La Habana, siempre La Habana
Personal visión de uno de los grandes arquitectos cubanos sobre la ciudad y sus retos
El urbanismo de La Habana colonial
Fue costumbre en España imponer a las ciudades de sus colonias una estructura en forma de cuadrícula. Esto, a veces, llevaba a un verdadero divorcio entre el terreno y el urbanismo, como ocurrió en Santiago de Cuba. La Habana se concibió de modo tridimensional, lo que aportó soluciones muy interesantes. Se logró una ciudad de un encanto muy especial creado por la relación entre lo construido y la cuadrícula de base. La Habana colonial fue una bella ciudad.
Allí ya están presentes algunas características que perdurarán como constantes de la tradición cubana. La primera es la tradición aristocrática criolla donde desaparece el sentimiento trágico de la vida español, tan lúcidamente definido por Unamuno. Predomina la sensualidad, se dulcifica la arquitectura. Produce un barroco sin retortijones borrominianos, con pequeños movimientos curvos y sabrosos como el danzón. No es rumba[i].
También se inicia la tradición de violencia. Sí, de la violencia. Sé que esto hará saltar a más de un cubano que me lea[ii]. Pero no olvidemos que Cuba fue una isla fortaleza y La Habana, una ciudad fortificada. Allí se reunía la flota que llevaba toda la riqueza de las colonias americanas a España.
La Habana colonial se organizó en torno a tres plazas principales: la de las autoridades de Gobierno, la de las autoridades religiosas, y la del mercado.
Las calles que llegan a las esquinas de las plazas de La Habana Vieja no desembocan directamente en ellas sino en los soportales de dos pisos de alto que la rodean. Es decir que sólo se les ve cuando se llega a ellas. Esto les da una sensación de espacio cerrado, de lugar íntimo. Son como un patio grande que crea un clima familiar entre los que allí se encuentran. El urbanismo de La Habana es un urbanismo de comunicación.
La plaza mayor, quizá la más rica en espacio, es la de Gobierno, la Plaza de Armas. Allí esta el Palacio de los Capitanes Generales. Las molduras alrededor de las ventanas crean una sensación de barroco suave. La intimidad de su patio tiene un eco en el espacio mayor de la plaza. Lo mismo ocurre con el Palacio del Segundo Cabo. Cuando lo vemos de frente hay un juego de espacios sorprendente, logrado mediante una sucesión de arcos distintos a lo largo de un eje que lleva de la puerta de entrada a una escalera en el fondo. Da esa sensación barroca de infinito que tanto amó la arquitectura colonial cubana. Los arcos parecen juguetones, rompen el medio círculo para buscar formas un poco locas, cubanísimas.
Los dos edificios, como casi todos los otros de la ciudad colonial, estaban repellados y pintados de distintos colores. Hoy, la piedra que aflora le da a esta arquitectura una dureza que no tenía.
En una de sus esquinas (al lado de El Templete) esta plaza cuadrada se abre al Castillo de la Fuerza, que entra a formar parte de su espacio. Éste se prolonga, cruzando la bahía, hasta la fortaleza de La Cabaña. Pasamos de una atmósfera de patio a un espacio ilimitado. Allí es donde mejor se expresa esa dualidad sensualidad-violencia, como un ying y un yang que se compenetran para formar un todo. Harmonia est discordia concors, dice la definición y La Habana Vieja es armoniosa.
En la Plaza de la Catedral volvemos a encontrar el barroco criollo. En la fachada de la catedral las pilastras forman una perspectiva en fuga hacia el centro. La línea del contorno superior juega con formas que recuerdan las de los arcos del Palacio del Segundo Cabo. Refuerzan el carácter sensual de la plaza los medios puntos (vitrales de color que mucho recuerdan una flor) en los arcos de las casas.
El trompe l’oeil es un leitmotiv habanero. En la Casa de la Obra Pía, las molduras en la fachada plana crean una perspectiva que da la impresión de profundidad. Las escaleras que unen los dos patios del convento de San Francisco también utilizan la perspectiva, aquí, para crear la ilusión de un espacio mayor.
La Plaza Vieja, la del mercado, es la más sencilla, pero también allí encontramos tanto la estructura de patio interior con los soportales, como las casas con vitrales que la rodean.
Y, ¿por qué hablar de ciudad colonial cuando pensamos en el futuro urbanismo de La Habana? Porque la tradición es uno de los elementos fundamentales de la significación de la arquitectura y del espacio urbano. Todo hombre debe ser y manifestar lo que es, con su presente y con el mundo que lo formó. Si no sabe o no entiende de dónde viene, puede tratar de ser otro, y sólo logrará engañarse a sí mismo. Su obra tendrá la mediocridad de la copia y no la dignidad de lo auténtico.
Un urbanismo para La Habana de siempre
No es tarea fácil hacer una propuesta realista para el futuro urbano de La Habana, puesto que hace 40 años que vivo en Francia y no creo que nadie deba atreverse a proponer un plan de desarrollo urbano para una ciudad después de una larga ausencia. Además, antes de empezar un estudio serio, hay que tener en cuenta el sistema económico y social que regirá el país.
¿Cómo saber lo que será Cuba cuando ya no seamos? ¿Cuál será su economía, cuál su forma de Gobierno?
La economía (en esto Marx no se equivocó) es la estructura de una sociedad… y como la historia no se predice (aquí Marx sí se equivocó), el que se lanza en esa aventura casi siempre se equivoca. ¿Cuál será el futuro de Cuba? Hasta el momento, sólo veo tres posibilidades:
-Seguirá con su forma actual de Gobierno, con otros gobernantes.
-Se impondrá el capitalismo ideal de Bush, con otros gobernantes, o bien
-Será una socialdemocracia como Francia o Suecia, con otros gobernantes.
Lo primero, sería la continuidad. El urbanismo lo decidirán los políticos y los urbanistas lo ejecutarán… En el segundo caso, La Habana se parecerá cada vez más a Miami o, si crece mucho, a Los Ángeles. En el tercero, en la socialdemocracia, quizás habrá la posibilidad de hacer algo acertado, siempre que existan buenos urbanistas (hoy en Francia, en general, son muy malos). Pero no seamos panglosianos; la última palabra la tendrán los políticos.
Siempre habrá que luchar por la calidad. Cuando le preguntaron a Christian Dior cuál era su ideología política, contestó: «El lujo hay que defenderlo palmo a palmo». Estoy convencido de que la calidad es un lujo que siempre habrá que defender palmo a palmo. Agrego: el lujo no tiene por qué ser caro.
De lo dicho se desprende que lo que presento aquí no tiene la pretensión de ser una propuesta específica de plan de urbanismo, sino una manera de ver la estructura de una pequeña zona de La Habana.
Propugno un urbanismo de comunicación. Para mí es fundamental que el urbanismo no sólo permita, sino que favorezca la comunicación entre los habitantes de la ciudad. Sus espacios deben ser la expresión espacial de su función urbana. La plaza de una iglesia no puede ser la misma que la de una casa comunal; el espacio debe expresar su función, ajustarse a la vida que allí se desarrolla, pero no sólo valorizar el edificio principal, sino darle al conjunto una dimensión poética.
De las ciudades que he visitado, la que más se acerca a este ideal es Venecia, que está estructurada en unidades urbanas coherentes. La más pequeña rodea al campiello, una placita de unos veinte metros por diez con un pozo de agua potable en el centro. Allí se encontraban los vecinos que venían a buscar agua; hoy sigue siendo un lugar de reunión. Una plaza algo mayor con una pequeña iglesia sirve de centro a un grupo de estas pequeñas unidades. A su vez, un conjunto de éstas forman la parroquia, un barrio de unos cuatro o cinco mil habitantes. Su centro es una plaza mayor y más rica de formas donde se encuentra la iglesia parroquial; la altura de su campanario refleja su función y su importancia. Allí están la escuela, un mercado y un club de vecinos, la scuola.
Las grandes plazas venecianas son centros a escala de toda la ciudad. En la Plaza San Marcos están la gran catedral y el centro administrativo; la del mercado central se encuentra alrededor del puente de Rialto. Cada plaza tiene la dimensión apropiada a su uso y en cada una de ellas la arquitectura, la pintura y la escultura contribuyen a manifestar su función y su significado. Basta citar algunos ejemplos como los de los edificios de la Plaza San Marcos. En el palacio de los Dogos, centro de Gobierno, las esculturas hacen alusión a la justicia: la balanza, el juicio de Salomón. En la biblioteca, obra de Sansovino, están los dioses griegos, referencia a la cultura helénica reivindicada por el humanismo renacentista. Los mosaicos de la catedral de San Marcos incitan al acercamiento a Dios.
Cada plaza tiene el tamaño que corresponde a su uso, es decir, está a escala humana. Cuando, en mi juventud, tuve la suerte de que me recibiera Alvar Aalto, le pregunté cómo saber si un espacio estaba a escala humana, me contestó: «cuando desde un extremo se puede seguir con el dedo la bella silueta de una chica hermosa que está en el extremo opuesto». En arquitectura, la escala es una relación de tamaños; en la escala humana se establece la relación con el cuerpo del hombre, pero no sólo se trata de la dimensión física, sino de una correspondencia espiritual.
El ejemplo de Venecia nos indica que hay «escalones urbanos», un concepto fundamental en la teoría del maestro urbanista Gaston Bardet.
Tomando como base estos principios, quisiera presentar algunas ideas de lo que pudiera hacerse en la zona de La Habana Vieja y Centro Habana hasta la calle Infanta, lo que los habaneros llamaban «La Habana», a secas. Esta zona fue el centro político y administrativo de la ciudad. Allí estaban el Palacio Presidencial, el Capitolio (sede del Parlamento) y la mayor parte de los ministerios. El centro comercial más importante se situaba en las calles de San Rafael, Neptuno y Galiano. El Paseo del Prado, la Avenida del Puerto, el Parque Central y el de la Fraternidad constituían una sucesión admirable de espacios, un centro digno de una capital.
La bella ciudad colonial se descuidó durante muchos años y gran parte de ella se convirtió en ruinas. Afortunadamente, en los últimos años, bajo la dirección de Eusebio Leal, se ha rescatado una buena parte de este patrimonio para Cuba y para el mundo.
Es un logro extraordinario, puesto que ha impedido que la vieja ciudad corra la suerte de otras capitales de América Latina que han sido desfiguradas por sucesivas olas de arquitectura mal llamada internacional. (Y el fenómeno no se ha limitado a este continente. Shanghai y Pekín se vuelven malas imitaciones de las metrópolis norteamericanas. Me entusiasma Manhattan pero no quiero verla mal-copiada ni en Pekín ni, desde luego, en La Habana). Esta cocacolización universal ya la marcó en los años 50. Basta recordar la mediocridad «internacional» de la zona de El Vedado en torno a La Rampa.
En cuanto a la ciudad de principios del siglo XX, que mi generación despreciaba y que, en realidad, tiene mucho encanto, todavía hay cosas que se pueden salvar. Hay que salvarla, pero tambien hay que revitalizarla y aumentar su densidad. (Si la ciudad en su conjunto ha crecido desmesurademente es porque gran parte de su crecimiento se ha hecho con casas de una o dos plantas).
Desgraciadamente, una sucesión de medidas administrativas ha ido desplazando las actividades del antiguo centro. La Habana Vieja es hoy un lugar de hoteles, de museos, un lugar de gran atracción turística (que sin duda aporta muchas divisas al país), pero se le ha vaciado de su contenido vital, de su función de cabecera de la ciudad y del país.
Ya durante el Gobierno de Fulgencio Batista se quiso crear un nuevo centro. Se construyeron un horrendo Palacio de Justicia (hoy sede del Partido), un más horrendo monumento a Martí, varios ministerios y la Biblioteca Nacional, en lo que después se llamó la «Plaza de la Revolución». El conjunto es quizás el espacio más feo de la ciudad, un verdadero forúnculo urbano. No sólo nunca fue centro de ciudad sino que jamás se ha integrado a sus alrededores.
Hoy veo que existe la tendencia, cada vez más marcada, a desplazar el centro a Miramar. Me parece un error. Fue un barrio de viviendas de ricos con un cierto gusto californiano; no tiene estructura de centro sino de periferia.
Estimo que hay que volver a instalar el centro político y comercial en la zona donde estaba y devolverle al antiguo centro su viejo esplendor.
En la zona que indico en el mapa crearía una sucesión de grandes plazas con arbolado que continúen el espacio que empieza en el Paseo del Prado, pasa por el Parque Central y llega al Parque de la Fraternidad. Allí pueden construirse edificios de gobierno, oficinas y hoteles que rodeen a La Habana Vieja. Su altura no debe rebasar la de los edificios que están en torno del Parque de la Fraternidad.
La zona a densificar sería una franja que va desde la calle Monte hasta Infanta y detrás de Carlos III. Sería una continuidad de unidades vecinales con edificios de no más de seis pisos. La unidad vecinal es para mí el módulo urbano básico. Reúne a un cierto número de habitantes en torno a la escuela primaria y a los comercios a los que se va a diario, como el carnicero, el pescadero, el verdulero, la farmacia, el café, una papelería… (en Francia se calculan unos 3.000 habitantes por unidad vecinal). Entre dos unidades vecinales le daría gran importancia a una casa comunal, un «club» adonde se reúnan los vecinos y donde puedan organizar una fiesta, o una función teatral, con talleres para escultura, cerámica, pintura o lo que ellos decidan hacer. Debe convertirse en un verdadero centro social con un pequeño café. Todo esto favorece los encuentros y crea un sentido de comunidad que tiende a evitar uno de los problemas de las grandes ciudades, la dificultad de comunicar. (No puedo dejar de recordar las extraordinarias películas de Antonioni sobre este tema).
Las nuevas plazas y las unidades vecinales deberían estar rodeadas de portales de dos pisos de alto como los que ya existen en las plazas habaneras.
Es necesario una limitación de altura en la zona construida a principios del siglo XX que va desde Prado hasta Infanta. En Galiano y Belascoaín pueden hacerse edificios nuevos de seis pisos, pero en las otras calles no deben ser de más de cuatro.
En verdad os digo que La Habana es muy compleja y exige un estudio profundo que yo no he hecho, así que les ruego que perdonen mi osadía. Los dibujos que presento no son un proyecto, pues no he estudiado ni las densidades ni las formas específicas. Sólo se trata de esquemas indicativos.
Para terminar, agregaré algunos comentarios destinados a los jóvenes arquitectos cubanos.
Créanme, el Plan regulador de La Habana de José Luis Sert es un horror, un absurdo. No olviden que el maestro de Sert fue Le Corbusier, un buen arquitecto y un pésimo urbanista. Su influencia en el siglo XX fue nefasta. NO LO COPIEN.
Mucho aprendí de Ernesto Rogers, un gran profesor milanés. Él me enseñó que el arquitecto puede crear algo totalmente nuevo pero siempre respetando lo que él llamó «la preexistencia ambiental». Todo lo que se construya debe obedecer a su época pero debe integrarse a su entorno urbano.
Quiero, además, recordarles que para llegar a lo universal hay que partir de lo propio. Deben expresar lo que son. Cuba tiene una tradición y de ella hay que partir. No se trata de copiar el pasado sino de tenerla bien presente al expresar el momento histórico en que viven. Deben mirar menos las revistas y más su propio ombligo. Su obra debe oler a Cuba.
Rodríguez, Eduardo Luis; La Habana. Arquitectura del siglo XX; Art Blume S.L., Barcelona, 1998, 336 pp. ISBN: 84-89396-17-5.
Por su ambición y extensión, por su espectacular despliegue fotográfico, y por la exhaustiva información que lo sustenta, este libro es la obra más importante sobre la arquitectura habanera del siglo XX. Eduardo Luis Rodríguez ha escudriñado palmo a palmo la ciudad y los archivos, ha apelado a la memoria de los protagonistas en diversos países y a sus registros personales para ofrecernos una visión deslumbrada de la evolución arquitectónica de la ciudad durante las primeras seis décadas del siglo XX. Se analiza el impacto del cambio de siglo (y de estatus) en la arquitectura, y cómo la evolución económica, con florecimientos, vacas flacas, bonanza durante la Segunda Guerra y extraordinario despliegue en los 50, fueron signando la intensidad constructiva y el despliegue de los diferentes estilos. El romanticismo neogótico y el clasicismo americano, el art noveau, las mansiones eclécticas cercanas en muchos casos a lo escenográfico, el art decó y el movimiento moderno son repasados acuciosamente. Se dedican sendos capítulos a Leonardo Morales, renovador del clasicismo entre 1910 y 1930; a Mario Romañach, maestro del movimiento moderno entre los 40 y los 50, y a las Escuelas Nacionales de Arte de Cubanacán en los 60. Además, el autor analiza la arquitectura del poder: los grandes edificios públicos; la planificación de la ciudad y, en uno de los capítulos más interesantes, relaciona arquitectura y artes plásticas durante los movimientos de vanguardia, simbiosis intermitente desde los años 20, pero que en los 50 eclosiona y ofrece sus mejores ejemplos.
Luis Manuel García
[i] Hay otra gran tradición cubana, la tradición negra, que es esencial para entender el arte y la cultura cubana. Primero se expresó en la música popular, que desarrolló y enriqueció la que le legó Africa. Influenció toda la música, la poesía y, más adelante, la pintura, en particular la de Wifredo Lam. Pero por razones históricas pocas veces se ha reflejado en la arquitectura.
[ii] Preferimos olvidar que nuestra historia está jalonada por períodos de violencia. Baste recordar las dos cruentas guerras de independencia, la ocupación americana, «la guerrita de los negros», la dictadura de Machado, el primer golpe de Estado de Batista, la lucha entre grupos armados en La Habana, la segunda dictadura de Batista, y, por último, la Revolución (toda revolución implica violencia).
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