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Actualizado: 17/05/2024 12:58

A Debate

'Una ponencia gris': las artes de embalsamador de Ambrosio Fornet

Respondiendo a un mensaje circulado por Desiderio Navarro, solicité el envío de la conferencia con que Ambrosio Fornet abriría el ciclo de charlas La política cultural del período revolucionario: Memoria y reflexión. Acabo de recibir y de leer el texto de Fornet y quisiera hacer algunos comentarios al respecto.

Después de las reflexiones y declaraciones desatadas por la reaparición de Pavón, sólo había dos maneras de encarar una discusión en torno al llamado Quinquenio Gris: o repetir la fórmula más ensayada por la cúpula en el poder —se cometieron errores, pero eso es cosa del pasado— o admitir que el problema fue y sigue siendo la política cultural misma de la Revolución Cubana, y, de manera particular, el nefasto rol desempeñado por el personalismo autoritarista de Fidel Castro. Tal y como cabía esperar, Fornet opta por lo primero.

Empecemos por decir que lo primero que hace Ambrosio Fornet es citar la Declaración de la UNEAC —sin decir que lo hace, claro—, al referirse a la "solidez" de la política cultural cubana "afianzad[a] como un fenómeno irreversible". Es esta irreversibilidad la que impide, desde el principio, cualquier posibilidad de discusión crítica. Si por un lado "insistir en discrepancias y acuerdos equivale a 'darles armas al enemigo'" por el otro "los pactos de silencio suelen ser sumamente riesgosos crean un clima de inmovilidad, un simulacro de unanimidad que nos impide medir la magnitud real de los peligros y la integridad de nuestras filas, en las que a menudo se cuelan locuaces oportunistas". ¿En qué quedamos, entonces? Además, eso que Fornet tan eufemísticamente llama "pactos de silencio", ¿son acaso en verdad pactos acordados por sujetos que disfrutan de los mismos derechos? ¿ Pactos u ordenanzas? Hay que preguntarse esto porque, como puede verse, el problema de la libertad para disentir y airear discrepancias no recae sobre el derecho del escritor a la autonomía, tanto como sobre la salvaguardia de la unidad, es decir, de lo que se trata es de no "darles armas al enemigo", de que no se rajen nuestras filas, idea por la que —no es necesario decirlo— se cuela de filón la ansiedad homofóbica en el discurso. Otro ejemplo —probablemente el más escandaloso de esta inconsecuencia que apuntamos— es la afirmación de que "[n]ecesitamos mantenernos firmes en nuestras trincheras", mientras se reconoce que éstas " no son los mejores lugares para ejercitar la democracia" (énfasis nuestro). Y agrega Fornet: "pero eso no quiere decir que podamos darnos el lujo de abandonar la práctica de la crítica y la autocrítica, el único ejercicio que puede librarnos del triunfalismo y preservarnos del deterioro ideológico". Una vez más, el lugar del nosotros de la Revolución, de la Nación, es concebido como trinchera, como ese con nosotros o contra nosotros que salta —no sorpresivamente— de la boca de Fidel Castro a la de George W. Bush. Todo cuanto necesitan los mecías para convertirse en torturadores es tiempo. Tan pronto como se creen dueños del secreto de la felicidad de todos, y de la verdad, volvemos al punto de partida.

Para comprobar lo que acabamos de decir sólo hay que poner atención a la relación de causa-efecto que constantemente sugiere Fornet entre la mentalidad de trinchera y los reclamos de defensa de la unidad revolucionaria, por un lado, y los gestos represores del incipiente poder revolucionario, por el otro. Un ejemplo de esto es la asociación que sugiere —y afirma al mismo tiempo— entre la carta a Fidel de los intelectuales y escritores europeos con motivo del caso Padilla, y la celebración del Congreso de Educación y Cultura de La Habana. Primero afirma que el arresto "había puesto en marcha el mecanismo que de este lado del Atlántico conduciría al Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura", para inmediatamente decir que "no [le] extrañaría" que hubiese sido así. Pero lo interesante aquí es la propia metáfora a que echa mano Fornet. Refiriéndose a las protestas apuntadas, expresa: "Fue como meterse en la jaula del león sin tomar las debidas precauciones". Obsérvese que la reacción de Castro —tal y como la presenta Fornet— es personal, en tanto que la carta es aparentemente leída en términos de desafío a su autoridad. Y no hay que olvidar que Leo es, precisamente, el signo zodiacal del Comandante en Jefe. En la única referencia directa a las palabras de Fidel en el Congreso, Fornet comenta que "[v]ista desde la óptica actual, la reacción puede parecernos desmesurada, aunque consecuente con toda una política de afirmación de la identidad y la soberanía nacionales" (énfasis nuestro). Otra vez el argumento de la identidad amenazada justifica un gesto autoritarista del que sólo se dice tímidamente que podría "parecernos desmesurad[o]".

Por supuesto, la lechada que se le da a los gestos autoritarios, al intervencionismo estatal, corre pareja con el ritual del lavatorio de esos mismos gestos. Y es aquí donde la falacia es reemplazada, si se quiere más escandalosamente, por el cinismo. Si P.M era sólo "un modesto ensayo de free-cinema, un documentalito", como afirma Ambrosio Fornet, ¿por qué dio entonces origen a las Palabras a los intelectuales? Y ¿qué fue lo que causó la censura de ese "documentalito"? O, ¿cuál es el vínculo entre P.M y las preguntas que "uno díria" —especula Fornet— suscitó la polémica en torno a su censura: "¿Quiénes son los que van a hacer cine en Cuba? ¿Quiénes son los que van a representar institucionalmente a nuestros escritores y artistas?" No se trata de negar que P.M hubiese sido o no un "documentalito", sino de indagar por qué la polémica lo convirtió en documentalote. ¿Cómo, por cuáles enrevesados caminos, ese documental llegó a plantear tales preguntas? Ese es el escollo que elude Fornet. Así les pasa por encima, a trancas y barrancas, a otras acciones represivas cuyos sujetos aparecen convenientemente borrados: "el posterior cierre de Lunes de Revolución", la creación de las UMAP —que califica meramente de "desafortunada iniciativa", y cuyo saldo resumen "unas cuantas cicatrices".

El cinismo de Ambrosio Fornet se eleva, sin embargo, a alturas estratosféricas al tratar el asunto de la hostilidad hacia los homosexuales en el Quinquenio Gris. Aunque "todos éramos culpables" en este sentido, la culpa mayor recae —escuchen bien— en las ideas positivistas de fines del siglo XIX, "o de algún precepto de la Revolución Cultural china". A Fornet se le olvida explicarnos, por cierto, cómo fue que ese precepto de la Revolución Cultural china llegó hasta nosotros. En cuanto a echarle la culpa al pasado, debemos recordar lo que afirma Ian Lumsden en Machos, Maricones and Gays: "El Código Penal impuesto en Cuba hasta 1979 fue básicamente el mismo que el Código de Defensa Social de 1938, el cual derivó a su vez de la ley española". Resulta revelador que en términos de prejuicios y actitudes homofóbicas, la Revolución Cubana no sólo no rompe con el pasado, sino que lo continúa.

Así como el Congreso de Educación y Cultura es una respuesta [de Fidel] a la carta de protesta publicada por los intelectuales y escritores europeos, también ahora, en lo que atañe a los homosexuales, Ambrosio Fornet especula que "tal vez el clima emocional de la plaza sitiada —que incluía la constante exaltación de las virtudes viriles—, así como la obsesión por enderezar tantas cosas torcidas de la vieja sociedad, nos llevaron a querer enderezar o restaurar también a los homosexuales, quienes no en balde eran descritos desde siempre con eufemismos como invertidos o partidos." Pero, ¿es que acaso ese clima de plaza sitiada no ha sido una constante, el eje de la política cubana, desde el triunfo mismo de la Revolución Cubana? Nadie puede negar que, de una u otra manera Cuba ha sido, en efecto, una plaza sitiada por la hostilidad de sucesivas administraciones norteamericanas desde que se produjo el viraje revolucionario de 1959. Pero tampoco puede refutarse que eso ha servido para articular, justificar y mantener un sitio interno, una estructura de poder encaminada a sofocar disidencias, a desalentar los desvíos, a aceitar la máquina del poder.

La lectura de Fornet del llamado Quinquenio Gris es sólo un instante parentético entre la década de los 60 que, afirma, se caracterizó por "su colorido y su dinámica interna", por un "relativo equilibrio" y "el consenso en que se había basado la política cultural" y 1976, año en que se anunció la creación del Ministerio de Cultura, y la designación de Armando Hart para ocupar su dirección. Es en ese momento, exactamente, que Fornet tiene una revelación: "Tuve la impresión de que rápidamente se restablecía la confianza perdida y que el consenso se hacía posible de nuevo". No sólo el Quinquenio Gris y el pavonato han quedado atrás, sino que hasta descubrimos la posibilidad de celebrarlos: "los parametrados llevaron sus apelaciones hasta el Tribunal Supremo y éste dictaminó —caso histórico y sin precedentes—," comenta Ambrosio Fornet, "que la 'parametración' era una medida inconstitucional y que los reclamantes debían ser indemnizados". Además, el Quinquenio Gris "con su énfasis en lo didáctico, favoreció el desarrollo de la novela policíaca y la literatura para niños y adolescentes". Si la cuota de horror no fuera tan grande, uno podría darse el lujo de reír. Pasamos —por los corredores de las redadas de homosexuales y los procesos de parametración— de la persecusión policíaca a la novela policial. Es la Revolución Cubana anticipando la Reality TV. Este tránsito resulta particularmente revelador toda vez que al Fornet referirse a Padilla, también nos sale al paso el contubernio entre el policía y el escritor: "A cada rato oíamos decir que estaba muy activo como consultor espontáneo de diplomáticos y periodistas extranjeros de tránsito por La Habana, a los que instruía sobre los temas más disímiles". El imperfecto sugiere la llegada puntual de los informes, de los chismes, de las denuncias. Y añade: "Y un buen día de abril de 1971 nos llegaron rumores lamentables, que luego se confirmaron como hechos: que había estado preso —por tres semanas, según unos, por cinco, según otros…—; y que iba a hacer unas declaraciones públicas en la UNEAC". Entre aquello que "oíamos decir" y la fecha exacta de los rumores que llegan después, falta algo: ¿es que no se produjo ningún rumor en el momento mismo de la detención de Padilla? Y otra vez, ¿quiénes, qué compañeros eran los encargados de hacer llegar, trasmitir, propagar esos rumores? Pero, a pesar del carácter siniestro de estas memorias; a pesar de los horrores a los que alude Ambrosio Fornet, nada le provoca tanta repulsa como la censura a Ese sol del mundo moral, de Vitier, en 1974, hecho que llega a considerar como crimen "de lesa cultura y hasta de leso patriotismo".

Hay algo, sin embargo, en que tenemos que darle en parte la razón a Ambrosio Fornet. Según él, "por fortuna" las Palabras a los intelectuales, "ha servido desde entonces —salvo durante el dramático interregno del pavonado— como principio rector de nuestra política cultural". No; esas Palabras han sido el "principio rector" de la política cultural cubana —y nótese el autoritarismo implícito en la noción de rector, que rige—, sin interrupción, desde el momento en que fueron dichas. Así nos explicamos que de aquel encuentro con los escritores e intelectuales cubanos, sólo nos hayan llegado —para no variar— las Palabras de Castro. El título incluso borra a esos mismos intelectuales y escritores como sujetos al inscribirlos como meros receptores, escuchas, de las Palabras a ellos dirigidos. Ambrosio Fornet llama "Filósofos del tiempo detenido o Egiptólogos de la Revolución cubana" a quienes en el extranjero, le preguntan "sobre hechos ocurridos hace treinta o cuarenta años, como si después del 'caso Padilla' o la salida de Arenas por Mariel no hubiera ocurrido nada en nuestro medio". No dice, se le olvida decirlo, que también esas preguntas se están haciendo ahora en Cuba. Prefiere ignorar también que hay quienes —como Reina María Rodríguez y Víctor Fowler al referirse a la desactivación de Ponte de la UNEAC— están preguntando por hechos ocurridos no treinta o cuarenta años atrás, sino más recientemente. Y siguiendo la propia lógica de Ambrosio Fornet, tendremos que suponer, entonces, que la aludida desactivación de Ponte —por no mencionar más que un ejemplo— tuvo lugar bajo el principio rector de las Palabras a los intelectuales. ¿O no? Finalmente, ¿qué habría que objetar o ridiculizar en los "Egiptólogos de la Revolución cubana"? Estudiar la egiptología de la Revolución Cubana ofrece, cuando menos, una ventaja: permite al menos hacernos una idea de cómo tienen lugar los procesos de momificación, y hasta incita el saqueo de las tumbas reales. Quizá sea eso lo que está en juego ahora: la protección de pirámides y mastabas.

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Esta es la cita: "Hay que estar locos de remate, adormecidos hasta el infinito —dijo—, marginados de la realidad del mundo" para creer "que los problemas de este país pueden ser los problemas de dos o tres ovejas descarriadas…", o que alguien, desde París, Londres o Roma, podía erigirse en juez para dictarnos normativas. Por lo pronto, intelectuales de ese tipo nunca volverían aquí como jurados de nuestros concursos literarios, ni como colaboradores de nuestras revistas…" Quisiera observar aquí que el reclamo descolonizador legítimo que pudieron tener estas palabras se pierde, o desaparece, ante la respuesta autoritarista. En primer lugar, porque el contexto de la denuncia de los intelectuales y escritores europeos es hábilmente desdibujado, y en segundo lugar porque, otra vez, hay que preguntarse quien toma la decisión —drástica, que no admite discusión— de cerrarle la entrada a los "intelectuales de ese tipo".

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Ian Lumsden. Machos, Maricones and Gays. Cuba and Homosexuality. Philadelphia: Temple University Press, 1996, 82.

© cubaencuentro

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