Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Perro de Castro

'Veo a Fidel en todas las cosas, una especie de pancastrismo que me obliga a encontrarlo hasta en la sopa'.

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El perro de Pavlov se ha vuelto un reflejo condicionado de los hombres. Basta decir la palabra "perro" para que, en algún recoveco de la psiquis, se levante, en cuatro patas, el sabio ruso.

Ligarse, adosarse, interpretarse, a una palabra, a un concepto o a una idea (los quince minutos de Rabelais y de Warhol; el cisne de Leda; la cruz de Cristo...) fue la intención original de Castro, y lo que quiso decirnos cuando profetizó "la Historia me absolverá". Como buen jesuita entendió que el verbo —por un procedimiento semejante al del hocus pocus— le otorgaría, finalmente, la absolución. Que, transustanciado, sería prácticamente indestructible: "En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios y el Verbo era Dios".

Cada vez que decimos "Castro", un árbol binario de infinitas bifurcaciones nos arrastra por el inventario general del léxico, y en cada entronque "Castro" queda ligado, enrocado, en enlace covalente, a ciertos atributos positivos ("educación", "salud", "líder", "futuro", "Robin Hood", "sofa-cama", "caballo", "un rubí", "Sierra Maestra", "pobres", "revolución", "idealismo"), mientras que los predicados de signo negativo son repelidos y precipitados al fondo del compuesto. A esto llamamos, en alquimia, "absolución".

Como el tan zarandeado gato de Schrödinger que describe la física cuántica, Fidel sale siempre ileso, airoso, victorioso, vivo. Con el colapso de onda, queda atrás el cadáver del "asesino", del "dictador", del "gángster", y las ficciones morales que nunca llegaron a ser. Los gatos ariscos —ya lo dijo Lezama, nuestro otro jesuita— no alcanzarán jamás su definición mejor.

El "querido Comandante" (el "sabio", el "guerrillero", el "buenazo", el "incomprendido", el "genio" y el "padre") se reirá a carcajadas de nosotros, simples mortales, y como un Fantomas desencadenado, arrojará en pleno vuelo sus innumerables pellejos.

El último hereje de la tierra

No creo estar solo —entre cubanos— cuando digo que veo a Fidel en todas las cosas; una especie de pancastrismo que me obliga a encontrarlo hasta en la sopa. Se trata de un reflejo absolutamente involuntario: cuando miro al cielo, veo un lucero que me lo recuerda —Fidel es para mí Lucifer, la estrella de la mañana—. Cuando veo una película tan inocente como Chucky, el muñeco asesino, lo veo a él y veo el caso Eliancito. Y en Rosemary's Baby, o en Chinatown, veo el alma del hombre bajo el castrismo.

Leyendo a Prescott lo veo como a un Hernán Cortés. En Roma, delante de la Beata Ludovica, de Bernini, vi a Hebe de Bonafini y al fanatismo procastrista latinoamericano. Y en el Campo dei Fiori, sentado a los pies del Maestro, ante la vista de un batallón de granujas uniformados de idealistas con camisetas del Che, me sentí como el último hereje de la tierra.

Soy un dominico ( domine canis), un cristero, un castrero, un castrato... La gente se aparta de mí, y me evita como a la Peste. Mis interminables tiradas sobre la caída y el pecado original de los intelectuales, aburren. Pero es que ya no hay otro asunto digno de interés para mí; ningún otro problema que merezca ser resuelto y aclarado.

Cada vez que acometo una tarea pura, apolítica, me asalta la duda sobre su relevancia. Queda siempre en suspenso el nudo central de mi existencia y —para qué negarlo— sus infinitas ramificaciones, como los tentáculos de un maligno sistema nervioso, invaden cada milímetro de mi ser. Quizás me he convertido, sin quererlo, en un perro de Castro. Ya hasta mis ideas saltan, incontinentes y satas de significado, agitando la cola a la voz de su amo.