Actualizado: 18/04/2024 23:36
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A debate

Malas lecciones

¿Qué 'expectativas cubanas' ha de considerar Washington: las del gobierno o las de la oposición?

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"La revolución se acercó a la Unión Soviética para protegerse de Estados Unidos y con esta acción colocó a Cuba, por un tiempo, en el centro de la Guerra Fría", dice rotundamente Marifeli Pérez-Stable en su artículo Lecciones sabias, escamoteando así toda la compleja dinámica de los tres años que siguieron a la huida de Batista: cómo Castro fue desplazando a la gente del Directorio Revolucionario y situando a los cuadros del PSP (Partido Socialista Popular) en posiciones de mando; cómo desde el verano de 1959 el acercamiento al comunismo fue parte de una política dirigida a afianzar la dictadura.

En su monumental historia de Cuba, el historiador británico Hugo Thomas afirma que "en el invierno de 1959-1960 la Unión Soviética no encontraba especialmente deseable una Cuba comunista". Utilizando hábilmente la confrontación con Estados Unidos, Castro aprovechó el contexto de la Guerra Fría para sentar las bases de un poder unipersonal que ha durado casi cinco décadas.

Pérez-Stable afirma que Estados Unidos buscaba en los sesenta un cambio de régimen, pero nada dice de las características del régimen que se pretendía cambiar; ni que no era sólo Estados Unidos, sino muchos cubanos que, cerrada la vía política, no tuvieron otro camino que las armas. Fueron ellos, más que el gobierno norteamericano, los derrotados en Playa Larga y Playa Girón.

¿Qué "expectativas cubanas" ha de considerar Washington: las del gobierno o las de la oposición? Quien sin conocer nada del asunto lea el texto de Pérez-Stable podría pensar que la culpa del desastre es, sobre todo, de Estados Unidos. Es evidente el esfuerzo de la articulista por salvar a la Revolución, similar al que encontramos en el prefacio a su libro La revolución cubana. Orígenes, desarrollo y legado, donde afirma:

"Mucho antes de que la guerra fría llegara a su fin, la revolución había dejado de tener vigencia como proyecto social y se había convertido en historia. Al igual que en la URSS y Europa del Este, el socialismo en Cuba había estado dando señales de decadencia desde hacía algún tiempo; sin democracia y sin eficiencia económica su esencia se había desvirtuado". (Colibrí, p. 14)

Ahora bien, ¿cuánto antes de 1989 desapareció la vigencia de la revolución? ¿Cuándo empezó la decadencia? ¿Cuándo, si la falta de democracia y la ineficiencia económica era evidente desde mucho antes de 1980, y aun, de 1970; si la libreta de racionamiento se estableció en 1962 y los Comités de Defensa de la Revolución en 1960?

Ponerse a buscar un momento en que la revolución dejó de ser revolucionaria conduce al fracaso; siempre hay uno anterior: la Revolución es o los cincuenta años de dictadura, o aquel momento único, el "minuto sagrado" que describiera Piñera, en que el pueblo fue por una vez el dueño absoluto de la ciudad. Si reconocemos que ese "triunfo psicológico" —recordemos el auge nacionalista del año 1959, con sus postalitas y sus cuchillas de afeitar— no ha traído sino miseria y dictadura, debemos preguntarnos si el nacionalismo necesita realmente una "victoria sicológica" como la de México en 1938.

La esencia de la revolución, inalterable por cinco décadas, es justamente la negación de la democracia y la ineficiencia económica. Por ello, no queda claro de qué legado habla Pérez-Stable cuando en las conclusiones de aquel libro, intentando salvar una vez más la supuesta esencia revolucionaria de su corrupción, afirma: "mientras el revolucionario Fidel había consolidado una Cuba de mayor igualdad y soberanía, el caudillo Castro estaba destruyendo el legado de la revolución" (p. 341).

El legado de la revolución es exactamente el mismo que el del comunismo en los países de Europa del Este: una "nueva clase" que controla la economía y se prepara para reciclarse en la transición, un país destruido y miserable, un pueblo carente de cultura cívica, hastiado de consignas y discursos.


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