Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Entre la historia y la pared

Guerras, revoluciones, y la batalla de ideas que no quiere Fidel Castro.

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Narciso López, que era anexionista y tenía vinculaciones con los esclavistas sureños norteamericanos, propugnaba la lucha armada contra el poder colonial español. Ignacio Agramonte y Loynaz, que simpatizaba con la anexión porque veía en la Unión Americana un ejemplo de democracia y libertad, y que al morir en Jimaguayú en 1873 llevaba bordada en su camiseta la bandera estadounidense, no era esclavista y fue uno de los pilares más recios de la insurgencia contra España.

Refiriéndose a los autonomistas, el propio Máximo Gómez afirmaba que "esas gentes de letras y de espíritu tranquilo y pacífico no son llamadas a la rebelión. Como saben tanto, siempre confían el mandato de todas las cosas humanas a las ideas, y no suponen necesaria la fuerza bruta en ningún caso. Ellos tienen razón en parte, pues cuando con ella se triunfa queda el camino plagado de desastres". Una cosa es oponerse al uso de la fuerza bruta como medio para obtener la libertad, y otra es oponerse a dicha libertad.

Sobre la responsabilidad por la 'república mediatizada'

"Ellos fueron los que prepararon el camino [dice Castro refiriéndose a los revolucionarios separatistas], ellos fueron los que crearon las condiciones y ellos fueron los que tuvieron que apurar los tragos más amargos: el trago amargo del Zanjón, el cese de la lucha en 1878; el trago amarguísimo de la intervención yanki; el trago amarguísimo de la conversión de este país en una factoría y en un pontón estratégico —como temía Martí—; el trago amarguísimo de ver a los oportunistas, a los politiqueros, a los enemigos de la revolución, aliados con los imperialistas, gobernando este país".

Lo que no dice Castro es que el cuadro descrito por él no fue resultado de la línea de acción evolutiva emprendida por los reformistas y retomada por los autonomistas, que habría evitado los tragos amargos mencionados por él, sino el producto del fracaso de la vía armada para liberar a Cuba emprendida por los separatistas, porque el problema, como demostraron los hechos, no era solamente derrocar militarmente a España, sino crear una nación moderna viable, con la suficiente estabilidad política y económica para sortear con éxito todos los obstáculos internos y externos que se alzaban en su contra, razón por la que Saco recomendaba el sacrificio de la paciencia ante la intransigencia de España.

El líder autonomista José María Gálvez, como citan Marta Bizcarrondo y Antonio Elorza en su obra Cuba/España. El dilema autonomista, 1879-1898, en un discurso en la Cámara de Representantes del gobierno autonómico en 1898, decía con referencia a la intervención norteamericana, que prefería que la bóveda celeste se desplomara sobre sus cabezas, "antes que ver hollado nuestro suelo y sojuzgado nuestro pueblo por ese odiado enemigo que aspira a la conquista de esta Isla".

¿Cómo acusar entonces a los reformistas y a los autonomistas de ser los causantes del surgimiento de una república mediatizada bajo la tutela norteamericana, cuando siempre se opusieron a la precipitación revolucionaria y por el contrario apostaban por la vía de una evolución gradual de la sociedad criolla?

¿Cómo acusarlos de cooperar a posteriori con la intervención de Estados Unidos en los asuntos cubanos, cuando fueron los separatistas los que rechazaron la rama de olivo tendida por el gobierno autonómico para declarar una tregua en la Guerra de Independencia, algo que habría privado al presidente William McKinley de toda justificación para intervenir militarmente en Cuba, pues su condición expresa para la no intervención era el cese de las hostilidades?

La realidad histórica es que los líderes el Ejército Libertador prefirieron cooperar con las tropas de Estados Unidos para terminar la guerra, antes que pactar con los autonomistas para evitar una intervención militar norteamericana.

Sobre la leyenda negra de la 'seudorrepública'

"¿Qué república era aquella que ni siquiera el derecho al trabajo del hombre estaba garantizado? ¿Qué república era aquella donde no ya el pan de la cultura, tan esencial al hombre, sino el pan de la justicia, la posibilidad de la salud frente a la enfermedad, a la epidemia, no estaban garantizados? ¿Qué república era aquella que no brindaba a los hijos del pueblo —que dio cientos de miles de vidas, pero que dio cientos de miles de vidas cuando aquella población de verdaderos cubanos no llegaba a un millón; pueblo que se inmoló en singular holocausto— la menor oportunidad? ¿Qué república era aquella donde el hombre no tenía siquiera garantizado el derecho al trabajo, el derecho a ganarse el pan en aquella tierra tantas veces regada con sangre de patriotas?".

Cuando las Trece Colonias declararon su independencia de Inglaterra en 1776, los colonos americanos tenían 157 años de tradición civil y autogobierno para emprender su camino como nación, si contamos a partir del 30 de julio de 1619, fecha en que la Asamblea de Virginia celebró sus primeras elecciones democráticas. Aun así, a la sociedad norteamericana le tomó 345 años —con una guerra civil de por medio— lograr su total emancipación en 1964, gracias al triunfo del Movimiento por los Derechos Civiles liderado por Martin Luther King Jr., y aún hoy, a 230 años de su independencia, a pesar de ser la democracia moderna más antigua del mundo, todavía queda mucho por hacer en Estados Unidos para consumar el ideal de una república "con todos y para el bien de todos".

Los cubanos, cuando estrenamos nuestra independencia en 1902, habíamos vivido 390 años bajo un férreo gobierno militar colonial, teníamos 34 años de tradición guerrera revolucionaria y prácticamente ninguna experiencia de gobierno autónomo. De ahí que el país desembocara, por inmadurez política y falta de tradiciones civiles, en lo que Fareed Zakaria define como una "democracia iliberal", en la que se mezclan las elecciones con el autoritarismo; es decir, una democracia carente del espíritu de respeto a la leyes y las instituciones propio del constitucionalismo liberal, que hace posible defender las libertades del individuo en contra de la coerción arbitraria ejercida por otros hombres o instituciones.

Sin embargo, aquella república imperfecta, producto de la precipitación revolucionaria y la inexperiencia política, a pesar de todos sus lastres heredados de la colonia, fue capaz, en apenas 57 años, de alcanzar una de las posiciones más avanzadas entre las naciones latinoamericanas y aventajaba en muchos aspectos a muchas naciones europeas de la postguerra.

Aquella república vilipendiada por Castro en la década de los años cincuenta, estaba entre las primeras de América Latina en consumo de calorías por habitante, en niveles de alfabetización, en cantidad de médicos por habitantes, por sólo mencionar tres indicadores. Cuba, a pesar de la dictadura de Batista y de la guerra civil, era en 1958 un país de inmigrantes y gozaba de un nivel real de ingresos muy por encima del que tienen los cubanos en la actualidad. ¿Qué más se podía pedir en tan corto tiempo a una república que había nacido con tantas desventajas?

La necesidad de una visión histórica más incluyente

Un análisis desapasionado de los hechos indica que la Historia de Cuba no es ese panteón exclusivo de los héroes revolucionarios que nos han inculcado durante generaciones, sino que está matizada por la obra de hombres y mujeres de diversas tendencias que contribuyeron substancialmente a la formación de nuestra nación y que no pueden ser omitidos o descalificados sencillamente porque algunos fueron esclavistas en tiempos de la esclavitud, o porque quisieron llegar a la libertad por la vía de la evolución social.

De los 55 delegados que participaron en la Convención de Filadelfia para redactar la Constitución de Estados Unidos en 1787, doce eran dueños de esclavos o administraban plantaciones de esclavos, incluyendo a George Washington y James Madison —así como Thomas Jefferson, quien a la sazón fungía como ministro ante Francia—; sin embargo, a nadie en su sano juicio se le ocurriría desterrar de la historia a estos padres fundadores de la nación norteamericana por el solo hecho de haber sido esclavistas en un momento dado.