Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Realeza, Markle, Gran Bretaña

Del príncipe y la corista

Cada uno de los cónyuges manipuló al otro: ella para ingresar en el escenario equivocado y él para escapar de un ambiente que lo asfixiaba

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La reciente entrevista que el príncipe Enrique (Harry) de Inglaterra y su mujer, la exactriz Meghan Markle, le concedieran a Oprah Winfrey, y que se difundiera en días pasados, ha dado bastante de que hablar; y esa misma repercusión —escandalosa y lamentable— sirve para probar la impropiedad de esa versión en sepia de Wallis Simpson en la casa real británica, sin duda la primera familia del mundo.

Contrario a lo que, a principios de la semana pasada, comentara Piers Morgan (y que lo llevara horas después a renunciar a su puesto en el programa “Good Morning Britain”), yo no creo que las denuncias que hiciera Markle de racismo, de encierro y de abandono fueran falsas. En todo caso se trata de la percepción de un problema que le tocaba muy de cerca y sobre el que ella tenía legítimo derecho a pronunciarse. Yo le creo que se sintiera desprotegida, juzgada y, en alguna medida, marginada y que eso la llevara incluso a contemplar la idea del suicidio. El error no está en sus declaraciones en la citada entrevista. El error y la inconveniencia están en haber entrado a formar parte de una institución que estaba en las antípodas de su mundo y de su experiencia: la de una actriz estadounidense del siglo XXI.

Estoy persuadido de que cuando el príncipe Harry —joven impetuoso y, en alguna medida, inconforme— le hizo una propuesta matrimonial a Markle, ella debió creer que equivalía a una invitación a integrar el elenco de The Crown, esta serie sobre Isabel II y su familia que ya anda por su cuarta temporada: un lujoso escenario con millones de espectadores.

Tampoco pongo en duda que Harry y Meghan hayan llegado a enamorarse de veras. Y eso es tal vez lo más grave, porque la mutua necesidad de estar juntos como pareja los llevó a pensar que podían sobreponerse a todos los obstáculos, al tiempo que él encontraba una razón para rebelarse —aunque al principio fuera inconsciente de ello— contra el rígido estado que le venia impuesto desde el nacimiento y en el cual estaba condenado a permanecer hasta el último día de su vida. Meghan era el trampolín, o el pretexto, que el príncipe encontraba para zafarse de unas ataduras que lo oprimían. Si la reina no le hubiera otorgado la autorización para casarse (como podría haberse esperado por la condición de divorciada y de actriz de su novia, no por su mulatez, aunque esto último tal vez pesara como un inconfesable argumento), lejos de frustrar el enlace habría precipitado la ruptura, acaso con peores consecuencias para la casa real.

Visto así, cada uno de los cónyuges manipuló al otro: ella, para ingresar en el escenario equivocado; y él, para escapar de un ambiente que lo asfixiaba. Al parecer, Harry heredaba las inquietudes de su madre, la difunta princesa Diana, menos que el sentido del deber público que han probado tener, a lo largo del tiempo, su padre y su abuela. Meghan Markle ansiaba el glamour, pero no la inmensa y pesada responsabilidad que venía adjunta. Imaginó que entraba en el teatro y estaba dispuesta a hacer su “papel”, sin sospechar que al darle el “sí” a Harry se estaba comprometiendo con una representación que habría de durar, sin pausa, hasta el momento en que, con pompa y solemnidad, la sepultaran. Esa perspectiva terminó siendo superior a sus fuerzas. No en balde que, en algún momento, pensara en suicidarse.

La culpa, por lo que a ella respecta, la tienen las llamadas revistas del corazón y la frivolidad con que los estadounidenses siguen las peripecias de la realeza británica. Vista desde este lado del Atlántico, la monarquía de su antigua metrópoli no es más que un espectáculo para consumo de turistas, la supervivencia de un bonito cuento de hadas. No pueden entender que, para los ingleses, se trata, por el contrario, de una institución milenaria consagrada al servicio del pueblo por la tradición y por la sangre.

Esta combinación de ignorancia (de ella) y de rebeldía (de él) termina por potenciarse en una entrevista que no deja indemnes a sus protagonistas. La imagen de la casa real se habrá visto afectada, que duda cabe, pero la de estos denunciantes se ha desplomado en el Reino Unido, el único país donde la historia realmente importa. Al final —cuando la polvareda se asiente— no ha de quedar más que el berrinche de unos millonarios consentidos que aspiraban al disfrute de sus privilegios sin las obligaciones que estos conllevaban.

Hace ochenta y cinco años la monarquía inglesa fue sacudida por un escándalo mucho mayor: otra estadounidense divorciada hacía abdicar al mismísimo rey y se lo llevaba al exilio por el resto de su vida. Esta vez, la baza es menos importante: Harry está a seis escalones de distancia del trono, un derecho sucesorio del cual el Parlamento podría y debería excluirlo (a él y a sus descendientes) para tranquilidad de su familia y notoria lección.


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