la que no coincido, simplemente porque no hay revisión de causa. Pero, al mismo tiempo, Europa ha conseguido un sistema penal más ajustado a los derechos humanos de los verdugos, que de las víctimas. No es raro ver en la calle en pocos años a reos de crímenes atroces; o que los torturadores domésticos tengan que llegar al asesinato para conseguir que policías y jueces intervengan. Por no hablar de los delincuentes financieros, quienes adquieren en cuatro o cinco años de confortable retiro carcelario un suculento plan de pensiones para las próximas seis vidas. Claro que eso ocurre en todo el ancho mundo y planetas circundantes.

 

Suele hablarse también de la prepotencia y el carácter neoimperialista de Estados Unidos. Y no les falta razón. Los latinoamericanos conocemos perfectamente ese injerencismo que ha impuesto y depuesto gobiernos, y ha declarado a la América al sur del Río Grande el cuarto de invitados de la Unión. Y si la acusación parte de Europa, hay que considerarla, porque al viejo continente no le falta experiencia en tales menesteres. Aunque se note un retintín de envidia, como la del anciano que echa en cara sus pecados al adolescente mujeriego.

 

No obstante todas las razones y sinrazones de esta inquina verbal —que, por otra parte, debe haber asediado a todos los imperios, desde la China intramuros, a Roma o el territorio que recorrían los chasquis— habría que preguntarse antes qué es América y quiénes son los americanos. ¿Serían los cheyennes y sus primos? Ni ellos, asiáticos trashumantes. ¿Son ingleses expatriados que no encontraron sitio en su tierra de origen? ¿Irlandeses hambreados? ¿Italianos por millones, jugándose el futuro a un billete de tercera clase? ¿Coolíes chinos enlazando por ferrocarril los océanos? ¿Judíos librados de llevar una estrella de David en la chaqueta, y convertirse en grasa para jabones o botones de hueso? ¿Balseros cubanos, mojados de Chihuahua, investigadores españoles que a la salida de la universidad sólo encontraron plaza en Burguer King? Son todos. Cubanos con hijos cubanoamericanos y nietos americanos de origen cubano, que bailan salsa very nice.

 

Todo exilio, toda emigración, es una victoria y una derrota. La derrota de quien fue perseguido o expulsado, de quien no encontró su sitio en el país de origen —excretado, sobrante, prescindible—. La victoria de quien no se conformó con el país que le tocaba, y decidió inventárselo en otra geografía, aunque el precio fuera soñar en un idioma y vivir en otro.

 

Resulta aleccionador que el país más poderoso del mundo haya sido edificado por los hombres y mujeres excretados hacia un destino incierto por todos los continentes. De donde se deduce que fueron el resultado de una especie de selección natural, sobreviviendo los capaces de balancearse en el trapecio de la soledad, sin seguro de vida ni red de seguridad.

 

Y observando Europa, comprendemos que América somos todos. O lo seremos.

 

América es lo que nos sobró y lo que nos faltó.

 

Los italianos ya no acuden a New York para fundar una pizzería, y los irlandeses regresan a Dublín tras dos semanas en Miami Beach. Pero ahora los europeos rezan de cara a la meca y en francés, son cabezas de turcos en Berlín, amasan rollitos de primavera en Viena, o se encomiendan a Changó antes de trepar al andamio y montar, piedra a piedra, La Sagrada Familia de Barcelona. Ellos también son Europa. También son América.

 

América no es ya la periferia occidental de Europa. Europa es el barrio oriental de América. Distinto, porque cada barrio tiene su propia arquitectura humana, pero no tan distante.

 

Si pudiéramos saltar instantáneamente de San Francisco a Helsinski pasando por Lisboa, podríamos disfrutar/padecer la misma canción en 500 discotecas idénticas, y sumergidos en la masa de bailadores de todas las razas, obligada a entenderse por señas para vencer el ruido, difícilmente sabríamos en qué país estamos.

 

América es un gobierno, un sistema, una economía, un modo de vida, un ejército con pretensiones de policía internacional, y también un mosaico de culturas, razas y lenguas con traducción simultánea al inglés. Es también trescientos millones de americanos con diferentes gradaciones y apellidos: italo, cubano, afro, chinoamericanos. Entre todos han conseguido exportar el american way of life, la tecnología, el marketing, el cine, la moda cotidiana, la música y una imagen estereotipada de América. Si lo han conseguido, es porque el resto del planeta ha accedido a importar. Y porque en nosotros hay mucho de lo malo y lo bueno que hay en ellos. De modo que al tildar de infantiles, elementales y kitsch a los norteamericanos, para más tarde consumir sus infantiladas, estamos aceptando nuestra condición de párvulos de la misma escuela, horteras de idéntica camada. Y olvidamos que América también somos nosotros.

 

“América somos nosotros”; en: Cubaencuentro, Madrid, 7 de febrero, 2002. http://www.cubaencuentro.com/internacional/2002/02/07/6192.html.



Machos

Comentarios Enviar Print

 

Cada año las estadísticas nos arrojan pavorosas cifras de mujeres vejadas, maltratadas y, llegado el caso, asesinadas por sus maridos, compañeros, novios, pretendientes y propietarios. Las desfiguran con ácido en Bangla Desh. Les mutilan para siempre el placer en sociedades subsaharianas, para así garantizar la supremacía sexual del macho. Se les lapida por denuncias de adulterio en algunos países del Medio Oriente, al tiempo que la poligamia del varón queda debidamente legislada. Las encerraban los talibanes entre cuatro muros de hogar y cuatro muros de tela, y la evasión se pagaba con un disparo a la cabeza en el stadium, donde los machos asistían al espectáculo. Las mujeres son vendidas, compradas, traficadas, esclavizadas por deudas que siempre crecen exponencialmente. En España, no es raro que si una dama se resiste a aceptar mansamente (como antes), el machismo nuestro de cada día, se le aplique un correctivo radical, incluso in articulo mortis.

 

Y a precio de saldo: Si una mujer de 40 años, a quien las estadísticas otorgan otros cuarenta, es asesinada; la ley impondrá a su verdugo quince años, de los que cumplirá siete. En suma: cada año de vida de una mujer asesinada, vale apenas 64 días de libertad de su asesino.

 

En el mejor de los casos, el macho en funciones convierte a la mujer en parte del mobiliario doméstico: bonita, decorativa, insustancial. Sin la potencia del coche, ni el valor añadido de la casa como bien duradero.

 

Incluso en países donde la paridad entre los sexos es recogida en la legislación vigente, millones de mujeres padecen cada día una prisión domiciliaria que Amnistía Internacional no inspecciona. La única ONG que las atiende es Asesinos Sin Fronteras. Poderosa, a juzgar por la impunidad relativa de que disfrutan sus maltratadores.

 

Y hablamos de los casos conocidos; pero sólo el 10% se denuncian. Que las mujeres decidan denunciar a sus agresores, que accedan a casas de acogida, se reinserten socialmente y obtengan una independencia económica que es condición indispensable para las demás, son el tratamiento postraumático para una enfermedad social que ya alcanza niveles de epidemia. Milenios de machismo se rebelan contra la idea de que la igualdad no es un mero slogan.

 

Claro que según algunos jueces italianos (todos hombres), una mujer que vestía blue jeans iba provocando, por lo que tuvo que consentir la violencia del macho y es, por tanto, culpable de lesa complicidad. Al parecer, tendría que cambiar el jean por el burka para impermeabilizar su honra en la versión de esos jueces italianos.

 

Y aunque Occidente ha cerrado filas contra los talibanes, no por haber institucionalizado el maltrato a la mujer, sino por su apoyo al terrorismo; habrá en nuestras sociedades muchos hombres que, en su fuero interno, suspiren de envidia por ese lugar donde las mujeres han sido confinadas al sitio que les corresponde.

 

Enfermedades que parecían inmanentes, han sido erradicadas. Contra otras nos inmunizamos desde la infancia. ¿Existirá alguna vacuna social que prevenga esta violencia oscura? ¿Realiza la sociedad un verdadero esfuerzo para comprender sus causas y erradicar el humus de frustración y modelos machistas del triunfador —si la mujer es quien triunfa, matarla a golpes es siempre un remedio definitivo—, que en mortal combinación nos ofrece la realidad, sumados a la ración de violencia cotidiana que tragamos sin rechistar en la tele? ¿O deberemos asumir como fatalismo histórico que la violencia es condición sine qua nonpara el florecimiento de nuestro mundo?

 

Dudo que alguna vez erradiquemos esa violencia doméstica si, al mismo tiempo, no erradicamos la violencia global en esa casa grande que es el planeta.

 

No encuentro mayores diferencias entre ese macho hogareño que no acepta la menor violación de su territorio, so pena de una paliza, y el supermacho que desde su sillón presidencial asesta palizas de cañonazos a los débiles (léase hembras) que se pasan de la raya, o cárcel y escarnio a los disidentes que se atreven a levantar la voz al SuperMacho en Jefe. Por no hablar del machismo financiero, ése que viola sistemáticamente los derechos más elementales de las tres cuartas partes de la humanidad (¿será la parte hembra?) y los condena a morir de la peor paliza, que es el hambre. La única diferencia entre ese machito domiciliario y los machos del poder y las finanzas (así sean, anatómicamente, hembras(, la única diferencia entre esas violencias, es de orden cuantitativo: unos disponen de sus puños, un cuchillo o una pistola; otros, de cazabombarderos, lásers, bolsas de valores, cuerpos represivos y demás armamento pesado.

 

Una cualidad de todos esos machos domésticos es que piensan (si piensan) y hablan en nombre de sus hembras. Ellos deciden, y a la mujer corresponde el papel de quórum, aunque no es formalmente imprescindible. Si el macho decide, seguramente a la hembra le tocará hacer los ajustes necesarios para que se cumpla su dictamen.

 

En el orden internacional, un país macho puede darse el lujo de menospreciar sin temor una resolución de la ONU; contaminar sin reparo y que otros limpien el planeta; aplastar sin contemplaciones el secesionismo de alguna díscola provincia; o mantener con total impunidad la ocupación de una nación ajena, con el pretexto de que la está civilizando —el machito doméstico llama a eso “enseñarla a respetar y comportarse correctamente”—.

 

Los países hembras, por su parte, deberán clamar justicia en las instituciones internacionales; rendir pleitesía a los poderes fácticos y machos de este mundo; atender con cuidado las instrucciones de los varones financieros, y atenerse a las consecuencias en caso de que se atrevan a desordenar la casa planetaria y armar pendencia.

 

La política interna tampoco se salva: sobran casos de gobiernos consensuados, dialogantes, más dados a seducir y pactar que a dar órdenes, gobiernos hembras diríase. Tan pronto alcanzan la mayoría absoluta, se convierten en gobiernos machos y pueden al fin exclamar: Aquí mando yo, carajo. En el mejor de los casos: el macho democráticamente electo.

 

Claro que el macho autoelegido no está obligado a esas servidumbres femeninas. Su machoría es siempre absoluta.

 

En Cuba asistimos hoy a un evento semejante. El Macho en Jefe acaba de decidir que, aun en el estado lamentable de la economía insular, aun destrozada por un huracán que ha dejado sin recursos ni hogar a miles de familias, el país puede permitirse despreciar la oferta de ayuda de Estados Unidos, o la cooperación de las organizaciones internacionales que se tomarían el derecho, eso sí, de evaluar por su cuenta los daños, distribuir la ayuda y fiscalizar que llegue verdaderamente a los más necesitados. Y eso es algo que el Macho en Jefe no puede permitir: que alguien venga a repartir bienes en su casa, y hacerse acreedor del agradecimiento de Su Pueblo Hembra. De modo que al Pueblo Hembra corresponde respetar su decisión, mostrarse agradecido con lo que Él tenga a bien darle, y sufrir en silencio su infortunio, con la conciencia clara de que la dignidad de Su Señor está a salvo. En el imaginario machista (o machista-leninista según el caso), al señor le corresponde monopolizar el orgullo y el uso de la palabra. A la hembra se le otorgan dos derechos: la resignación y el silencio.

 

En toda la escala del machómetro, desde el amo de casa al presidente, cuando la pelea es entre iguales, la actitud cambia.

 

Si la novia que lo ha abandonado, y a la que iba dispuesto a demostrar el Teorema del Mariachi (“mía o de nadie”), aparece con un hermano de dos metros y ciento diez kilos, el machito doméstico trocará el cuchillo por la retórica, y hasta terminará concertando un “pacto de hombres” sobre la mesa de negociaciones de algún bar.

 

Si un machazo internacional se atreve a espiar a otro, y el otro le captura el avión, lo desguaza, lo registra, y se niega terminantemente a devolverlo, no pasa nada. Intercambio de insultos, matonismo retórico, pero ambos saben que el otro sabe que yo sé que tú sabes, ¿comprendes?

 

De donde se deduce que el macho territorial, intransigente, listo a desenfundar el puño o el misil si va en ello el honor (y se comprueban debidamente las carencias del enemigo), es también un animal gregario. Y eso es, posiblemente, lo más peligroso.

 

“Machos”; en: Cubaencuentro, Madrid, 22 de noviembre, 2001. http://www.cubaencuentro.com/internacional/2001/11/22/4981.html.