Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Toros

Soy incapaz de disfrutar la belleza de un espectáculo que consiste en atormentar a un animal y cuya apoteosis es la muerte de éste o la del matador.

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Hace años, invitados por un médico andaluz amigo mío, el novelista cubano Jesús Díaz y yo fuimos a la Maestranza de Sevilla. Ni Jesús ni yo habíamos visto nunca una corrida. Tengo entendido que la única plaza de toros que ha habido en Cuba, donde no existe afición taurina, estuvo en La Habana y desapareció con la colonia, o sea, hace más de un siglo.

Aquella tarde, uno de los toros embistió la valla del burladero y se quebró un tarro. Con el cuerno colgando y una parte del cuerpo empapada de su sangre, el animal fue lidiado —esto es, enfurecido, pinchado, rejoneado— hasta el final. Para colmo, la estocada fue fallida, por lo que hubo que recurrir al puntillazo de gracia. Cuando buscábamos, horrorizados, una salida a la calle, Jesús y yo nos juramos no volver a pisar una plaza de toros. El amigo que nos invitó no comprendía nuestro disgusto y ponderaba, desplegando una erudición fastuosa, la belleza y el prestigio ancestral de la tauromaquia.

Yo me declaro incapaz de disfrutar la belleza que pueda haber en un espectáculo que consiste en atormentar a un animal y cuya apoteosis es la muerte de éste o la del matador.

Los aficionados a la tauromaquia poseen un nutrido repertorio de argumentos y ocurrencias para justificarla —argumentos y ocurrencias que transitan toda la escala de lo burdo a lo sofisticado—, pero no me convencen porque, para mi modo de pensar y sentir, prevalecen, en contra de cuanto se diga a favor de este arte, deporte o lo que sea, la tortura del animal y, cómo no, "la sangre de Ignacio sobre la arena".

Por cierto, Ignacio Sánchez Mejías, el diestro ilustrado cuya cogida mortal fue cantada por Federico García Lorca, dijo en una conferencia que dictó en Nueva York en 1930: "No tengo inconveniente en que se clasifiquen las corridas de toros entre las crueldades universales".

Los defensores de la "fiesta brava" alegan que se trata de una tradición milenaria. Lo mismo se puede alegar respecto de la pena de muerte y la ablación del clítoris. ¿Acaso aprobaríamos que revivieran en México la tradición, milenaria y azteca, de los sacrificios humanos? ¿O en Roma la de los gladiadores?

La ministra española de Medio Ambiente, Cristina Narbona, ha desatado los demonios al cometer la osadía de manifestarse en contra de que en la lidia se mate al toro. Reconozcamos que, al rozar lo intocable, algo de coraje ha tenido la ministra. Por lo menos bastante más que el Parlamento Europeo, que, incapaz de coger al toro por los cuernos, lo excluyó de los beneficios de una reciente ley comunitaria contra el maltrato a los animales.

Pero la señora Narbona sólo mencionó la muerte del toro —una bestia que a fin de cuentas suele acabar en el matadero— y no dijo nada de la tortura a que lo someten. Y la tortura es lo odioso, sin que deje de serlo que la muerte sangrienta de un animal sea objeto de recreación, trátese de un toro en la plaza madrileña de Las Ventas o de una cabra lanzada desde un campanario en una feria pueblerina.