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Guantánamo: ¿la última joya de la corona en las conversaciones Cuba-EEUU?

Si bien el gobierno cubano continúa reclamando la devolución de la base, de momento el principal cambio se reduce a la posibilidad de entrada de frutas frescas en la instalación

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El deshielo entre Cuba y Estados Unidos no solo se lleva a cabo en La Habana y Washington, también pasa por la Base Naval de Guantánamo. Reliquia de la Guerra Fría; refugio de miles de balseros; prisión de infame fama en todo el mundo, donde sospechosos de terrorismo continúan detenidos sin encausamiento y juicio ni a la vista ni en el futuro; centro estratégico en la lucha contra el narcotráfico: todo eso y mucho más es esa instalación que ha vuelto a los titulares —en realidad nunca los ha abandonado— tras el anuncio de las conversaciones entre los dos países rivales.

Por lo pronto, al parecer en las encuentros a puerta cerrada sobre el reinicio de vínculos diplomáticos no se habla de Guantánamo. Así lo ha impuesto Washington. Sin embargo, en las declaraciones públicas de los funcionarios cubanos —incluso del gobernante Raúl Castro— nunca deja de mencionarse Guantánamo, con una insistencia que obliga a pensar que con más prisa o menos pausa, al igual que ocurre con el destino de la Isla, la hora del cambio comienza a tocar en la cerca alambrada de la base más antigua de la Marina estadounidense en el extranjero.

Guantánamo es además una suma de contrastes. Un reportaje del diario español El País destaca algunos de ellos.

Tras la llegada, a los militares estadounidenses les resulta fácil sentirse en casa: pagan en dólares, comen en los habituales locales de comida rápida, compran en supermercados con los mismos productos que en Estados Unidos, ven la televisión de su país y se mueven en autobuses escolares amarillos.

Pero con el tiempo, surgen inconvenientes: la velocidad de Internet es desesperante; si quieren recibir un envío desde EEUU necesitan dinero y paciencia, y determinados alimentos dejan de golpe de estar disponibles. Y, sobre todo, constatan una diferencia vital respecto a cualquier otra instalación militar: no pueden salir de ella. No hay otra base estadounidense en igual situación, en que el personal no pueda salir de la instalación, pese a que algunas de ellas se encuentran en lugares extremadamente peligrosos.

Los 28 kilómetros de frontera de la base, que cuenta con un territorio de 116 kilómetros cuadrados, están delimitados por dos hileras de vallas de tres metros de altura. Entre ambas, un terreno neutral repleto de minas antipersona y cactus. A lo largo de la frontera en este paisaje seco y montañoso sobresalen torres de vigilancia de unos ocho metros de altura. Jóvenes marines armados están en alerta continua. Se ven aviones norteamericanos vigilando las aguas turquesas del mar Caribe.

Pero todo este imponente despliegue contrasta con un hecho que ha continuado sin cambio a lo largo de décadas: la amenaza de seguridad es ínfima. No se recuerda ningún incidente relevante desde que la base se estableció en 1903. El único acontecimiento “notable”, aunque de naturaleza conocida, es quizá la llegada de dos o tres cubanos al mes, que solicitan asilo.

Hasta 1934, el coste anual del alquiler era de 2.000 monedas de oro. Desde entonces, es de $4.085. Los cheques se mandan por correo, pero Cuba nunca los ha cobrado.

EEUU volvió a descartar en enero cualquier retorno de la base, al alegar que el tratado de alquiler determina que solo deja de ser permanente si hay un acuerdo mutuo.

Guantánamo es un ejemplo de cooperación militar con un enemigo: desde principios de los años noventa se celebra una reunión mensual del comandante de la base con el responsable fronterizo cubano y desde hace siete años se efectúan anualmente ejercicios de emergencia conjuntos.

Atrás quedó la tensión de los años cincuenta y sesenta, cuando Cuba cortó el suministro de agua a la base (ahora es autosuficiente) y sus soldados lanzaban piedras al tejado de la casa en que dormían los marines en la frontera para arruinarles el sueño.

En la actualidad en la base residen unas 6.000 personas. En 1959 hasta 3.000 cubanos entraban cada día a trabajar. Pero ese mismo año, tras el inicio de la escalada de las tensiones con el régimen de Fidel Castro al poder, EE UU no contrató a más cubanos. Los sustituyeron contratistas jamaicanos y filipinos. Los cubanos que ya trabajaban en Guantánamo pudieron seguir entrando y saliendo. Los últimos dos se jubilaron en 2012. Otros 350 empleados pidieron asilo en la base. Hoy solo quedan 28, que están retirados. Viven en una zona especial en pequeñas casas de colores.

El único contacto de los habitantes de la base con Cuba es a través de las emisoras cubanas que se pueden escuchar en las instalaciones. En cambio, las ondas de Radio GTMO, la emisora de la base, no salen del perímetro militar. En sus estudios, venden desde hace 15 años camisetas y muñecos que rezan: “Rockeando en el patio trasero de Fidel [Castro]”.

Las frutas y verduras llegan a la base directamente desde EEUU. Se transportan en un vuelo semanal, pero una vez allí apenas sirven un par de días.

El resto de suministros llegan en un buque cada tres semanas, lo que condiciona decisiones: el pub irlandés de Guantánamo tiene en el menú menos platos cuando se acerca la llegada del barco y hay un activo mercado de venta de coches usados. Traer un coche en barco cuesta unos $5.000. Al ser tan caro, los militares que se marchan los revenden en la base por la mitad. Para ahorrar, se suelen comprar entre amigos. Y por el elevado precio y el acceso limitado a piezas de recambio, se escatima en reparaciones: en un vehículo gris, la puerta puede ser azul y cada rueda distinta.

Tras el anuncio en diciembre del restablecimiento de las relaciones entre Cuba y EEUU, oficialmente se ha impuesto la cautela.

“Nada ha cambiado para nosotros”, dice la portavoz de la base, Kelly Wirfel, en una entrevista con un pequeño grupo de periodistas que visitó Guantánamo la última semana de abril.

Wirfel admite que la normalización ha abierto una nueva era, que si se consolida acabará repercutiendo en la envejecida instalación. La incógnita es cuándo: “Podría ser en dos años o en 20, quién sabe”, esgrime. “Nos beneficiaríamos de sus bienes. La mayor ventaja sería en fruta y verdura fresca”.


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