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Hacia un nuevo contrato social

Desde el machadato hasta las 'mieles del poder': ¿Cómo reconstruir una nación sobre bases nacionales y no patrimoniales?

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Es evidente que ha sido la falta de definición conceptual de cualquier proyecto político la que nos ha llevado a correr —y a sufrir— el siguiente riesgo: justificar y legitimar la política en las meras necesidades del estómago, visto este como símbolo abierto y glotón de lo más perentorio e inmediato para los ciudadanos.

Fue exactamente esta constatación de sentido común la que guió al Partido Arco Progresista (Parp) hacia la idea de un nuevo contrato social.

Un repaso detenido por la historia política de Cuba nos aproxima más o menos a este hecho: la política cubana no ha logrado fundarse en valores compartidos, sino en programas para la solución de problemas concretos de diversos sectores de la sociedad. Por eso, la política de riquezas cubanas, entre las primeras del hemisferio occidental antes de 1959, se perdió ante la ausencia o debilidad de una política cubana de los valores. Valores entendidos no en su sentido metafísico, sino como pautas-límite de conducta que los individuos o los grupos no son capaces de transgredir, ni siquiera para su propio beneficio.

No al modelo político patriarcal

Se podrá decir que la política es para las cosas concretas de la vida y nada más. El it's the economy, stupid, que se hizo famoso en la era de Bill Clinton, parecería el contenido moderno, algo precursor, de la cuestión política en el mundo, ayer y hoy. Con lo que estaría básicamente de acuerdo, pero con la siguiente salvedad: donde la política no se funda en valores, se pierden a la larga la riqueza, la posibilidad de solucionar problemas concretos e, incluso, la de proponer programas.

Esto, por una razón fundamental, entre otras: la política de las soluciones divorcia a los ciudadanos de las políticas y los políticos providenciales, que son percibidos como los salvadores, destinados teológicamente a resolver los problemas de los otros, a detentar la sabiduría suprema para determinar cuáles son las demandas del "pueblo", de qué modo satisfacerlas y cuándo podrán ser cumplimentadas. Y en la medida en que estas posibilidades dependen cada vez más de algún saber tecnocrático, el asunto se pone peor, porque los ciudadanos, vistos como individuos, carecen —o se supone que carecen— de los conocimientos técnico-providenciales apropiados, según la visión que les gusta nutrir a los de arriba en no pocas sociedades.

Que la política cubana haya reproducido históricamente el modelo patriarcal, no sólo tiene que ver con el origen rural de la mayoría de la élite política cubana. Tiene que ver también con esa infantilización política por la cual es el padre el encargado de satisfacer las demandas de los hijos. Con una diferencia. En el modelo político patriarcal no existen las demandas, nada más existen las necesidades. Y estas no la determinan los hijos, sino los padres.

En tal sentido, el modelo político cubano no ha evolucionado desde aquel presidente, Gerardo Machado, quien por allá por los años veinte del siglo pasado determinó cuánto debían cobrar los que trabajaron en la construcción del aeropuerto de San Antonio de los Baños en La Habana, hasta el ex gobernante Fidel Castro, quien tuvo a bien decidir qué hacer con y cómo distribuir el dinero que ganan los deportistas de la élite profesional.

Y no hay evolución, ni diferencia, agregaría, porque la idea de que nuestras soluciones deben venir desde arriba es consustancial a otras dos realidades: primero, al principio arraigado de que al Estado y al gobierno hay que pedirles lo que necesitamos o nos pertenece —la democracia, los derechos humanos, la libertad de movimiento, la alimentación, etc.— y al principio incorporado de que si el Estado o gobierno no los satisface, pues hay que robárselos. De modo que petición y corrupción se dan la mano en una sociedad construida para la pobreza y desde el derecho patrimonial.

Cuestión de élites

En tal concepto, la política cubana no se ha basado nunca en el fundamento de toda sociedad moderna: el contrato, cualquiera sea, entre gobernados y gobernantes. Y todo contrato nos lleva a unos valores básicos que alimentan, en todos sus detalles y de manera general, las cláusulas de la convivencia.

Cuba no ha tenido nada parecido a esto. O sí. Las sucesivas constituciones de la Isla parecen haber llenado esta necesidad de un contrato social. Sólo que los valores detrás de esos esfuerzos de dotarnos de una ley fundamental han sido contrarios a la naturaleza de toda ley fundamental.

La primera élite que surgió de las guerras de independencia fundó su derecho a gobernar en el hecho de haber arriesgado la vida y la hacienda frente a España. La segunda élite que surgió de la "Revolución" basó el suyo en el mismo hecho de haber arriesgado la vida, y esta vez la utopía, para conquistar el poder. A lo que hay que agregar la cultura heredada. De modo que el derecho político en Cuba pasa por el juego real o supuesto con la muerte, y no por los derechos ciudadanos.

Cuando Fidel Castro utilizó recientemente el par simbólico de miel y sacrificio, nos estaba recordando que el poder en Cuba significa riesgo por adelantado: algo totalmente contrario a la naturaleza del contrato, que es la de riesgo a futuro, con cláusulas de garantía incluidas. En un juicio sin facha debemos saber ahora, y este es el valor pedagógico resumido de la tradición política cubana, que al poder se llega para mandar y disfrutar. O para disfrutar y mandar. No para servir. Dicho es.

A partir de este análisis funda el Parp la idea de nuevo contrato social. En dos direcciones: primero, la idea misma de contrato trata de impulsar el concepto de que es necesario reformular las pautas de convivencia entre cubanos; algo que en rigor se haría por primera vez en Cuba, porque nunca se ha contado aquí con los ciudadanos a la hora de determinar sus vidas y destinos. Segundo, la necesidad de modernizar las relaciones entre el gobierno y los ciudadanos. Llegar al punto en el que podamos decir: no somos los ciudadanos los que tenemos un problema con el Estado, sino es el Estado el que tiene un problema con los ciudadanos; sería la apertura y el fundamento de la civilización política en Cuba.

El Parp cree que sólo así podremos crear una relación estable entre cubanos y un proyecto maduro de país o de nación, que no es lo mismo. Las culturas políticas que han perdurado a lo largo de la historia han sido aquellas en las que al sentido de propósito se ha unido el sentido del límite: eso revela la necesidad de todo contrato social, aunque sea con los dioses que dieron vida al derecho divino de las monarquías. Si la "revolución cubana" murió, fue, entre otras cosas, por su desmesura, por la ruptura de sus propios límites.


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