Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Cine contra la impunidad y la desmemoria

En un excelente documental, Rithy Panh reúne a víctimas y verdugos para tratar de entender lo que pasó en Camboya, y así poder llamar a las cosas por su nombre: el mayor autogenocidio de la historia

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Todas estas historias cuentan la misma historia horrenda. El testimonio de quienes vivieron, incluso sin entender las razones, esos cuatro años de horror, es irremplazable. Hay en esta memoria, parcelaria, una prueba de lo humano que resiste. De ahí la necesidad de juntar, trozo por trozo, esta memoria hecha añicos. ¿Acaso esa memoria impedirá otras tragedias? No lo sé. Pero guardar silencio después de este genocidio, es aceptarlo como un simple accidente del destino, y convenir en que puede repetirse.
Rithy Panh

Sin que hubiese por parte mía una planificación previa, hace poco coincidió que, con unos días de diferencia, he visto dos documentales que bien pudieran formar parte de un mismo ciclo temático. Ese hipotético ciclo se podría llamar “Socialismo de ojos rasgados”, e incluiría filmes acerca de los regímenes comunistas de Asia. Uno de los dos documentales de los cuales hablo lo veía por primera vez, y de hecho lo descubrí accidentalmente. El otro, en cambio, ya lo había visto años atrás, pues en su momento se estrenó en varios países y recibió comentarios muy elogiosos. Dado que están accesibles en internet, he creído pertinente llamar la atención sobre ambos. Me ocuparé de ellos por separado, y dedicaré el trabajo de esta semana al más antiguo y también el más que más lauros ha acumulado.

Su título es S-21: la machine de mort khmère rouges (S-21: la máquina de matar de los jemeres rojos, 2002, Camboya-Francia). Se estrenó en el Festival de Cannes de 2003 y allí recibió el premio François Chalais. A ese reconocimiento se sumaron luego otros nueve, entre ellos el galardón al mejor documental concedido por la Academia del Cine Europeo. Asimismo su proyección en Camboya sirvió como catalizador para derribar un tabú terriblemente pesado: el silencio sobre lo ocurrido en ese país.

S-21: la máquina de matar de los jemeres rojos contribuyó a que las heridas del pasado inmediato empezaran a tener presencia. En este sentido, cito unas palabras de su director: “Con la película, los espectadores camboyanos escucharon por primera vez la voz de los verdugos reconociendo sus actos. Por increíble que parezca, esto representa una etapa importante en el trabajo de liberación de las conciencias. La palabra ha tomado forma, colectivamente”.

Khieu Samphan, jefe de estado de la llamada Kampuchea Democrática, tras ver el filme admitió por primera vez la existencia de prisiones durante el período de terror de los jemeres rojos. Algo que hasta entonces estos habían negado repetidamente. Suyas son estas declaraciones que no ameritan ningún comentario: “Quisiera confesar que acabo de darme cuenta de que hubo asesinatos y encarcelamientos sistemáticos, como lo muestra la cinta de Rithy Panh. De 1975 a 1978, no supe ni descubrí nada acerca del S-21. Hoy me percato de que S-21 era una institución de Estado en Phnom Penh, por lo que no puede tratarse de un fenómeno exagerado o accidental. Era verdaderamente parte del régimen.”

El documental fue escrito y dirigido por el cineasta franco-camboyano Rithy Panh (1964), en quien aquellos hechos dejaron unas dolorosas secuelas. Fue el único superviviente de su familia: “A los trece años, perdí a toda mi familia en pocas semanas. Mi hermano mayor, que se marchó solo a pie hacia nuestra casa de Phnom Penh. Mi cuñado, médico, ejecutado en una cuneta. Mi padre, que decidió no seguir alimentándose. Mi madre, que en el hospital de Mong se echó en la cama donde acababa de morir una de sus hijas. Mis sobrinas y mis sobrinos. Todos ellos barridos por la crueldad y la locura de los jemeres rojos. Me quedé sin familia. Me quedé sin nombre. Me quedé sin rostro. Y fue así como seguí con vida, porque me había quedado sin nada, pues sus padres y hermanos murieron durante el régimen de los jemeres rojos”.

Él mismo fue enviado a realizar trabajos forzados en los campos, cuando tenía once años. En 1979 logró escapar y encontró refugio en Tailandia. Por eso para él la realización de S-21: la máquina de matar de los jemeres rojos significó un modo de exorcizar los demonios interiores que aún lo atormentan. Un viaje personal para tratar de entender lo que pasó en Camboya, y así poder llamar a las cosas por su nombre: el mayor autogenocidio de la historia.

Entre 1975 y 1979, los jemeres rojos llevaron a cabo un experimento, inspirado en la Revolución Cultural China, que pretendía ruralizar el país. Solo por vivir en las ciudades, las personas eran consideradas sospechosas. Se les relocalizó en masa en las zonas rurales, donde eran obligadas a trabajar en los campos en jornadas, por lo general, de once horas. En ciertos casos y para mayor gloria de los mandos, se organizaban competencias entre los pueblos. Eso obligaba a levantarse a las 4 de la madrugada y permanecer en el campo hasta las 10 u 11 de la noche. Camboya se convirtió en el primer productor mundial de arroz, pero se daba la cruel paradoja de que quienes lo cosechaban morían de hambre, agotamiento y desnutrición.

Se proclamó una nueva era: el Año Cero, inicio de una “nueva sociedad sin pasado”, libre de toda influencia capitalista. Fueron abolidos el dinero, el arte, la religión, el comercio, las escuelas y todo lo que oliese a occidental. Fue prohibida toda forma de cultura, comunicación e información. En su lugar, se implantó la propaganda. Eso quedaba resumido en una consigna: “El azadón es tu pluma; el arrozal, tu papel”. Asimismo se comenzó la reeducación de los habitantes, y para facilitar esa labor las familias fueron disgregadas.

No ejecutar, sino destruir, reducir a polvo

Sin embargo, la medida más macabra fue el asesinato planificado de millares de inocentes, culpables solo por el hecho de existir. En los tres años, ocho meses y veinte días que los jemeres rojos estuvieron en el poder, murieron cerca de 2 millones de personas, la cuarta parte de la población de Camboya. “Basta un millón de buenos revolucionarios para el país que nosotros construimos. No necesitamos a los demás. Preferimos matar a diez amigos antes que conservar a un enemigo con vida”. Tal era la lógica aplicada por un régimen que adoptó el asesinato como método de gobierno. Pero para los artífices de ese genocidio, la muerte no era suficiente. En los documentos hallados en sus archivos, no se usa la palabra ejecutar, sino kamptech, que significa destruir, reducir a polvo.

Un dato a consignar: pocos días después de la derrota del sangriento régimen de Pol Pot por el ejército vietnamita, llegó a Phnom Pehn el primer equipo de filmación. A su frente estaba el documentalista cubano Santiago Álvarez, quien con esas imágenes realizó una edición extraordinaria del Noticiero ICAIC, bajo el título de El gran salto al vacío. Escribió además un artículo que apareció en el diario Granma (enero 23 1979), donde expresó: “No hay cámara apropiada para registrar lo que vimos ni grabadora idónea para copiar lo que oímos, porque lo que vimos y oímos está más allá de la razón y de la vida.// Si el silencio de la muerte y de lo inerte pudiera registrarse por algún aparato electrónico aún no inventado, percibiríamos el frío de la nada tocándonos en las entrañas y desgarrándonos las vísceras vitales (…) Allí estaban encorvados y enmohecidos como fantasmas inmóviles los semáforos sin luz, guiando el tránsito del silencio sepulcral, como testigos inmutables del hedor de los cadáveres que yacían en las aulas clausuradas de las escuelas secundarias, atados con cadenas a camas de hierro. Eran intelectuales que habían sido asesinados, incluyendo médicos, enfermeras, pacientes recién operados en las salas de los hospitales, que tampoco fueron respetados en aquella orgía de sangre de la revolución cultural Kampucheana”.

En un magnífico trabajo titulado “El agrimensor de memorias”, Rithy Panh cuenta que al día siguiente de caer el régimen de los jemeres rojos deseó no evocar más ese genocidio. Eso lo llevó a abandonar Cambodia, no para huir de su país, sino para intentar comenzar otra vida en otro mundo que le permitiese olvidar el horror. “Pero la vida después de un genocidio es un vacío aterrador. Corres el riesgo de perder ahí el alma. Día a día me sentía aspirado por el olvido. Como si callarme fuera capitular, morir. Contrario a lo que había creído al principio, volver a vivir es también reconquistar la memoria y la palabra (…) Fueron necesarios veinte años de maduración antes de poder realizar, mi equipo y yo, una película sobre los mecanismos del crimen en el genocidio jemer rojo. El tiempo de poder medir la distancia y adquirir el discernimiento de una reflexión verdadera. También el tiempo de aprender a vivir con el propio dolor”.

Una vez que decidió abordar el tema del genocidio en Camboya, Rithy Panh pensó que el documental sería la escritura idónea para dar testimonio. Asimismo determinó que la memoria debía ser un punto de referencia. Para la realización del proyecto fue importante su encuentro con Vann Nath, un sobreviviente del S-21, el principal centro de detención y exterminio de Phnom Penh. Por otro lado, el cineasta se dedicó a formar a un grupo de técnicos camboyanos, pues necesitaba trabajar con un equipo que no solo hablara su mismo idioma, sino que además hubiera vivido la misma historia.

Asimismo Rithy Panh pasó mucho tiempo revisando los archivos, mirando las fotos allí conservadas. Como muchos regímenes totalitarios, los jemeres rojos tenían un celo maniático de acumular documentos. Eso respondía al propósito demente de demostrar la supuesta culpabilidad de los detenidos, pero hoy constituyen pruebas irrefutables contra los verdugos. El rodaje del documental duró tres años, pues cada vez que un testimoniante se refería a un asunto, este era sometido al punto de vista de las otras personas.

S-21: la máquina de matar de los jemeres rojos es un documental en el sentido estricto del término. Rithy Panh deja que los testimoniantes cuenten sus propias historias, con el menos ornamento posible. Opta por ceder a estos el protagonismo, en lugar de recurrir al trillado recurso del narrador y de las imágenes de archivo alternadas con entrevistas. Veintisiete años después de aquellos hechos, reúne a dos de las víctimas y a once guardias y torturadores, para tratar de entender por qué y cómo se cometieron torturas, violaciones, abusos y maltratos sobre personas inocentes.

Unos y otros se confrontan en un vibrante careo y exponen su versión de lo sucedido entonces. El sitio donde tiene lugar todo el filme es el Museo del Genocidio Tuol Sleng. Antes de 1975, era una escuela secundaria, situada en pleno corazón de la capital. En manos de los jemeres rojos pasó a ser el S-21, un centro donde miles de camboyanos fueron torturados y asesinados por sus compatriotas. Un dato puede dar una idea del genocidio perpetrado dentro de esas paredes: de los 17 mil prisioneros que por allí pasaron, solo 3 lograron sobrevivir.

De los dos sobrevivientes que intervienen en el documental, Vann Nath es el que tiene una participación más importante. Él es quien conduce el diálogo con los carceleros y torturadores, quien los enfrenta con el drama humano vivido por las víctimas. El hecho de ser pintor lo ayudó, pues los jemeres rojos decidieron perdonarle la vida para que hiciera cuadros de los guardias y de los mandos. Vann Nath mantiene siempre la calma y la fuerza interior. Solo se altera una vez, cuando uno de los antiguos guardias alega que al S-21 llegaban enemigos del Angkar, es decir, el Partido Comunista de la Kampuchea Democrática; y que les habían enseñado que ante los enemigos no podían dudar, que debían tener determinación. Más de dos décadas después, todos repiten mecánicamente ese mismo argumento. Vann Nath los increpa: “Y los niños menores de un año, alimentados con el pecho, que apenas caminaban, ¿ellos contra quién estaban? ¿Eran enemigos?”.

Van Nath insiste, reclama una explicación. ¿Dónde quedó su parte humana cuando golpeaban o asesinaban? ¿Qué pasaba por sus cabezas? ¿Qué se hizo de sus sentimientos, de su educación? ¿Qué condicionantes hicieron que en ellos triunfase el odio contra sus propios compatriotas? Su empeño es infructuoso. Nunca escucha una respuesta satisfactoria, ni tampoco un simple reconocimiento de su culpabilidad. Aquellos once señores son incapaces de comprender la atrocidad de sus actos, mucho menos de pedir perdón. Lo único que admiten como delito son las violaciones, que contradecían las normas del partido. No obstante, matizan que hay que entender que eran jóvenes y tenían las hormonas agitadas. Son la prueba más elocuente de aquello a lo que un sistema totalitario puede llevar a un ser humano, al entrenarlo para conseguir de él una fría e implacable deshumanización.

Se justifican, dan excusas, tratan de exculparse

Pese a que fueron instrumentos de aquel proyecto demencial, no demuestran el más mínimo remordimiento. Incluso pretenden presentarse también como víctimas, como sujetos fagocitados por la maquinaria de aniquilación. Se justifican, dan excusas, tratan de exculparse: solo eran peones que cumplían órdenes de sus superiores, tenían miedo a las represalias si desobedecían, eran muy jóvenes entonces. Es significativo además que en buena parte del filme al hablar esquivan la mirada. Hoy son personas ordinarias, campesinos unos, trabajadores de la ciudad otros. Tras su jornada laboral, regresan a la casa, acunan a su bebé entre los brazos y duermen tranquilamente. Pero décadas atrás torturaron, violaron y asesinaron.

Uno de los grandes aciertos de Rithy Panh es haber escogido como escenario único de la confrontación de víctimas y verdugos el local donde funcionaba el S-21. El estar de nuevo en el lugar del crimen hace que la memoria de unos y otros se reactive. Al llegar allí y ante la vista del edificio, Chum Mey, el otro sobreviviente que participa en el filme, se quiebra emocionalmente. No puede evitar sentirse culpable de la muerte de sus seres queridos: “Esposa e hijos, lo he perdido todo. Si yo no hubiese estado detenido en Tuol Sleng, no habría perdido a mi familia”.

En el grupo de los antiguos jemeres rojos, el efecto es mucho más prodigioso. El director del filme les pidió que describiesen su trabajo en el S-21 no con palabras, sino con gestos. Más que una puesta en escena, los insta a hacer una “puesta en situación”. El cuerpo no había perdido la memoria, y la memoria de los gestos vino a corregir la memoria-palabra. Un guardia se convierte de nuevo en el adolescente de trece años, lleno de suficiencia y con la seguridad que le daba el saberse importante. Revive literalmente la misma escena pintada por Vann Nath en uno de sus cuadros. Entra a la celda, insulta a los prisioneros, los amenaza, conduce a uno de ellos al interrogatorio.

Otros compañeros suyos hacen lo mismo y describen detalles de su día a día como verdugos. Retoman el ritual de los horrores, escenifican ante la cámara su antigua rutina cotidiana: los métodos de torturas, los pormenores de los interrogatorios, los abusos a las mujeres, la distribución del espacio, la sangre fría de los ejecutores. Sin embargo, lo más interesante es la falta de pasión con que lo hacen. La repetición de las acciones pone de manifiesto hasta qué punto todo aquello se había convertido en un hábito. Como autómatas, reproducen unas acciones que para ellos devinieron mecánicas. Eran hombres que cumplían con su trabajo, y que se consideraban honestos servidores del Angkar.

Entre las descripciones hechas en el documental, la más insólita es la de los interrogatorios. Estos tenían como propósito obtener de los prisioneros unas falsas e irrisorias acusaciones. Un guardia relata cómo hizo confesar a una joven analfabeta que trabajaba para la CIA. Cada preso además debía delatar a otras 40 personas. En el filme, un antiguo jemer rojo lee el texto de las instrucciones que se les daba para redactar las confesiones: “Hacerlos describir escenas de sus vidas de traición. La lectura revelará la historia secreta, edificante y perfectamente clara, las causas del espionaje que nos corroe por dentro, etapa por etapa, de acuerdo a nuestro plan. Es recomendable que la escriban ellos mismos con sus propias palabras”.

Asimismo existían Procedimientos para realizar interrogatorios: “Existen dos maneras. La presión política debe ser ejecutada constantemente. La tortura es un procedimiento complementario. De acuerdo a nuestras experiencias pasadas, los camaradas la han utilizado con demasiada facilidad, le otorgaron mayor peso que a la presión sicológica. Es una falta que debe mantenerse presente en el espíritu. El enemigo no confiesa para ayudarnos. La confesión bajo presión política se realiza al nivel más bajo. La tortura es inevitable. Si se necesita mucho o poco, es la interrogante”. Todo eso formaba parte de la racionalización del exterminio programado por un sistema paranoico que veía enemigos por todos lados.

S-21: la máquina de matar de los jemeres rojos brinda la oportunidad poco frecuente de mirar directamente al mal en su cara. Quienes aparecen en la pantalla no son caricaturas del demonio, sino hombres normales que en nada se diferencian de los amigos y vecinos de aquellos a quienes torturaban y ejecutaban. Pero contrariamente a lo que tratan de hacer ver, eran parte esencial de la perversa máquina de matar a la que alude el título del documental. Tal es el nombre exacto que merece la atrocidad llevada a cabo por los jemeres rojos, como una forma de “mejorar” la sociedad. En ese sentido, el filme de Rithy Panh no se limita a dar un testimonio de la capacidad de las personas de perder por completo la humanidad, sino que lleva a reflexionar sobre la insensatez ideológica y sobre el horror que puede resultar de la obediencia ciega.

Sin embargo, como el director ha precisado no se trata de buscar culpables, sino de hacer visible una situación enquistada en donde aún no se han aclarado los términos. “Lo que busco es la comprensión de la naturaleza de aquel crimen y no el culto de la memoria. Conjurar la repetición, negándome a la ceguera y a la ignorancia (…) Nunca contemplé una película mía como una respuesta o como una demostración. La concibo como un cuestionamiento. Y también porque no soporto que las víctimas sigan siendo anónimas. Dos millones de víctimas, y pocos nombres sobre los rostros. El anonimato en un genocidio es cómplice del desdibujamiento. La abstracción de las cifras carentes de identidad provoca vértigo y desemboca en la fascinación del horror”. En ese aspecto, su filme es un estupendo ejemplo de cine moralmente necesario, y como ejercicio de purificación de la memoria histórica cumple una función social tan valiosa como imposible de cuantificar.

Pero aparte de su innegable valor como cine que lucha contra la locura humana, S-21: la máquina de matar de los jemeres rojos no se queda en el simple documento. Estéticamente es una excelente obra, que cuenta con una elaborada y precisa estrategia narrativa. Dura y sobrecogedora, a la vez que sutil, está hecha con una inteligencia y una sencillez modélicas. En buena medida, su fuerza reside precisamente en una realización modesta, sin artificios y despojada de complacencia.

Reconozco que S-21: la máquina de matar de los jemeres rojos no pertenece a la categoría de filmes que uno querría volver a ver. Pero cuando se ve, es difícil de olvidar. Para quienes se interesen en hacerlo, el documental de Rithy Panh está accesible con subtítulos en español en CUBAENCUENTRO o en Vimeo. Su visión es además muy recomendable para que no olvidemos que, aparte del holocausto judío, ha habido otros genocidios llevados a cabo en nombre del comunismo.