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El zumbido del merequetén

Dieterich y el testamento político de Castro: ¿Insiste el sociólogo alemán en pedir peras democráticas al olmo totalitario?

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Castro adelantó ya las claves de su testamento político (Universidad de La Habana, noviembre 17 de 2005) y su albacea Felipe Pérez Roque se encargó de afinarlas (Asamblea Nacional, diciembre 23 de 2005).

No podía menos que esperarse la reacción afirmativa de los intelectuales rumiantes de la nueva izquierda. Entre ellos, Heinz Dieterich parece ser original por hacer zumbar al mismo tiempo la crítica del régimen castrista y el elogio de "la plena autoridad teórica, política y moral del Comandante".

Para este sociólogo y economista alemán, aplatanado en México, "la pura idea de la desaparición de Fidel llena el corazón de tristeza". No obstante, Dieterich logra sobreponerse y encara el "terremoto epistemológico" de que "el Comandante de la certeza, de la seguridad de la victoria final, reintroduce la dialéctica en el discurso oficial cubano" al dejar planteada la tarea de esclarecer "cuáles serían las ideas o el grado de conciencia que harían imposible la reversión del proceso revolucionario".

Crítica de la razón pura

Para dar pautas teóricas de solución a semejante tarea práctica, Dieterich echa mano a "la cibernética tecnológica y cognitiva" y a otras disciplinas científicas, pero ninguna atañe al objeto de estudio. Las claves testamentarias de Castro son cosas de geriatría.

La novelista y filósofa francesa Simone de Beauvoir aclaró el temor natural a la vejez como degradación ( La vejez, 1970), y el psicólogo germano-estadounidense Erik Erikson develó el conflicto básico que tienen los ancianos de encontrar sentido de integridad a sus vidas para contrarrestar la desesperación de no poderlas volver a vivir de modo diferente ( El ciclo vital completo, 1982).

En medio de este dilema, Castro transpone aquel temor a su revolución: "Nosotros podemos destruirla, y sería culpa nuestra". El uso del plural mayestático diluye también su responsabilidad personal: "Nosotros, al fin y al cabo, hemos sido testigos [es decir: no autores] de muchos errores y ni cuenta nos dimos".

Desde su famoso alegato de autodefensa (1953), Castro dejó claro que no cargaría con la culpa de nada ante nadie. Ahora fragua un complot semejante al que Nietzsche vislumbró en el cristianismo. Así como apela al orden moral para alcanzar el "más extraordinario desarrollo humano que pueda concebirse", declara previamente culpables a sus compatriotas: Cuba es "un país idiota", donde cunden "parásitos sociales [y] nuevos ricos" junto a economistas ignorantes y empresarios indisciplinados.

Sólo la acción puede mantener en pie a Castro: para él, ser es hacer. No puede prescindir de enemigos externos o internos ni definirse sin relación con el combate encarnizado contra ellos, ni dejar de meter las narices en todo. Y no sólo ahora, que le dio por trajinar con cacerolas y bombillos. Léase, por ejemplo, "Nota del compañero Fidel sobre la cría de cerdos en zonas urbanas" ( Granma, marzo 12 de 2002).


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