Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Rusia, URSS, Revolución

Papá cumple 100 años

La clave de la revolución estribó en que la violencia bolchevique era creativa y se ejercía con la finalidad consciente de abrir nuevos caminos de emancipación

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Un fantasma que recorría Europa se materializó en Rusia hacia el 7 de noviembre de 1917 y procreó, con la madre naturaleza humana, el comunismo incipiente que daría pie a los Estados de corte totalitario del socialismo realmente existente, sobre las bases de dictadura de partido único, ideología oficial marxista-leninista, represión política y triple monopolio de las armas, la comunicación masiva y los medios fundamentales de producción [1].

El saldo de víctimas fatales del comunismo rondaría los cien millones [2], muy por encima del nazismo. Si culpáramos a este por todos los muertos de la Segunda Guerra Mundial, las estimaciones mínima y máxima serían 55 y 70 millones. Sólo que si Adolfo Hitler fuera hoy la figura histórica más popular en Alemania, Occidente caería en estado de depresión cultural, mientras que ahora mismo no se conmueve porque las encuestas en Rusia den a José Stalin como la persona más extraordinaria de la historia, a pesar de hasta fieles creyentes del proyecto comunista como Vasily Grossman, tras reportar del horror en los campos de concentración nazi siendo corresponsal de guerra, acuñara como escritor la noción de totalitarismo estalinista para englobar el gulag, las purgas, las hambrunas y demás horrores soviéticos.

Para la intelectualidad rastacuera de Occidente no importó mucho que el liderazgo de Stalin costara unos 20 millones de vidas. Todavía en 1994 el historiador británico Eric Hobsbawm sostenía no tener objeción contra 20 millones de muertos más si fueran necesarios para forjar la utopía comunista. Así y todo, Hobsbawm recibió en 1998 la Orden de los Compañeros de Honor, otorgada por la Reina Isabel II con el lema “Fiel en la acción y claro en el honor”. Por atreverse a impugnar el saldo del holocausto —seis millones de judíos muertos— otro historiador británico, David Irving, cayó en la ignominia.

La presunción dominante en esa intelectualidad consiste en que fascismo siempre implica hacer el mal, en tanto comunismo entraña hacer el bien, aunque accidentalmente incurra en males necesarios. Noam Chomsky no vaciló en defender incluso al régimen genocida de los Jemeres Rojos en Cambodia, pero a la justificación clásica de que no se puede hacer una tortilla sin romper huevos, George Orwell opuso ya un contra-argumento demoledor: ¿Dónde está la tortilla?

Revolución en la revolución

La Revolución de Octubre acaeció desde arriba mediante asalto en la noche, mientras el pueblo dormía. Al día siguiente fue denunciada en el Congreso Panruso como golpe de Estado. Para enero de 1918, la asamblea constituyente de 707 delegados tenía nada más que 175 bolcheviques, pero el partido de Lenin se consolidaría en el poder disolviéndola a la fuerza.

La clave de la revolución estribó en que la violencia bolchevique era creativa y se ejercía con la finalidad consciente de abrir nuevos caminos de emancipación. Así, las revoluciones de otra matriz serían tachadas de contrarrevoluciones y la verdadera revolución iría más allá de la política para extenderse al orden económico-social. La progenie más novedosa de la cópula entre el fantasma que recorría Europa y la naturaleza humana sería la economía planificada, que conjugó la dirección centralizada autoritaria con la ejecución descentralizada anárquica para distorsionar sin remedio el cálculo de precios y costos. Tendrían que pasar más de siete décadas de sistemático engaño y autoengaño, ingente desperdicio y trabajo forzado para que encarnara la razón de Ludwig von Mises: “El socialismo suprime la racionalidad económica y con ella, la economía misma” [3].

Tras inventar Marx que la revolución comunista mundial allanaba el camino hacia la desaparición del Estado y contraer Lenin aquella revolución a un solo país, los revolucionarios fueron descontaminándose indefectiblemente de toda realidad y sobrevino entonces el estalinismo ya no como aberración, sino como consecuencia necesaria del marxismo-leninismo aplicado por el Estado-nación, tal como demostró el filósofo polaco Leszek Kolakowski para sentar que el nirvana comunista sólo puede alcanzarse por medio del terror a escala masiva.

Para ese entonces Aleksandr Solzhenitsyn había demostrado también que el gulag no era desviación insignificante, sino línea esencial, del sistema soviético. Mucho antes Arthur Kloster, escritor húngaro-británico de militancia comunista, había ahondado en la ideología comunista, que ilustró ejemplarmente con la lealtad de quienes se declararon culpables en los llamados juicios de Moscú, a sabiendas de que iban derechito a la muerte como consecuencia de cargos fabricados. La otra cara de esta fidelidad a ultranza mostraría cómo el régimen torturaba a los enjuiciados y procedía a chantajearlos con represalias contra sus familiares allegados.

Hoy en día tenemos no sólo países empecinados en continuar el experimento comunista —desde Corea del Norte hasta Cuba— sino también desfiles en Europa y Estados Unidos con banderas rojas, imágenes de Marx y Lenin, Stalin y Mao, e incluso políticos como Bernie Sanders y Elizabeth Warren en USA, o Jeremy Corbin en el Reino Unido, que coquetean con el comunismo. Ni qué decir del teniente Spenser Rapone, quien irrumpió en Internet mostrando una camiseta con imagen del Che Guevara debajo de su uniforme de cadete de West Point y el eslogan “Communism will win” en el forro de su gorra.

Al parecer el quid radica en que el comunismo infesta la naturaleza humana e incluso no tiene que ser feroz para subyugarla. Bastan el miedo y la inercia, como desentrañó Vaclav Havel en su ensayo seminal sobre el poder de los sin poder, que también prescribe la vacuna contra aquel virus: la disciplina de atenerse a la verdad y la justicia. Algo que, como vemos mucho entre cubanos, resulta muy difícil por causa de intereses mezquinos, espíritu farandulero, envidia y otras taras de la naturaleza humana.

Notas

[1] Revel, Jean François: La gran mascarada, Madrid: Taurus, 2000, 185-206.

[2] Courtois, Stéphane (ed): El libro negro del comunismo: crímenes, terror y represión, Barcelona: Ediciones B, 2010. Aquí se calculan 20 millones en la Unión Soviética y 65 millones en China; otras estimaciones varían de 8,5 a 51 millones y de 19,5 a 75 millones, respectivamente.

[3] Die Gemeinwirtschaft: Untersuchungen über den Sozialismus, Jena: Gustav Fischer Verlag, 1922.


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