Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Comercio, Economía, Globalización

En busca del agente de la globalización

Son las transnacionales, no los ciudadanos, ni aun en esa faceta parcial suya de productores o consumidores, quienes se han apoderado del mundo

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Según algunos publicistas en el siglo XXI la dicotomía no es entre izquierda y derecha, sino entre nacionalistas y globalistas; y en ella los papeles de buenos, siempre según los “algunos”, corresponden a los primeros, y los de malos a los segundos.

La realidad es que el nacionalismo no es más que un recurso válido en algunos puntos clave del globo, aquellos puntuales cruces de caminos donde de hecho se cocina la futura cultura global, e incluso allí solo en lo inmediato; y la globalización por su parte es la única solución que le queda a la Humanidad en lo mediato, para enfrentar los múltiples desafíos que ahora tiene ante sí, encerrada como esta en un planeta que ya le queda chico (salir más allá solo es alcanzable como esfuerzo global coordinado).

Por tanto, la verdadera dicotomía sigue siendo entre progresistas y anti-progresistas. O lo que es lo mismo, entre quienes estamos por el progreso humano, que ya no es posible sin una globalización; y quienes desean y creen que se puede seguir como hasta ahora, encerrado en su reducto cultural, en su cachito de planeta.

El problema está, no obstante, en definir quiénes son los verdaderos agentes que pueden llevar adelante la globalización.

Más o menos desde los setenta, la corriente de pensamiento que se ha hecho dominante desde entonces ha pretendido que es el mercado su más eficiente agente, de hecho el único que puede ayudar a establecerla. El asunto está, sin embargo, en que en ese contexto de desregulaciones y desbroce de toda la maleza que supuestamente impedía el triunfal paso del mismo, quienes en realidad han operado no han sido los productores y consumidores que interactúan en el mercado de competencia perfecta, sino los grandes conglomerados económico-financiero-mediáticos internacionales: las transnacionales, los dueños absolutos de los mercados imperfectos reales.

Son las transnacionales, no los ciudadanos, ni aun en esa faceta parcial suya de productores o consumidores, quienes se han apoderado del mundo.

Y es por ello que estos, los ciudadanos, ante ese secuestro evidente de su capacidad para consensuar el control del mundo, se han replegado hacia las viejas unidades nacionales.

Este repliegue ha operado en dos sentidos: en un mundo dominado por las grandes corporaciones se ha percibido que se les intenta imponer los patrones de una sociedad que originalmente, y de manera supuesta, se basa en la transculturación de millones de plebeyos europeos por las racionales, óptimas leyes de los mercados de competencia perfecta: o sea, los valores del american way of life.

Ante ello incluso Inglaterra, la nación que más cerca haya estado jamás de establecer un Imperio global, ha reaccionado negativamente.

Pero en los mismos EEUU, donde el control que las transnacionales han conseguido sobre la política doméstica es demasiado evidente como para que no generara rechazo de por sí entre la ciudadanía (en una simplificación, entre los progresistas seguidores de Bernie Sanders), el fenómeno también ha asumido formas antiglobalistas.

En EEUU, que en realidad no es una sociedad creada por los muy racionales y liberales principios del mercado, sino que tiene profundas raíces antiliberales e irracionalistas, como cualquier otra de las naciones de este mundo, se ha percibido exactamente lo contrario que en el resto de este: que se han adoptado demasiados valores y costumbres ajenos a la esencia de la americanidad, sobre todo para satisfacer a los públicos extranjeros, o a aquellos grupos que no se tienen por americanos (en lo superficial los inmigrantes, en lo profundo también los negros).

Es esta la explicación del America first, de míster Donald Trump.

Podría pensarse en definitiva que esta reticencia nacional planetaria pronto será superada, y que los ciudadanos, tras una década o dos de nacionalismo antiglobalista, acabaran por sacar la experiencia y escarmentados correrán felizmente a ponerse bajo la guía de las transnacionales.

El asunto está, sin embargo, no en que el control de las transnacionales resulte lesivo a nuestra dignidad de seres dotados de la capacidad de decidir nuestro destino. En este sentido sería una muy buena decisión nuestra abandonarnos a la guía de aquellas, si en realidad fueran ellas capaces de conducirnos “por el camino correcto”.

El problema está en que no es así: las transnacionales no propenden a solucionar nuestros problemas. Por ejemplo: hace mucho, aun desde antes de la Segunda Guerra Mundial, que el crecimiento económico que ellas promueven no es el que necesitamos.

Para entenderlo debemos retroceder hasta enredarnos en algunas consideraciones filosóficas.

Nuestras ideas sobre el Universo en que habitamos han sufrido una profunda revolución en las últimas tres o cuatro generaciones; cabe decir que copernicana. El optimismo filosófico de Giordano Bruno, que veía mundos habitados alrededor de cada estrella, se ha probado erróneo. El Universo que habita el hombre contemporáneo es más bien un entorno hostil para la vida, en el que un conjunto puntual de circunstancias casuales ha permitido el surgimiento y la sobrevivencia de nuestra especie; y en el que incluso el rango de tiempo en el cual podría surgir vida en general se encuentra bastante limitado.

Semejante visión del Universo no ha sido adoptada a capricho, la hemos ido consensuando en los últimos ochenta años en base a la constatación de toda una serie de evidencias factuales.

Visión precaria de nuestra existencia que, por tanto, con plena justicia viene a destronar a la que ha sido predominante en nuestra civilización durante los últimos 2.000 años. O sea, la de que vivimos en un Universo benigno, paradisíaco, pensado para el hombre y a su justa medida, y del que si no podemos disfrutar a plenitud no es por nada más que por nuestra innata tendencia hacia el pecado (cristianismo), a plantar cercas (Rousseau) o a no permitir que las manos ocultas del mercado tengan absoluta libertad de movimiento (Hayek o von Mises).

En semejante visión precaria de nuestra existencia es lógico que el aumento de nuestras probabilidades de sobrevivencia se dé solo en la medida en que aumentemos nuestra capacidad de superar cada vez mayores variaciones de la “normalidad” (ese estado apacible en que hayamos estado viviendo justo hasta el instante anterior).

O sea, de nuestra capacidad de superar cada vez mayores megacatástrofes. Lo cual, en un final, únicamente podrá conseguirse al crecer de manera ininterrumpida de los dos modos siguientes:

(1) en cuanto a las formas y cantidades de energía que somos capaces de controlar con eficiencia (en el año 1200, la Humanidad, con solo la leña y el poco carbón que se obtenía entonces de la minería a su disposición para calentarse, no hubiera podido sobrevivir a un mega periodo glacial como el de hace 600-500 millones de años);

(2) en cuanto a los volúmenes de espacio que somos capaces de explotar y de ocupar físicamente (si al parecer hace 120.000 años en cierta región de África un cataclismo regional estuvo a punto de eliminar de a cuajo a una flamante especie, el homo sapiens, hoy que se ha extendido por toda la superficie del globo algo semejante quizás le traería consecuencias severas, pero no comprometería su existencia).

Llegados hasta aquí cabe preguntarnos: ¿Crecemos en la actualidad bajo la sabia guía de las transnacionales? ¿Y si es así, lo hacemos como es debido para aumentar nuestras posibilidades de sobrevivencia?

En cuanto a que crecemos no deben cabernos dudas: el capitalismo, ese sistema económico-social que permitió el surgimiento de las transnacionales, ha permitido avances increíbles al respecto. Si consideráramos tan solo los criterios ecológicos, que consideran el éxito de una especie por el aumento y difusión de su población, habría poco que decir: de 700 millones en 1740, a los más de 7.000 millones actuales. Incluso críticos tan serios de la sociedad capitalista como Carlos Marx y Federico Engels, reconocen admirados ese antes nunca visto salto humano en cierto párrafo muy citado del Manifiesto Comunista.

Pero la Humanidad, arrastrada de modo incuestionable por la locomotora del capitalismo durante los últimos trescientos años, y por las transnacionales desde fines del siglo XIX, ha encontrado al presente límites: los terráqueos en lo físico y los del petróleo en lo energético.

Límites ante los cuales solo ha atinado a echar mano de un recurso muy viejo, e ineficiente.

Así, si en las sociedades premodernas que basaban su estabilidad social en la tradición, se destruía regularmente el sobrante a través de ofrendas, sacrificios, monumentos y templos religiosos, en las contemporáneas, bajo el comando de los conglomerados económico-financiero-mediáticos internacionales que han secuestrado el mercado —nada menos que en su nombre—, se logra lo mismo mediante la promoción del frenesí por el consumo de productos a los cuales se les reduce la fecha de caducidad por los más variados expedientes.

Pero la artificialidad del crecimiento logrado por el consumo exacerbado, la obsolescencia anticipada, o el frenesí por las actualizaciones cada vez más sofisticadas, no ha conseguido más que estrechar nuestros límites al no abrir verdaderos nuevos campos a nuestra explotación, y someter en cambio los ya abiertos a presiones que exceden su capacidad para recuperarse. De lo cual da clara evidencia la actual crisis medioambiental.

Se crece, es innegable, pero no a la manera que necesitamos.

El mercado (de competencia perfecta) que en teoría hoy domina el mundo, en realidad las transnacionales (que imperan en los mercados de competencia imperfecta), no son por lo tanto los agentes metafísicos de la globalización en cuyas manos debamos sabiamente abandonarnos. No son sus agentes, al menos en solitario.

¿Pero entonces quiénes pueden llevar adelante la imprescindible globalización? ¿Los pueblos acaso?

El asunto está en que los “pueblos”, como los “mercados de competencia perfecta” autosuficientes en su auto-conservación, no son más que creaturas teóricas. En el primer caso creaturas de ciertas élites nacionales negadas a cualquier tipo de transacción internacional que les impida disfrutar de esa suprema satisfacción psicológica que consiste en sentirse “los grandes machos alpha de la gran manada nacional”. Unas creaturas mediante las cuales se puede manipular a los ciudadanos al mantenerlos en un singular estado: siempre pobres, y continuamente ayudados. Pero en una muy estudiada medida, de manera que no puedan salir de la pobreza que los obliga a depender de la ayuda de los machos alpha; por siempre, por lo tanto, clientelas políticas de esas élites políticas.

En este sentido, se transparenta que hablamos de autoritarismos paternalistas, y no hay que salirse de este hemisferio para descubrir a más de uno: Venezuela, Bolivia, Nicaragua y el autoritarismo estrella: Cuba.

De más está decir que los pueblos, en realidad estos autoritarismos paternalistas de “izquierda” que tanto se parecen a los de derecha de Melgarejo, Rosas, don Porfirio, o incluso aquel con el que al presente sueña Donald Trump, tampoco son una solución. A través de ellos no se llega a la globalización que necesitamos para solucionar en conjunto nuestros problemas presentes más candentes.

¿Pero quiénes entonces pueden ser sus agentes?

Admito no tener una respuesta clara en que yo mismo crea lo suficiente como para atreverme a presentarla al público.

Puedo, sin embargo, establecer algo:

Ni las transnacionales (supuestamente el mercado, de competencia perfecta), ni los pueblos (en verdad los autoritarismos paternalistas) son agentes válidos de la globalización.

En el primer caso quizás puedan ser herramientas en manos de los verdaderos agentes (no me atrevo a afirmarlo con un 65 % de seguridad), pero no agentes en sí mismas. En el segundo (y me atrevo a afirmarlo con un 98 % de seguridad) no pueden serlo ni en solitario ni en compañía.

Ambos, el mercado y los pueblos (las transnacionales y los autoritarismos paternalistas), propenden a mantener a la humanidad encerrada en este planeta en el que ya no cabemos, y en consecuencia ponen en peligro su existencia en un mundo que no ha sido concebido para acoger en su seno al Hombre.

Las transnacionales mediante su modelo económico no hacen más que mantenernos en crecimiento a costa del despilfarro de los recursos del planeta, y sobre todo de los delicados equilibrios y de la enorme complejidad del medio que necesitamos para anclar una civilización galáctica que se extienda más y más allá.

Los autoritarismos… no es que puedan vivir encerrados, y en esencia les falte la imaginación para impulsar la expansión, como en el caso anterior. Es que de hecho ellos son los regímenes políticos que surgirán por todo el planeta (ya lo hacen), si es que permanecemos encerrados en él. Son los regímenes políticos que imperarán en la humanidad estancada aquí.

Ante esta realidad quizás solo quepa parafrasear aquella conocida consigna de Marx, y gritar: Ciudadanos conscientes de todo el planeta, ¡Uníos!, pero sin abandonar nunca su independencia de criterio propio…


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