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«El archivero» de Julio Benítez

Valen en este libro varios testimonios de suma novedad engarzados en narraciones de notable agudeza

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Resulta aun inusitado que desde una ciudad más bien pequeña se hayan ido trasladando hacia una misma comunidad, en el extranjero, un grupo de escritores —sin ponerse de acuerdo, vale aclarar, y exponentes de diversos géneros.

Es el caso de la conexión Guantánamo-Miami.

Uno de los autores en cuestión es Julio Benítez (JB), quien ha publicado recientemente El archivero —“El latido de la guantanameritud”, una novela cuya trama se desarrolla sobre todo en la ciudad natal del autor y en Estados Unidos, y que tiene como personaje principal al escritor guantanamero Manuel Augusto Lemus, de carne y hueso — quien existe, como suelen decir los faranduleros, en la “vida real”, y hoy residente en Las Vegas.

De la mano de un extraterrestre, Amael Solano, va Lemus de una a otra de las 328 páginas de El archivero; narración que cumple con uno de los mandamientos que tantos autores dedican al género novela: personajes recordables, fuertes, inolvidables si es posible.

Si bien tenemos otros personajes interesantes —varios de ellos también nacidos en Guantánamo—, el fundamental resulta Lemus, el archivero —“un alma superior, una misión por encima de todas y su monasterio, su archivo es plaza sagrada”—, quien cuando cumple 26 años decide que esta será su edad para siempre; adorador de los chocolates, sean estos de la ralea que fuere; guantanamero de aristocrático linaje —linaje, aristocracia que allá en aquella alejada ciudad oriental, como en toda la isla de Cuba fueron pulverizados por la “Revolución de los humildes y para los humildes”.

Aleación de crónica y ficción.

La crónica, ya lo sabemos, es memoria y pasión a la par. Buenos ejemplos de ello en el libro que nos ocupa se encuentran en las páginas 34-35 o 227-229 o 265-279, pasajes en donde además la intensidad toma altos vuelos.

Amael Solano, el narrador principal —¿sería imprescindible que fuese alienígena o algo parecido, según se puede constatar?— por rachas toma la presencia y esencias de Buenafé Olivos Verdes —un fiel cliente de la gula— y del propio autor, Julio Benítez; cruces que en mi opinión poco aportan a las variadas historias que conforman El archivero, novela que corre con goce propio de tal manera que uno, en la medida que avanza en la lectura, se olvida de cierta retahíla de personajes llamados por JB mediante demasiados elementos de juicio.

Así, cuando el autor le suelta la mano a Manuel Augusto Lemus —quien además de asmático y depresivo, ha sobrevivido uno de los padecimientos más letales que existen— y permite que este se exprese en primera persona, la narración se desplaza sobre ejes excelentemente engrasados. Lo cual no quiere decir que la obra debió concebirse solo en este plano.

Así, en las páginas 207-220, por ejemplo, Lemus, contando de sí mismo, nos hace llegar sus avatares en la Ciudad del Pecado, Las Vegas, donde el guantanamero frágil de cuerpo pero de robusto intelecto, se convierte nada más y nada menos que en dirigente sindical y aun —verá el lector esa fusión de azares y propósitos— departe con el gobernador del estado de Nevada; algo de lo mejor de la novela en cuanto a descripción — incluido el relato acerca de la mansión del gobernador.

Valen en este libro varios testimonios de suma novedad engarzados en narraciones de notable agudeza.

Más allá, o más abajo aún del provincianismo, está el municipalismo; tratado de manera descarnada en El archivero; con puntos y comas.

La angostura, el infiernito que resulta el municipalismo en un segmento de la sociedad que de por sí, lamentablemente, resulta sofocante, agresivo, castrante: el mundo de la creación literaria.

La envidia, el celo profesional —que vienen siendo lo mismo— son dejados caer, como al desgaire, por JB en una y otra página de la novela. Entre otros recelosos, oportunistas se lleva las palmas Laureano Franco —“Su apellido no sería Franco, sino ‘Retorcido’”.

Asimismo, hallamos en El archivero suculentos ejemplares de la chivatería, el arribismo, el revanchismo que florecieran en los inicios de la “Revolución del pueblo y para el pueblo”.

JB logra traspasarnos —para bien o para mal— esa lealtad hacia la guantanameritud, la cual, en varias de las páginas de El archivero se acerca considerablemente a la obsesión.

Entre las piezas de crónicas mejor logradas, sirvan de ejemplo “Memorias de Eros” o “Una visita a Subdesarrollo Pérez” o “La calle del archivo”.

Intensas resultan, por ejemplo, las páginas que van de 67 a 70 o de 227 a 229. Lástima que en estas, como en otras del mismo corte, el autor siga de largo con las generalizaciones y de este modo no nos entregue un poco más de trama.

De los diversos personajes femeninos, se destaca la guatemalteca sui géneris Carmelina Rodríguez Antero; afecto y amor para Lemus, o no obstante Lemus.

En El archivero se explayan esas frases contundentes, en ocasiones sentenciosas, en otras metafóricas, que tanto se agradecen en una obra de ficción; no obstante ficción digo.

Debemos dar la bienvenida a un libro que, sin dejar de desplazarse por el sendero de la “imaginación”, nos deja saber acerca de variados acontecimientos de la Cuba de los últimos 60 años y, con buen tino asimismo, la suerte o mala suerte de un grupo de hijos de aquella tierra avecindados en la Ciudad del Sol y en otras zonas del “Imperialismo”.


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